La muerte de un radical

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La muerte de un hombre joven es siempre una noticia lamentable, con independencia de las circunstancias que hayan podido conducir al fatal desenlace. Y resulta vergonzoso que los mecanismos de nuestro Estado de Derecho no hayan sido capaces de evitar este desastre, resultado del enfrentamiento acontecido el pasado domingo en el barrio madrileño de Legazpi. Pero ante todo resulta inaceptable que, lejos de poner los medios para que una situación igual no vuelva a producirse, algunos líderes irresponsables concedieran posteriormente su apoyo explícito a los grupos de incontrolados cuya intención declarada era la de atacar una concentración política, convocada por un partido legalizado, y debidamente autorizada por la administración competente tras comprobarse que el acto cumplía con todos los requisitos que exige la Ley, que se ajustaba formalmente a las reglas del juego que rigen igualmente para todos los que desean ajustar su actuación pública a los principios democráticos… como, en este caso, Democracia Nacional (DN).
 
Por el contrario, los grupos ultraizquierdistas y antifascistas homenajeados por los paladines de la tolerancia en la Puerta del Sol se convocaron expresamente para “reventar” el acto, actuando completamente al margen de la legalidad democrática, del espíritu de todas las leyes que regulan la expresión de las ideas políticas en libertad, de las normas de convivencia ciudadana y de la seguridad policial. Puede que DN convocara su manifestación recurriendo a un lema que no gusta a la mayoría de los españoles, como es el del rechazo de la inmigración ilegal. Por eso son un partido extraordinariamente minoritario. Pero su convocatoria era impecable desde el punto de vista democrático. Guste o no guste, los “fascistas” actuaban con el mayor respeto a las reglas del juego democrático mientras sus antagonistas lo hacían al margen de esas mismas normas, buscando la algarada y la confrontación violenta. La fatalidad quiso que uno de esos activistas antidemocráticos se encontrara en el trayecto con la horma de su zapato en la persona de un “skin” armado, a quien en compañía de otros intentó agredir y que repelió la agresión masiva a estocadas. Sin duda, su abogado encontrará en esta circunstancia indicios suficientes incluso para alegar la defensa propia.
 
Pero no debería invocarse la lamentable consecuencia de la muerte de un joven radical como pretexto para excusar la torpe decisión de algunos de los líderes más destacados de “la progresía” madrileña que, como López Garrido, Zerolo, Llamazares y otros, se sumaron con cara de circunstancia –mediática- a la ulterior concentración de condena promovida por los jóvenes antidemócratas. Los mismos que unas horas antes se daban cita para “reventar” un acto político autorizado –por su desacuerdo con el mensaje que se iba a difundir allí-, y unas horas después la emprendieron con el mobiliario urbano y los escaparates de una céntrica calle de la capital. Ciertamente, las autoridades deben velar para que las actividades violentas de los grupos neonazis queden siempre bajo control. Pero no puede olvidar que, desde hace ya varios lustros, la violencia política antidemocrática no es achacable en exclusiva, ni siquiera en una mayor proporción, a las organizaciones de la extrema-derecha.
 
Por este motivo, los líderes más “progres” de nuestra izquierda han desaprovechado una ocasión única para hacer una condena genérica de la violencia, sin aprovechar los trastos para elevar distinciones morales entre los sectores de los que proceda. Pero, como advierte el adagio popular: “la cabra siempre tira al monte”. Y he aquí que estos dirigentes congregados en la madrileña Puerta del Sol han preferido anteponer su antifascismo visceral a la defensa racional del derecho constitucional que asiste a todos los ciudadanos para expresar su opinión, siempre que dicha expresión se realice de acuerdo con los cauces previstos por la Ley. Se han contagiado así de la misma actitud antidemocrática y sectaria de los radicales “reventadores”, que estimaron en su particular visión maniquea de las cosas que ellos, “los buenos”, estaban autorizados a atacar una concentración de ciudadanos “malos”, por más que ésta estuviese convenientemente autorizada. Actitud antidemocrática que nuestros líderes de izquierda, con descaro, atribuyen después alegremente a sus adversarios parlamentarios. 
 
Parece que el ejemplo de Jarrai y de otras organizaciones cercanas al entorno etarra no ha sido suficiente para que estos jefes de filas izquierdistas sopesen las consecuencias que pueden derivarse de dar alas a energúmenos de este pelaje. Pero hay que pensar en otras consecuencias derivadas de la foto preelectoral de la Puerta del Sol. El apoyo explícito de los líderes políticos de izquierda a los antidemócratas violentos puede conllevar la pérdida de confianza que en las promesas del sistema ha depositado un sector de la extrema-derecha. Después de dejarse convencer de las bondades y oportunidades que ofrece el actual orden partitocrático, estos grupos, ayer ultras, han optado por iniciar su larga y difícil travesía del desierto para abandonar las regiones de la violencia y la sinrazón e incorporarse al diálogo y la tolerancia. Algo tosco en sus formas al principio, pues nadie nace sabiendo, este “postfascismo” a la española no está encontrando apoyos para obtener su normalización democrática. Quizás interese a muchos demócratas-de-toda-la-vida que esa evolución finalmente no tenga lugar. Ahora, ante el préstamo de imagen y de respetabilidad institucional que López Garrido, Zerolo, Llamazares, Ybarra y otros líderes políticos y sociales concedieron a la concentración de los antidemócratas en Madrid, quizás muchos de esos postfascistas en evolución recordaran la tradicional conseja: “De boquilla se jugó y diez mil reales perdí”.  

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