Un autor al que hay que redescubrir

López Tobajas: “La modernidad ha creado un enorme vacío en el interior de los hombres”

Agustín López Tobajas es un filósofo. Y seguramente el menos convencional de quienes en España escriben pensamiento. Su Manifiesto contra el progreso (Olañeta, 2005) es un libro que hay que leer. A raíz de aquel libro, la revista británica The Ecologist publicó una entrevista con López Tobajas que fue traducida al español para la web cabalgandoaltigre.wordpress.com. Su crítica del mundo moderno, arraigada en el pensamiento tradicional y, a la vez, fuertemente contemporánea, merece ser leída y suscitar reflexiones. Empezamos hoy a publicar para Elmanifiesto.com aquella entrevista a López Tobajas; un autor al que hay que redescubrir. Háganos caso: le interesará.

Compartir en:

T.E.: Creo que, como muy bien dice, los mayores problemas que hoy asolan a nuestro planeta y a la Humanidad no son la energía nuclear, los alimentos transgénicos, la polución química o un sistema sanitario basado en el fraude de las empresas farmacéuticas, sino los paradigmas que nos han conducido hasta aquí. ¿Cuándo y cómo surge una sociedad que está arrastrando al planeta y a todos sus habitantes a la destrucción?
 
ALT: Es difícil responder a esa pregunta de forma muy concreta. Tal vez la historia de la humanidad sea la historia de una continuada decadencia desde sus orígenes hasta la actualidad. Ya sé que esta tesis será inaceptable o ridícula para muchos, pero nuestra visión de la historia puede estar llena de prejuicios, empezando por la generalizada idea de que el nivel de desarrollo tecnológico es una medida del nivel de inteligencia. Acaso sea más bien lo contrario. De cualquier modo, parece claro que el Renacimiento supuso una ruptura con lo que podríamos llamar el «mundo tradicional». El Renacimiento fue una época brillante en ciertos aspectos, pero su «humanismo» llevaba implícita una gran dosis de orgullo y arrogancia, un cierto titanismo que ha marcado decisivamente toda la historia posterior de Occidente. La Ilustración, afirmando los derechos absolutos de la razón, fue un peldaño más en la caída. Otro salto se produciría con la Revolución Industrial; ahí comienza el imperio de la máquina y se consuma un cambio radical en la forma de vida.
 
Es decir, limitándonos a los últimos siglos, más que un momento decisivo, habría —yo creo— un hundimiento progresivo con saltos más o menos significativos. Cabría preguntarse por qué la conciencia occidental decidió emprender ese camino frente al resto de civilizaciones y culturas, pero yo, por supuesto, no tengo respuesta para eso… No lo sé.
 
En todo caso, ni la modernidad es el Mal absoluto, ni las culturas premodernas son el Bien absoluto. Para mí la cuestión es que el progreso nos ha arrebatado un mundo que, con todas sus limitaciones, era cien veces preferible a éste con todos sus «avances». De hecho, aquel mundo permitía o hacía posible el acceso al sentido, a la plenitud espiritual, y el que ahora vivimos parece empeñado en impedirlo. Ésa es la diferencia.
 
T.E.: En el contexto de lo sanitario, como en tantos otros, parece que el desarrollo económico nos conduce a vivir cada día menos y peor. Se multiplican las pandemias, crece el número de pobres, las hambrunas azotan a los países pobres, la sequía amenaza a miles de millones de personas, somos más estériles, se disparan las tasas de enfermedades degenerativas y las enfermedades mentales devastan a la población. Todos estos problemas tienen un claro origen antropogénico. Usted señala que «hablando en términos generales, la riqueza no genera más que estupidez y perversión». ¿Y decadencia y enfermedad?
 
