Para escapar de la "supremacía ideológica"

El arte en zapatillas

La novela que hoy triunfa en los escaparates de las librerías tiene un solo mérito: contar al comprador lo que quiere oír, decirle que su vida y sus anhelos, en bata boatiné y zapatillas de andar por casa, son merecedores de una épica despampanante. La nueva épica del hombre amansado que centra todos sus conflictos en la disyuntiva de cumplir sus deberes cívicos o echar una cana al aire, aunque sea de vez en cuando. Ni siquiera la trasgresión, por leve que fuese, parece tener interés para esta clase de narrativa. Cualquier trasgresión sufre, de inmediato, el efecto de reacción contrario, moralizante, acuciado por la indómita llamada del civismo.

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José Vicente Pascual
 
Decía Aristóteles que "la finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no el copiar su apariencia", definición tan fulminantemente moderna que no habría de ser comprendida hasta muchos siglos después. Tras el apogeo de la cultura y estética grecolatinas, la expresión artística deambuló acreedora de las ideologías dominantes en el imaginario medieval, de modo que, sin restar mérito ni desautorizar un ápice el legado de los grandes autores del medioevo, puede afirmarse que, prácticamente en su totalidad, el arte de aquel período se sujeta al imperativo de representar fidedignamente, con sobrada capacidad de sugestión, los mitos fundamentales que explicaban el mundo desde el punto de vista religioso. No será hasta el renacimiento cuando aparezca pujante la idea de un arte concebido y realizado a la medida de las necesidades espirituales concretas del individuo, considerado éste como la suma de diversas y muy hondas complejidades. Dicha ruptura desecha el estereotipo medieval que abocaba al hombre a nacer, crecer, alabar a Dios, reproducirse cristianamente y morir, actuando de compensación por la pérdida de la inocencia (la simpleza), la apasionante posibilidad de humanizar el arte y, de paso, reconstruir la vida como fruto de decisiones libremente aceptadas, situando de este modo la ritualización sagrada del devenir en los ámbitos propios, no excluyentes, de la creencia y la práctica religiosa.
 
El imperio del arte administrativo
 
Aunque nada de esto es nuevo. Si se trae a colación es para ilustrar lo poco, muy poquito que ha aprendido de la Historia el arte administrativo que desde hace muchas décadas señorea en todos los ámbitos de la creación como quintaesencia de lo contemporáneo, ya hablemos de plástica, literatura, cinematografía o cualquier otro campo en el que se manifieste el espíritu gregario de los tiempos. Cuando Andy Warhol pintó sus famosos botes de sopas Campbell, estaba dedicando a la posteridad toda una declaración de principios y, por ende, una lúcida premonición sobre el alcance y significado de lo artístico en tiempos venideros: el arte que no ofreciese reverencia al mercado (la nueva gran iglesia de nuestros tiempos), no tenía futuro. Y así ha sido, o casi.
 
El individuo convertido en ciudadano, y el ciudadano transmutado en contribuyente-elector, no ansía por lo general el goce de un arte que le sugiera conocimiento y emoción en el más allá de las cosas. La obsesión utilitaria del siglo XX, tendente a confundir el valor de cambio con el valor de uso de los objetos (y como objeto ha sido tratado el arte, elemento de glamourosa subasta en Sotheby´s o éxito en las listas de superventas), ha alterado hasta la esencia la noción de lo artístico como interpretación de lo real para transformarlo en simple representación, cuanto más acomodada al modelo, mejor. La similitud con el original es mérito indubitado, en tanto que lo raro, lo singular, lo excepcional, se presenta exactamente como eso: extravagancias que pueden tener mayor o menor interés pero que nunca alcanzarán el rango de aquello que verdaderamente atrae a las masas consumidoras del arte considerado como una especialidad sofisticada del "fast food". No olvidemos que la gastronomía, desde que Ferrá Adriá inventó las croquetas de humo y los callos a la madrileña volatilizables, es también un arte de primerísima línea. Al menos eso afirman los expertos y los aficionados a alimentarse de aire puro.
 
