Hay que atreverse con la cultura “pop”

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Es más que una simple sensación: la serie de novelas de Pérez-Reverte dedicada al Capitán Alatriste y su versión cinematográfica, a pesar de la forzada extrapolación temporal de las mentalidades en que incurre, han hecho más por la difusión de nuestra Historia que todos los gruesos tomos de historiografía que adornan las estanterías de muchos hogares, o se afanan apenas en capturar el polvo en suspensión de las bibliotecas públicas. Son los efectos de la cultura de masas en que nos hallamos inmersos, y de su ineludible “ley de hierro” para la transmisión eficiente de los mensajes. Hoy, la atención del receptor de bienes culturales, y muy especialmente la de nuestra juventud, requiere de una presentación especialmente apta para el consumo en un entorno donde prima la instantaneidad y la dinámica de lo desechable. Un entorno en el cual la sobreabundancia de mensajes invita a pasar con una superficialidad suicida sobre los grandes temas que, con el paso de las eras, fueron transformando el hecho antropológico desde la primitiva hominización hasta los rangos más elevados de la humanidad.  
 
Quienes mantienen aún su amor clásico hacia los libros, quienes –mejor expresado- mantienen su fidelidad a los ideales de la Alta Cultura, suelen manifestar desconfianza hacia las propuestas de esta ubicua cultura “pop” (que no “popular”, cabría añadir). Sin embargo, las posibilidades asociadas a la forma hegemónica en nuestro tiempo de difusión de contenidos no son despreciables. Muy al contrario, ha demostrado un poder de prescripción formidable y una gran efectividad como medio de transmisión de los valores que conforman el ethos de esta civilización occidental que padecemos. Tal es así que no resultaría sentencioso afirmar que el carácter y la visión del mundo que comparte la mayoría de nuestros contemporáneos ha sido directamente modelada por la música que ha oído o los programas de televisión a los que ha consagrado su ocio. Si la penúltima generación de izquierdistas no se entendería bien sin tomar en consideración el papel fundamental que representaron los famosos “cantautores”, nuestro actual decaimiento de valores cívicos y morales -al que con tanta insistencia nos referimos desde Elmanifiesto.com- tendría tampoco explicación de prescindir en el análisis del profundo efecto educacional que llevan asociadas esas “joyas” de la televisión basura que estarán ahora en la mente de todos los lectores. Nuestro tiempo ha designado un modelo ideal humano a cuyo servicio se pone toda esa gigantesca maquinaria que genéricamente denominamos cultura “pop”. No hay mensaje auténticamente inocente en este entorno de adoctrinamiento mediático que nos envuelve. La industria de difusión de la mentalidad “pop” no sólo propone esquemas de comportamientos y sistemas de ideas, sino que se retroalimenta de las tendencias más o menos espontáneas que se dan en la sociedad, las enjuicia según unos criterios simplistas de valoración y, llegado el caso, las devuelve a la sociedad en formato musical o televisivo a fin de captar nuevos adeptos para tendencias inicialmente marginales. De este modo, los valores que se transmiten a la sociedad están en manos del criterio de los programadores televisivos, de los productores musicales o de quines los contraten.
 
Con todo, resulta imprescindible hacer abstracción de estos efectos perversos que se han derivado de poner el sistema de producción de contenidos al servicio de determinados valores para poder reparar, nuevamente, en las enormes posibilidades que ofrece el instrumento de la difusión de masas para la formación de los sistemas de ideas y los códigos de comportamiento. Por eso decimos que hay que atreverse con la cultura “pop”, para insistir en la necesidad de aprender el manejo de los sutiles mecanismos de persuasión inherentes a esa amalgama de medios técnicos, fundamentalmente electrónicos. Porque es ya toda una certeza que las revoluciones del futuro no se planificarán en tiendas de campaña mimetizadas, instaladas en mitad de una cordillera inexpugnable al albur de los elementos, sino en gabinetes de guionistas de contenidos (de cine, televisión o videojuegos) y en los estudios de producción de materiales multimedia específicamente compatibles con los formatos técnicos de difusión a través de Internet. Las armas que vienen no son del tipo de las que pueden portarse al hombro o pendientes del cinturón, y ya se observa cómo el mitin electoral va reproduciendo la estética televisiva y cediendo paulatinamente el espacio de las ideas a la actuación del grupo de música pop del momento.  
 
Cabe preguntarse si, merced a estas perspectivas avaladas por todos los expertos, no denota la jupiterina distancia de los hombres de la Alta Cultura una cierta incapacidad para definir el ethos que nos ha conducido a las cotas más cimeras de nuestra especie, ethos que sería preciso y urgente recuperar o actualizar a través de los mecanismos de la cultura “pop”. Porque nunca como hoy se dispuso de tantos instrumentos, ni de eficacia tan probada, que permanecen ahí, al alcance de quien denote un talento creativo suficiente como para hacerlos funcionar.

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