ALT: También, por supuesto. Pero yo no pretendo decir que sólo el ansia de riquezas tenga la culpa de todo; ésa sería una tesis propia de un marxismo moralizante. Quiero decir, más bien, que la obsesión por el desarrollo económico genera, junto con otras circunstancias, el olvido de lo esencial, y eso acarrea «perversión», pero no sólo en un sentido moral sino, más bien, metafísico; perversión como voluntad de quebrantamiento de las leyes que regulan la relación del ser humano con el cosmos y con el Espíritu. La «estupidez» a que me refiero en el Manifiesto es básicamente el olvido por parte del ser humano de lo esencial de sí mismo, de su origen y su destino. De esas actitudes mentales básicas nacen, en última instancia, todas las miserias que aquejan a los hombres.
 
De unos dogmas a otros
 
T.E.: Usted afirma que «la ciencia asume actualmente el papel que antaño desempeñó el aspecto exotérico de las religiones en el campo de las creencias». Es decir, que los dogmas de la Iglesia han sido sustituidos por dogmas tecnocientíficos. Y, al fin y al cabo, el pueblo sigue sumergido en el mundo de las supersticiones.
 
ALT: Sí, pero hay algo que cambia: al margen de las diferencias en el contenido entre unos dogmas y otros —asunto en absoluto desdeñable—, los dogmas de la Iglesia eran reconocidos como tales; nadie pretendía que fueran razonables o evidentes. Eso establecía una distancia entre el individuo y el dogma, distancia que garantizaba la libertad interior de cada cual para aceptarlo o no, al margen, claro está, de las posibles imposiciones autoritarias de la Iglesia en el marco social. En la modernidad, esa distancia ha desaparecido, los dogmas científicos se introducen en las conciencias como si de verdades demostradas y evidentes se tratase. Pensemos, por ejemplo, en el evolucionismo. Casi nadie sabe nada de las teorías evolucionistas, pero todo el mundo las acepta con una fe inquebrantable. Al margen de su verdad o falsedad, el evolucionismo es, por encima de todo, una creencia, un dogma del que se ignora su carácter de tal. Podríamos analizar otros muchos. «Científico» se ha convertido en sinónimo de «verdadero», cuando curiosamente las teorías científicas cambian cada dos por tres. La sociedad contemporánea se cree intelectualmente libre, pero en realidad está más imbuida de creencias y prejuicios que cualquier otra sociedad de tiempos pasados.
 
A la inversa, se consideran supersticiones conocimientos que hoy no son operativos, sin pensar que pudieron serlo en el pasado. Por ejemplo, la utilización de fuerzas sutiles o suprafísicas con fines curativos. Es muy probable que ciertas prácticas terapéuticas que hoy se ven como supersticiones funcionaran realmente en su momento, aunque, debido a eso que René Guénon llamó la «solidificación», es decir, la progresiva insensibilidad de la materia a las energías suprafísicas, puedan ahora no ser eficaces. Y, dicho sea de paso, habría que prevenir contra ciertos embaucadores que pretenden desenterrar prácticas curativas de tiempos pasados o incluso de culturas desaparecidas y se atribuyen poderes de los que carecen por completo. Naturalmente no estoy diciendo que todos los métodos de curación tradicional hayan perdido su antigua eficacia, ni mucho menos, pero no habría que ser tan crédulos como para ponerse en manos del primer «sanador alternativo» que se cruce en el camino.
 
T.E.: ¿Cómo el mundo puede vivir tan engañado? Los medios de información vomitan a cada instante cantos de sirena sobre los supuestos avances de la ciencia y la tecnología. Pero la epidemia de cáncer se dispara. Dos de cada tres estadounidenses padecerán cáncer a lo largo de su vida. Y esto es sólo un ejemplo. ¿Es el equivalente a las promesas del faraón de que se habla en el islam?
 
