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Un popular comentarista, cuya palabra nos despierta y anima a los españoles que aún no nos avergonzamos de serlo, suele referirse con acierto a los complejos que gravan la eficacia parlamentaria de la derecha vergonzante. Esos complejos, que ya hicieron claudicar en señaladas ocasiones a esa criptoderecha cuando estaba en el Poder, siguen tarándola en la Oposición. Lo que aún no nos ha aclarado nadie es en qué consisten esos complejos, entre otras cosas porque los mismos que los denuncian son los primeros en padecerlos, aunque a veces los disimulen muy bien.
 
Esos complejos son muy importantes, ya que desvinculan a la derecha de lo que siempre fue su razón de ser, a saber: el baluarte de la patria, la religión y la familia. Esos tres principios, verdadera razón de ser de la guerra civil, fueron los auténticos principios fundamentales del régimen resultante. Nada más lógico, pues, que su aniquilamiento figure en el programa de los que nunca se resignaron a que la llamada Transición consistiera en una reforma y no en una ruptura. El empeño de este bando dominante en hozar en fosas comunes para desenterrar el espíritu de la guerra civil es, pues, perfectamente coherente. Lo que ya lo es menos es la colaboración por omisión que le presta, no sólo esa derecha vergonzante, sino más de uno de los que le reprochan sus complejos.
 
Cuando en España no había más realidad política que el régimen de Franco, somos muchos los españoles que en más de una ocasión nos hemos sentido antifranquistas. Es posible que el número de antifranquistas aumentara en España precisamente cuando el franquismo caminaba biológicamente hacia su ocaso, a partir de 1970. Mi caso personal no hace al caso, y el caso es que al morir el Caudillo todos los españoles sin excepción pasamos a ser “postfranquistas”. La época de Franco había pasado a la historia y ser “franquista” me parecía tan anacrónico como ser partidario de Ruiz Zorrilla o de don Emilio Castelar. De sacarme de mi error se encargarían los antifranquistas que clamaban por la “ruptura”, para los que el fantasma de Franco tenía más realidad aún que el Franco vivo. A esa realidad no tuve más remedio que adaptarme, y así fue cómo pasé de “postfranquista” a “franquista póstumo”, aunque sólo fuera por apego conservador, o reaccionario, a aquellos tres principios del franquismo cuya cuadragenaria vigencia los nuevos demócratas no estaban dispuestos a seguir tolerando.
 
Tanto es así que, con la colaboración de los conversos a la democracia que no fue difícil acomplejar e intimidar, se procedió al subyugamiento de los célebres “poderes fácticos” en los que se encarnaban y que garantizaban esos tres principios fundamentales, a saber: las Fuerzas Armadas, el Poder Judicial y la Iglesia. De esos tres, la Iglesia sería la más dura de roer, de ahí que su liquidación siga siendo la gran asignatura pendiente de la democracia. Una vez logrado esto, había que criminalizar el franquismo, único ideal que harían suyo tanto los demócratas de toda la vida que pedían la ruptura como los recién llegados a la democracia que proponían la reforma.
 
El hecho de que se proclamaran antifranquistas retroactivos individuos que le debían a Franco cuanto eran fue algo que nos dejó al descubierto y en primera fila a los que nunca tuvimos que ver con el régimen para mal ni para bien pero que creíamos en aquellos “principios fundamentales” que veíamos gravemente amenazados por el nuevo sistema. A esos personajes, mejor dejarlos con su conciencia, si es que la tienen, tejiendo la cuerda con que acabarán ahorcándolos sus adversarios de hemiciclo o de mesa de redacción. 
 
Tienen en cambio otros razón en declararse antifranquistas, aunque sólo sea por haberlo sido en vida de Franco, no porque lo sean ahora pues, como hemos dicho, son éstos, ex comunistas muchos de ellos, los que hoy defienden lo más importante que Franco defendía. Lo que no se me alcanza es por qué, ellos que tienen sus papeles democráticos en regla, participan en los complejos de los que, velis nolis, tienen el deber de defender los “principios fundamentales” del régimen anterior. Una vez, al ocuparme de mi llorado amigo Angel Palomino, franquista antes del parto, en el parto y después del parto, dije que era muy difícil abrirse camino en la jungla literaria sin pasar “la prueba de la baba”. Esa baba es la baba antifranquista, lubricante fundamental de la novela y el cine contemporáneos. Nunca se librará la derecha vergonzante de sus complejos mientras siga sometiéndose a la prueba de la baba.

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