Caso Gallardón: un avatar más del fulanismo de la derecha

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Así, el “verso suelto”, se calificaba él, o se hizo calificar por su abundante camarilla. Era la imagen que buscaba: un político independiente, cuyo liderazgo reposa sobre sí mismo, sin enojosas y pastueñas dependencias de partido. El hombre de la derecha que gusta a la izquierda y el hombre que la derecha necesita a su izquierda para parecer de centro. Lo malo es que nada de eso ha sido nunca verdad. Gallardón nunca ha sido otra cosa que una ambición más en una tribu donde la ambición es precisamente el rasgo característico, como ocurre en todos los partidos. Se quedó fuera del sanedrín y no ha podido volver a entrar. Eso es todo: un avatar más del eterno fulanismo de la derecha española; su exclusión de las listas tampoco esconde una pugna ideológica, sino, una vez más, ese fulanismo inmarcesible.
 
Eso del “fulanismo” lo inventaron los propios políticos hace muchos años, allá por la Restauración, para definir las singulares reglas de una política cuyo centro de gravedad no eran las ideas, los proyectos ni los partidos, sino las personas. Uno era de Fulano, de Mengano o de Perengano, y las implicaciones ideológicas de cada opción eran irrelevantes o, más exactamente, insignificantes. La derecha española –y no sólo la nuestra- ha incurrido mucho en ese vicio, primero porque el relieve personal de sus líderes, concedámoslo, siempre ha sido notable, muy superior al de los líderes de la izquierda, y además porque los debates de ideas siempre le han dado bastante alergia, y por eso las pasiones y las voluntades han tendido a alinearse sobre nombres propios antes que sobre conceptos abstractos. No lo dude nadie: el affaire Gallardón no es sino un episodio más en esta inveterada tradición.
 
Porque, vamos a ver, ¿quién es Gallardón? Un profesional de la política que desde hace más de veinte años vive para la conquista del poder. Nunca ha representado ningún proyecto ideológico singular, ninguna posición intelectual sólida, ninguna línea política específica; nada más que su propia voluntad de poder. Los más viejos del lugar podríamos contar algunas historias llamativas. Por ejemplo, aquella de los primeros ochenta, cuando Alberto ejercía de joven promesa en la cúpula de AP y jugaba a ser el guardián de la “corrección política” (ya existía entonces), y en calidad de tal se opuso al nacimiento de una revista de pensamiento en el ámbito del partido. Se opuso porque aquella revista defendía, entre otras cosas, una crítica del igualitarismo, y Gallardón dijo que no, que vaya escándalo, que criticar el igualitarismo era tanto como “justificar cualquier totalitarismo”. Era 1983 y el único totalitarismo vigente en el mundo era el soviético, es decir, el igualitarismo elevado a doctrina de poder. Después, cuando las grandes convulsiones provocadas por la derrota electoral del 86, Gallardón formó parte señera del triunvirato de jóvenes lobos conspiradores, con Verstrynge y Hernández Mancha, para devorar al patrón, o sea, a Fraga. De los tres Brutos que iban a matar a César, dos se compincharon para matar a su vez al tercero, y así el que cayó en aquella operación fue Verstrynge, dejando a Gallardón y a Mancha en cabeza del partido decapitado. Y aún más tarde, algunos recordamos aquella maniobra suya para clavar un chuzo en el glúteo derecho de Aznar por la vía de un pacto político-mediático-financiero con Polanco, que no salió bien porque el colmillo de Aznar es probablemente más homicida (la política es así), pero que señaló un camino sin retorno en la singular asociación entre aquel “verso suelto” de la derecha y el grupo de comunicación que más ha hecho por destruir a la derecha misma.
 
Como los demás
 
Podríamos seguir relatando viejas historias, pero no vale la pena: simplemente se trata de indicar que Gallardón, junto a sus acreditadas virtudes, padece severos defectos que no le alejan, sino al contrario, de esa mezquindad tan frecuente en la fauna política española. Son esos defectos, más que otra cosa, los que le han empujado en los últimos ocho años a construirse una imagen de eterna alternativa al liderazgo vigente en el PP. Esa estrategia era inviable si no se aducían razones implícitas para el relevo, algo así como un estado de crisis perpetua, y por eso llegó un momento en que cualquier movimiento de este caballero podía ser traducido directamente como una disidencia y, al cabo, como una traición.
 
Se oye mucho por ahí que tan singular posición le ha hecho grato a ojos de unos votantes que no votarían al PP, pero sí a un candidato con etiqueta de “progresista”. Es algo que las cifras no avalan: basta ver los números de las sucesivas elecciones para verificar que, al menos en Madrid, las siglas pesan por lo menos tanto como el candidato. Todas esas hipótesis, en cualquier caso, forman parte del propio discurso de justificación de una presunta disidencia que, lejos de beneficiar al partido, ha transmitido una imagen de división y de perpetua querella. Véase qué prodigio: el único partido que ha sufrido una severa escisión en los últimos cuatro años ha sido el PSOE, cuya número uno en Europa –Rosa Diez- se ha marchado para crear un partido nuevo, pero el ruido mediático no ha dejado de centrarse ni un solo día en las veleidades disidentes de don Alberto.
 
Los entendidos dicen que en la exclusión de Gallardón ha jugado un papel notabilísimo Esperanza Aguirre, que habría planteado su propia dimisión para ir también en las listas al Congreso si el Alcalde de Madrid era incluido en éstas. Fulanismo sobre fulanismo. Es evidente que el PP de Rajoy arrastra un problema de nombres propios desde la derrota de 2004: no ha debido de ser fácil ajustar la convivencia de la tribu heredada de Aznar, la tribu de los excluidos por Aznar y la tribu de los próximos a Rajoy. Más difícil es todavía el ajuste si uno repara en que esas tribus no significan estrictamente nada desde el punto de vista ideológico, más allá de las posiciones que Fulano o Mengano puedan tomar en función de cual sea el grupo mediático que les baile el agua. El PP se ve a si mismo más como un grupo de gestión del poder que como una plataforma de ideas (ya no digamos de principios) que puedan representar a un sector de la ciudadanía. Ahora bien, el poder es limitado por definición, mientras que la ambición, como los gases, tiende a expandirse hasta ocupar todo el espacio disponible. A veces una ambición se expande tanto que su masa se hace desmedida, y entonces su propia fuerza de gravedad se la traga, como ocurre en los agujeros negros. La historia de la derecha española desde 1978 puede escribirse con los nombres de las cabezas que rodaron por el fango. Nada nuevo bajo el sol.
 

En el desenlace del drama se nos está apuntando que Gallardón dejará la política después de las generales. Que Gallardón deje la política de forma voluntaria es tan improbable como que el anticiclón de las Azores se traslade hasta el círculo polar ártico. No descartemos que este desenlace esconda un epílogo que a su vez oculte una segunda entrega de la serie, como en los malos culebrones. Mientras tanto, el episodio del ascenso consagración y caída de Alberto Ruiz Gallardón seguirá, al menos durante algunos meses, alimentando corrillos y tertulias, dimes y diretes. Cada cual proyectará sobre la figura del caído sus propias percepciones: alternativa progresista para unos, traidor vendido a la izquierda para otros. Pero nada de todo eso será más que una ilusión como la del mago que hace pasar por milagroso prodigio sus dotes para la prestidigitación. Aquí no hay más que una ambición que ha tocado techo. A Ícaro también le pasó. La diferencia es que los políticos, con alguna frecuencia, resucitan.

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