Uno, que por devoción y deformación profesional tiende a fijarse en los rumbos de la narrativa más que en otras manifestaciones de la creación artística, lleva unos pocos años como Simón el Estilita, clamando en el desierto, tirando piedras al mar en reivindicación de una literatura que acoja todas las posibilidades inmensas, plenas de atractivo y apasionada incitación a la búsqueda, de un hacer literario que tenga por sujeto al individuo particularizado, lo que en algunos momentos he definido como realismo de lo singular, es decir, la consideración del personaje ficcionado como vórtice en el que se amalgaman las múltiples dimensiones, a menudo confusas en sus límites, con frecuencia inexploradas desde la perspectiva emocional y el conocimiento intuitivo, del ser humano. El yo, el yo social, el yo inconsciente, el que asume la ambigüedad de lo real y se estremece en el afán por ventear verdades huidizas de lo no manifestado, es el espacio de indagación que me interesa. Trabajo hay, en este campo, todo el que se quiera pues, como afirmaba Torrente Ballester, "en la literatura es real todo lo que puede nombrarse". Y todo se puede nombrar, aunque todo lo ignoremos sobre la escueta palabra que nos conduce a un mundo de perpetuo misterio e irresistibles interrogantes.
 
Los herrajes de la literatura
 
Pero el escritor propone y el mercado dispone. El gusto de la época, marcado, diseñado e impuesto por las omnímodas corporaciones de la comunicación y el ocio (términos tan opuestos y tan artificiosamente vinculados en el ideario oficial), decreta sin contemplaciones que la narrativa valiosa para las grandes editoriales tiene dos únicas vías de expresión: o novelones históricos con mucha intriga esotérica o historias cotidianas reales como la vida misma. Sobre el primer género habría mucho que escribir y matizar, y no es esta ocasión para distinguir y caracterizar el valor literario de obras que suelen meterse en el mismo cajón aunque la trascendencia de unas respecto a otras sea abismal. Acerca del segundo apartado, la novela de provincias, urbana, cuyos protagonistas son ejemplos de civismo atormentados por la duda existencial de si será más práctico echarse una amante o pagar las letras de la hipoteca, cualquier consideración conduce al absurdo. No se busca en esas historias remontar las poquedades del vivir diario protagonizado por gentes simples, sino precisamente ahondar en ellas, bucear en la nada de la gazmoñería, convertir en héroe de lo cotidiano (porque otra clase de héroes ya no quedan), al profesor que se enamora de su alumna, al ejecutivo que decide exiliarse a una parcelita en el Ampurdán o al ama de casa que descubre, tras lustros de anorgasmia, que a ella, en el fondo, lo que le va es el rollo lésbico.
 
Bien, cada cual tiene su criterio y no quiero ser irrespetuoso con el de nadie, pero ese tipo de narrativa no es literatura. Es sociología novelada, y sociología de bajo nivel, desde luego, porque en este tipo de obras suele suceder que donde no llega la ficción falta el rigor, siquiera, de la disciplina académica. Y esa es la novela que hoy triunfa en los escaparates de las librerías. Su mérito: contar al comprador lo que quiere oír, decirle que su vida y sus anhelos, en bata boatiné y zapatillas de andar por casa, son merecedores de una épica despampanante. La nueva épica del hombre amansado que centra todos sus conflictos en la disyuntiva de cumplir sus deberes cívicos o echar una cana al aire, aunque sea de vez en cuando. Ni siquiera la trasgresión, por leve que fuese, parece tener interés para esta clase de narrativa. Cualquier trasgresión sufre, de inmediato, el efecto de reacción contrario, moralizante, acuciado por la indómita llamada del civismo.
 
En tal panorama, comprenderán ustedes que escribir novela hoy día es algo tremendamente difícil, aunque no desalentador. Quien escribe se proscribe, es sabido, y como decía la abuela de mi ángel de la guarda, quien por su gusto corre, jamás de la vida cansa. Álvaro Cunqueiro, Joan Perucho o el antes citado Ballester, entre otros muchos edificadores de mundos distintos habitados por la singularidad, jamás se habrían dado por vencidos. Un servidor, modesto aprendiz de aquellos maestros, no puede ni debe ser menos. Ya veremos si cambian los tiempos y el arte en general, y el de la narrativa en particular, vuelven a desprenderse del sacro cascarón de la supremacía ideológica. Caso contrario, qué le vamos a hacer... la aventura, de todos modos, habrá merecido la pena.

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