ALT: La capacidad de seducción de la técnica es muy fuerte. La modernidad, dando la espalda a la trascendencia, ha creado un gran vacío en el interior de los hombres, un hueco que sentimos la necesidad de llenar como sea y con lo que sea. La ciencia y la técnica ofrecen la ilusión de colmar ese vacío con algo tan inmediatamente constatable como el poder sobre la materia; al margen de sus consecuencias ulteriores, la ciencia y la técnica tienen una eficacia a nivel inmediato: aparentemente «funcionan»; de ahí su poder de convicción. Por ejemplo, es indiscutible que se inventan remedios para ciertas enfermedades; otra cosa es que el sistema que hace posible esos remedios genere continuamente males mucho mayores que los que consigue ir evitando. Pero la relación del sistema con los males que provoca no es nunca tan perceptible como la relación con los remedios que inventa. Los «efectos colaterales» se presentan siempre como anomalías evitables, cuando en realidad son parte ineludible del proceso de producción de los «remedios».
 
Ahora bien, no habría que deformar las cosas para ajustarlas más fácilmente a nuestro esquema; los métodos de la medicina oficial pueden ser brutales, pero no nos engañemos: a su manera funcionan y, en algunos casos, puede incluso ocurrir que sean los únicos que funcionan, pues el ser humano puede haberse «solidificado» hasta tal punto que sólo responda a estímulos particularmente violentos. Con esto no estoy defendiendo necesariamente la utilización de tales métodos. Por ejemplo, pueden no gustarnos los trasplantes de órganos; de hecho, yo creo que los trasplantes deberían hacer estremecerse a cualquier mente normal al mismo nivel que las prácticas de una tribu de antropófagos, pero, a nivel inmediato y al margen de sus repercusiones a nivel social (mercado de órganos, etc.), funcionan. La cuestión es que no todo lo que «funciona» es legítimo. Hay quienes se empeñan en que sólo los métodos alternativos son eficaces y que los oficiales son ineficaces. Me parece que ésa es una forma de seguir practicando el culto a la eficacia, que es uno de los pilares de la barbarie tecnológica. Hay que entender que hay cosas en la modernidad que son eficaces, pero no por ello son admisibles. La eficacia no puede ser nunca el criterio supremo, ni siquiera en medicina.
 
Volviendo a la seducción, hay otro hecho importante: la mayor parte de los seres humanos ven lo que la ciencia, la tecnología o el llamado progreso, en general, nos da, sea bueno o malo, pero no pueden ver lo que nos quita. Y no lo ven por la sencilla razón de que lo que se nos ha quitado ya no está ahí, y lo que no está ahí no puede verse; se podría, en todo caso, recordar (con una memoria más ontológica que psicológica), pero los mecanismos sociales, con su permanente tensión hacia el futuro, se ocupan de borrar todo recuerdo que supere el nivel del dato. El pasado está muerto, se nos repite hasta la saciedad, cuando, en realidad, todo lo que somos es pasado.
 
T.E.: Además, la absoluta medicalización de la enfermedad hace que se pierda, en cierto sentido, parte de su razón de ser. De igual manera, la muerte desaparece del mapa. Es como si no existiera. Es como si fuéramos a tener una vida eterna. Pero la enfermedad y la muerte también cumplen una función, al menos desde el punto de vista de la Tradición.
 
ALT: Naturalmente. Hay enfermedades que podríamos llamar «artificiales», es decir, que están generadas por las transgresiones del orden cósmico, pero hay otras «naturales», provocadas por el desgaste natural de los organismos o, sencillamente, por el destino de cada ser vivo. Por supuesto, es lógico y natural que si uno está enfermo trate de curarse y de evitar la enfermedad mediante unos métodos proporcionados a nuestra naturaleza; pero tratar de esquivar la enfermedad y la muerte a toda costa, a cualquier precio y por cualquier método, se ha convertido en una obsesión tan delirante como inútil. Nos guste o no, ser hombre implica de forma necesaria la enfermedad y la muerte. Esto es una obviedad, pero a veces parece que se olvida. En consecuencia, tendríamos que aprender a aceptarlas. Hay limitaciones que no podemos superar; se trataría entonces de orientarlas en la dirección adecuada. Hay que recuperar para la enfermedad y la muerte el sentido que la modernidad les ha expropiado.
 

(Próxima entrega: “Vivimos en la cultura del sucedáneo: una falsificación perpetua”)

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar