Esa gente fantástica que ha dado este viejo país

Iradier: el vasco que hizo española a Guinea

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José Javier Esparza
 
Tiene sólo catorce años, pero ya tiene las cosas muy claras: “Deseo conocer lo desconocido y seré explorador. Ese es mi destino, pero necesito prepararme”, escribe en su diario. Iradier es de una precocidad asombrosa: ese mismo año da una conferencia en Vitoria a la que invita a numerosas personalidades locales. Allí les expone un proyecto asombroso: un viaje a través de todo el continente africano, desde el cabo de Buena Esperanza, en el sur, hasta Trípoli, en Libia. Inmediatamente funda la Sociedad Viajera, pronto llamada Asociación Euskara La Exploradora. De momento, Iradier y sus amigos recorrerán palmo a palmo la geografía alavesa. El jovencísimo explorador escribe un libro sobre esos viajes: Cuaderno de Álava.
 
La fascinación de África
 
Hay que ponerse en la época: los viajeros europeos están surcando el mundo y, en especial, el último mundo misterioso, que es el continente africano. Nombres como Mungo Park, Burton o Speke ya han escrito hazañas asombrosas y sus relatos llenan la imaginación de la gente. Iradier conoce esos relatos. Esos y otros muchos cientos de ellos. Crecido entre libros y mapas, ha decidido inscribir su nombre en la nómina de los grandes exploradores. Las potencias europeas piensan en las riquezas que pueden obtener; los exploradores, en la fascinación de la aventura. Uno de esos grandes viajeros, Henry Morton Stanley, llega a Vitoria hacia 1873: está cubriendo la tercera guerra carlista como corresponsal del New York Herald. Iradier le expone su proyecto. Stanley le propone una alternativa: cruzar África de sur a norte es un objetivo impracticable, pero, para un español, hay una meta africana mucho más asequible que es explorar el golfo de Guinea Ecuatorial. Iradier seguirá el consejo de Stanley.
 
¿Por qué Guinea? Porque era la única posesión española en el África central. Más exactamente: lo que España poseía era la isla de Fernando Poo, frente a la costa continental; una vieja colonia portuguesa que había pasado a manos españolas a finales del XVIII y a la que nunca se había prestado gran atención. Fernando Poo gozaba de pésima fama; todos los intentos por establecer colonias habían fracasado por las enfermedades y el clima. Sin embargo, Stanley tenía razón: para un español que quisiera penetrar en África, aquella isla era la base logística adecuada y ofrecía un objetivo bien concreto, a saber, la exploración del interior de Guinea. Si Iradier conseguía hacerse un nombre con ese viaje, le resultaría más fácil realizar sus proyectos más ambiciosos. El 16 de diciembre de 1874 emprende el viaje. Tiene 20 años. Y lo más asombroso: no viaja solo, sino que se lleva a su mujer, Isabel Urquiola, y a la hermana de ésta, Juliana, dos jovencísimas vitorianas, hijas de un panadero. ¿Por qué? Bueno, cualquiera le dice que no a una señora de Vitoria…
 
Es mayo de 1875 cuando los Iradier se instalan en la isla de Elobey Chico, donde se les cede la antigua casa del gobernador. A pocos kilómetros está el continente. Podemos imaginar la emoción de aquel joven que estaba empezando a cumplir su sueño. Él mismo lo describió así en su diario:
 
“Estoy en África. Distingo una lejana cordillera del color del cielo que le sirve de dosel. ¿Qué país es aquel? ¿Qué costumbres tienen sus moradores? ¿Qué religión profesan? ¿Son conocidos sus ríos y sus lagos? Estoy enfrente de esta África desconocida y misteriosa, extensas selvas cubren todo el terreno que a mi vista se presenta”.
 
El trabajo es intenso. Isabel y Juliana quedan en Elobey, donde se dedican a recoger datos meteorológicos. Iradier parte hacia el continente, remonta el río Muni y se interna en la selva. Lo va a estudiar todo: plantas, animales, los indígenas, sus lenguas y costumbres, el territorio, los montes, los ríos… Traba acuerdos con los nativos, que le ayudan en sus exploraciones. Se trata de cortas incursiones de algunos días, tras los cuales Iradier regresa siempre al islote. Un día, sin embargo, tarda en regresar. Pasan las semanas e Iradier no vuelve. Isabel, que está embarazada, y Juliana, que la cuida, se temen lo peor. Y lo peor, en efecto, está a punto de pasar: el explorador ha caído víctima de unas fiebres en la espesura; estará tres meses -¡tres meses!- inconsciente, al borde de la muerte. Postrado, sufrirá ataques de nativos que le robarán todas sus pertenencias. Todos sus criados nativos huyen; sólo queda junto a él su fiel Elombuangani. Es él quien logra conducirle de nuevo al islote. Poco después nacía Isabela, la hija de Iradier e Isabel.
 
