Globalización, agricultura y cultura rural

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Cuando se es de pueblo (y no de un pueblo cualquiera sino de Constantina, una hermosa perla blanca al norte de Sevilla), la preocupación por la agricultura cobra a veces los visos de una constante vital.

La población rural en España ha pasado del 48% de 1950 al 13% actual, cifras contundentes que obligan a preguntarse por los motivos y las consecuencias del abandono del campo y a tantear las claves para revertir esta tendencia inicua.  

En el capítulo de las causas, éstas nos son sobradamente conocidas. Hay una imagen que lo explica todo: en la actualidad, la superficie media de cultivo de las explotaciones agrícolas europeas no dan para el sostenimiento de una unidad familiar. La reducción continuada de los precios del sector culminó ya en la década de los 70 con la pérdida de los niveles básicos de rentabilidad. Ese periodo inauguró el éxodo de las jóvenes generaciones rurales hacia las ciudades, al tiempo que la agricultura superviviente a la crisis comienza a depender íntegramente de las subvenciones estatales, a excepción de algunas grandes explotaciones.

La moda de la alimentación sana y ecológica y el culto a la imagen no han logrado paliar la situación de abandono del campo a través de la explotación de nuevos recursos; tampoco lo ha logrado el descubrimiento urbanita del “encanto de lo rural”, que no ha tenido hasta el momento otros efectos que los turísticos, en el mejor de los casos.  

La crisis de la agricultura no sólo implica efectos económicos sino también sociales y culturales. Coinciden aquí demasiadas razones como para dejar de dedicarles alguna reflexión de futuro. Pero en estos tiempos extraños sólo las frías cifras se muestran capaces de promover el debate, por lo que no estaría de más recordar que los planes agrícolas de la Unión Europea, las subvenciones en una palabra, no llegan más allá del año 2013. Es ese, tal vez, el fatídico plazo impuesto a las economías nacionales europeas para llevar a término el tránsito de sus últimos recursos dedicados a la explotación agraria hacia otros sectores de producción. En el reparto globalizado del futuro, Europa está llamada a exportar industria y tecnología y a importar los alimentos que muy bien podrían producirse aquí. La dependencia energética de finales del Siglo XX se va a transformar, aún sin resolverse, en una dependencia de signo más colusorio. El caso, se diría, es mantener comprometida la independencia europea a toda costa. Esa es la sensación que destilan los primeros acuerdos de Punta del Este, Uruguay, de 1986.   

Frente a estos cálculos, en nuestro país algunos expertos del CSIC proclaman  ya abiertamente la oportunidad histórica que supone para España el actual debate sobre los biocarburantes. Se trataría de paliar –aunque fuera parcialmente- nuestra sempiterna debilidad energética a costa de la reactivación del sector agrícola, sustituyendo cultivos tradicionales por otros susceptibles de derivación en productos energéticos. La audacia permitiría cobrar dos piezas (urgentes) de un solo tiro. Aunque la oportunidad no pueda distraernos de sus eventuales efectos perversos, dado que los biocombustibles constituyen una novedad auténticamente antiecológica en sí misma por su relación con el uso de transgénicos y fertizantes o el abuso en el consumo de agua de estos cultivos. Sin olvidar tampoco que presenta incompatibilidades con el diseño actual de los motores industriales y de automoción.  

En Francia, los expertos insisten en analizar las posibilidades que pueden derivarse del despertar económico de China y de la India, previsto para la primera mitad del siglo XXI. Algunos políticos se han apresurado a incluir referencias a ese prometedor horizonte en sus programas electorales para las Presidenciales de 2007: “Voy a consagrar mi presidencia a preparar a los jóvenes agricultores de Francia para que estén presentes en la gran cita agrícola planetaria y dispuestos a responder a la gigantesca solicitud alimenticia que China, la India y Asia van a lanzar”, tronaba Jean-Marie Le Pen el pasado 29 de octubre en un mitin celebrado en la ciudad de Tours. Si se logra vencer las prevenciones y prejuicios sobre el personaje, quien los tenga, se verá que el discurso soporta el análisis de la lógica fría.  

Acostumbrados a relacionar el desarrollo de las regiones sólo con su acceso a los nuevos bienes tecnológicos, dejamos de considerar que el desarrollo tiene igualmente que ver con el acceso a una gama mucho más amplia de productos y servicios de consumo, entre ellos los alimenticios. La cultura del consumo a la que las populosas masas asiáticas pretenden ingresar (deberían meditarlo) va asociada indefectiblemente a una elongación de la cultura gastronómica, entendiendo por ello no una mayor sofisticación en los hábitos culinarios de las elites económicas (sentido habitual del concepto) sino una mayor variedad de la cesta de alimentos asequible a las clases populares. Al descubrir la relación directa entre una dieta rica y equilibrada y el aumento de la esperanza de vida -o, trivialmente, la verbena de sabores que se ocultan más allá del arroz cocido-,  la demanda en estas regiones puede dispararse en proporciones impredecibles.  

Ciertamente, no hay motivos para aceptar irreflexivamente que estos nuevos mercados deban quedar vetados a la agricultura europea. Sobre todo cuando, más allá de las cuentas de resultados,  es todo un estilo de vida y una forma de cultura lo que está en juego. Algo quizás demasiado filosófico, demasiado romántico, para los gestores de Bruselas.

 

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