Los avatares de la carne y el espíritu

Carne enamorada

“Polvo serán, mas polvo enamorado”, dice Quevedo en su soneto sin duda más hermoso. Morirás, sí, pero el amor y su pasión te redimirán. El amor apasionado, carnal: el que refulge cuando el deseo se encabrita, el corazón se desboca… y el espíritu se funde en carne viva: en la carne… que polvo será, pero que, extasiada, se transfigura y glorifica. Se transfigura, sí. Esa cosa a la que llamamos “carne” (hablando, por ejemplo, de los “placeres”… o de los “pecados” de la carne) consiste, en el fondo, en una especie de transfiguración: la que, en el éxtasis erótico, experimenta un cuerpo, una materia, que alcanza entonces, y sólo entonces, el prodigio de los prodigios: ser y no ser a la vez materia.

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Javier Ruiz Portella
 
Por supuesto que es materia. Es el cuerpo, es la piel, es la carne… lo que el amante ansía y abraza en la materialidad más tangible del otro. Pero lo así abrazado no tiene nada que ver con el cuerpo cuya materialidad es absoluta, unívoca; con el cuerpo puramente cuerpo que, desnudo e inerte, el médico examina por ejemplo en su gabinete. (De lo contrario, el ejercicio de la medicina sería, por razones que no hace falta detallar, de todo punto imposible.)
 
Sólo tocada por el espíritu, la materia –cualquiera: incluso la del cuerpo extendido en el quirófano– es materia. Sólo gracias al encuentro entre lo material y lo espiritual, pueden las cosas de la materia recibir nombre, alcanzar sentido, tener significación. En efecto, pero sólo en el encuentro amoroso es donde la materia y el espíritu llegan a entreverarse hasta el punto de casi fundirse entre sí. Sólo en el arrebato erótico llegamos los humanos a tocar nuestra más profunda animalidad…, trastocándola al instante en nuestra más alta espiritualidad.
 
“Embrutecidos como bestias”: tal es el estigma con el que los puritanos han condenado siempre los “pecados de la carne”. Buena razón tendrían… si no olvidasen que la animalidad que late, sin lugar a dudas, en el estremecimiento erótico está transida de espiritualidad, transfigurada por las refinadas ansias, los rebuscados goces, las exquisitas búsquedas que ningún orden natural determina y que un solo animal –el espiritual– practica.
 
Y el amor, el amor trenzado de afectos y ternuras, connivencias y complicidades…; el amor que no existe sin el deseo, pero que va mucho más allá de él…, ¿qué pasa con el amor? ¿Acaso no es nada? ¡Sí, es mucho! Es tanto, que yendo el amor mucho más allá del deseo, pero no siendo nada sin él, es precisamente en sus dominios donde se alza la más alta conjunción de esta entreverada dualidad –espiritual y animal– que marca lo más propio de nuestra condición.
 
 
La pureza de los “antipuritanos”
 
Esta dualidad es lo que los puritanos, cuando imperaba su ley, no lograron ni comprender ni aceptar un solo instante. Tampoco ahora lo comprenden, por supuesto, pero hoy su dominio social ha acabado desvaneciéndose casi por completo. Quienes ahora dominan son otros –y de signo inverso.
 
De ellos hablaba recientemente Antonio Martínez en estas mismas páginas refiriéndose a “Las instructivas orgías de Catherine Millet”.
¡Si fueran verdaderas orgías; auténticas bacanales!… Pero no lo son, éste es el problema. Si hubiera algo ahí de las ansias, exquisiteces, refinamientos, búsquedas… de las que hablábamos hace un instante. Pero no hay nada. Como bien decía nuestro columnista, de lo que se trata para estas gentes es de “acceder a la pasividad total […] a fin de convertirse en carne disponible para cualquier tipo de exigencia sexual. […] En medio de cópulas mecánicas y sin rostro”, Catherine Millet retorna “a la pura materialidad de la carne” separada del espíritu.
 
El diagnóstico no puede ser más certero. Y nos conduce a una segunda constatación: lo nuestro, si no fuera tan patético, sería realmente como para desternillarse de la risa. ¡Hay que ver lo imbéciles que somos! Acabamos de salir de siglos en que sólo espíritu contaba; en que la carne y sus ansias eran consideradas cosa pecaminosa; o tolerada, como máximo, “a fin de paliar, dentro del matrimonio y sus honestos fines de procreación, el vicio de la concupiscencia”.
 
Ya ni siquiera la Iglesia –felicitémosla– utilizaría semejante lenguaje. Nos hemos librado de todo ello… ¡y seguimos sin embargo en las mismas! Seguimos sin asumir, sin hacer nuestros los dos términos de la dualidad que nos constituye como humanos. Seguimos empantanados en la disyuntiva, atenazados por el sempiterno “o lo uno o lo otro”. O el puro espíritu cuya pureza le impide entrelazarse con la carne –lo hace, como máximo, con remilgos y culpabilidad. O la pura carne de los nihilistas de hoy; esa carne… que ni siquiera es carne. Desconociendo todo aliento espiritual (como lo desconoce el mundo en el que muere el espíritu), la carne de las cópulas mecánicas y sin rostro de Catherine Millet y compañía no es ni carne enamorada ni ansiada: es simple materia, puro cuerpo. Puro, en efecto. La pureza –la de un signo o la del otro– es lo único que impera.

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