La vida de los expedicionarios fue penosa. Iradier sufrió 246 ataques de fiebre. Isabel, 37. Juliana, 16. La pequeña Isabela, 15. Uno de esos ataques se llevó a la niña en noviembre de 1876; su cuerpo descansa bajo un caobo en Santa Isabel. Los expedicionarios abandonaron la isla en 1877. Habían pasado en aquel lugar 834 días; Iradier había explorado 1.870 kilómetros de tierra desconocida.
 
Triunfo y desengaño
 
Iradier no tiene otro objeto ya en su vida que volver a Guinea y hacer de aquello tierra española. África le ha seducido sin remedio, como a tantos otros exploradores; junto a las fiebres y los insectos, se le ha metido dentro la adicción al continente negro. Así lo escribe en sus cuadernos:
 
La temperatura desciende y aumenta la humedad hasta el punto de quedar las ropas y los cabellos completamente mojados. El silencio se altera y empieza a manifestarse la vida. Gritos inexplicables, agudos silbidos, especies de carcajadas, cavernosos rugidos que retumban en los valles (...) El chirrido de los insectos, el crujir de la maleza pisada por algún gigante, el roce de la serpiente en los juncales (...) Los hongos fosforescentes y los insectos luminosos producen efectos mágicos, y el lúgubre quejido del ujinquilongo roba la tranquilidad al corazón…”
 
El vitoriano volverá. Será en 1883, en nombre de la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas, y con una doble finalidad: científica y comercial. Le acompaña el asturiano Amado Osorio. Su retorno tiene algo de prodigioso. Las factorías habían sido asaltadas por los nativos; la guerra reinaba en el Muni; los franceses habían izado su bandera en la zona. Sin embargo, bastará con que aparezca Iradier para que todo se resuelva. Los clanes de la etnia fang reciben al explorador vitoriano en homenaje. Firman ciento una actas notariales de cesión de territorios. A finales de 1884, Iradier puede enviar a la Sociedad de Africanistas un telegrama impresionante: ha pactado con diez tribus y ha obtenido 14.000 kilómetros cuadrados de territorio en el interior. Iradier ha conquistado un país sin pegar ni un solo tiro.
 
El Tratado de París de 1900 reconoció la soberanía española sobre Guinea ecuatorial, el País del Muni. Para entonces, Iradier ya se había desentendido del asunto. Es una historia bastante triste: debilitado por las enfermedades, desengañado por los pasteleos políticos, deprimido por la arbitrariedad burocrática del régimen de la Restauración… Se llegó al extremo de conceder a un político progresista, un hombre de Sagasta, el título de Marqués del Muni (¡marqués del país que había explorado Iradier!). El explorador dejó, no obstante, su huella: los dos tomos de África. Viajes y trabajos de la Asociación Eúskara La Exploradora.
 
Los Iradier llevaron una existencia acomodada, pero errante. El explorador trabajó en explotaciones mineras, tendidos ferroviarios, negocios madereros… Diseñó algunos inventos (cajas de imprenta, contadores de agua), pero sin fortuna. Con la salud minada, se retiró al pinar de Balsaín, en Segovia, donde murió en 1911, a los 57 años.
 
A Iradier le sugirieron alguna vez que ofreciera sus servicios a una potencia extranjera. Nunca quiso hacerlo. Porque Iradier era, además, un patriota. Cuando se extendió el nacionalismo vasco, aquel independentismo de Vizcaya que predicaba Sabino Arana, Iradier escribió lo siguiente:
 
“Veo que cuando las cosas de España marchan mal, no se nos ocurren sino soluciones a la desesperada. Pero yo, que me siento muy éuscaro, prefiero como modelo a Juan Sebastián Elcano”.
 
Y alma de Elcano tenía realmente aquel hombre, a quien hoy se recuerda tanto en Guinea como en Vitoria. En Vitoria tiene su sede la Asociación Africanista Manuel Iradier, que sigue trabajando por y para África. Y en Guinea, sacudida por la tiranía después de su independencia en 1968, sigue existiendo una huella española. La huella de Manuel Iradier.
 
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