La jerarquía y el caos

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Al derrumbarse el comunismo, son muchos los que tratan de disculpar sus militancias, sus simpatías o sus complicidades con la excusa del antifascismo. Muchos dicen haberse hecho comunistas porque el comunismo representaba la única manera eficaz de hacer frente al fascismo. La piedra de toque es la guerra de España, una de las pocas referencias románticas que les quedan a los antiguos compañeros de viaje. A los nostálgicos que aún quedan por ahí yo les pido, por favor, que vuelvan la oración por pasiva. En la guerra de España se alzaron contra una República entregada al comunismo –ya lo dijo Marañón- muchos que no eran ni podían ser fascistas, pero que vieron en el fascismo un aliado muy eficaz contra el comunismo.
 
Todo el mundo está hoy de acuerdo en que el comunismo es abominable y que la Revolución rusa es la mayor equivocación y el mayor crimen de la Historia pasada, presente y futura. Para llegar a esta conclusión ha tenido que caer el Muro de Berlín y dejar al descubierto unos países que parecen recién salidos de la Segunda Guerra Mundial. El Muro de Berlín se erigió como bastión del antifascismo, y en ese bastión se apoyaron todos los que dictaron las modas ideológicas de Occidente y que, si tuvieran vergüenza, estarían ahora en la Trapa. Sin embargo, como el intelectual no se baja del púlpito ni aunque lo aspen, ahí siguen bajo el tornavoz tronando y fulminando los que no hacen otra cosa desde el primer cuarto del siglo XX. La gran novedad es que lo que antes se promocionaba en nombre del marxismo-leninismo, ahora se promociona en nombre del neoliberalismo y del hedonismo consumista. Los únicos disidentes son, lo que son las cosas, esos clérigos “progres” que se resisten a digerir el derrumbamiento del comunismo y redescubren por fin que el liberalismo es pecado.
 
Pecado o no, lo cierto es que el liberalismo es hoy por hoy la ideología de un mundo sin ideas. Los propios ideólogos del anticomunismo, la verdad sea dicha, eran más originales cuando reflexionaban sobre las lacras del nihilismo occidental que cuando atacaban de frente a la abominación bochevique. Sin embargo, desde el momento en que estos ideólogos –y no hablo de ideólogos imaginarios, sino de hombres tan respetados y admirables como Popper y nuestro Paz- se resistían a sacar las últimas consecuencias de sus razonamientos, dejaban de ser pensadores originales para convertirse en portavoces de lugares comunes. Si esto no era lo que llamaban “pensamiento blando”, la verdad era que se le parecía mucho.
 
No haremos más que machacar en hierro frío si no nos planteamos en serio lo que llaman los científicos el antagonismo entre “la organización jerárquica de los sistemas vivientes” y “el comportamiento caótico de los sistemas disipativos”. Una vez en Doñana, un biólogo con barbas y camisa a cuadros de esos que inventaron la pólvora en 1968, invocaba con satisfacción la introducción en la Universidad de la democracia asamblearia. Esto, dicho por un abogadete, me lo hubiera explicado; dicho por un biólogo, me dejaba con fuertes dudas sobre la calidad de las enseñanzas impartidas en una facultad así democratizada. La degradación de la enseñanza, tanto universitaria como media, se debe al desfase entre las ciencias del espíritu y las de la naturaleza y al olvido de que la naturaleza es conservadora. Por eso nunca me cansaré de repetir que no se puede ser conservacionista sin ser un poco conservador.
 
La naturaleza es conservadora y la biología es jerárquica y todo lo que vaya en contra de la biología y de la naturaleza es a la fuerza absurdo y perverso. Evidentemente, los que forman la base de la pirámide social son más numerosos que los situados cerca del vértice. Esa injusticia física se ha querido remediar con la ley del número, fundamento del sufragio universal, en cuya virtud la pirámide social se invierte y gravita sobre su vértice. La injusticia se remedia haciendo que los más opriman a los menos. Esta pirámide invertida puede simbolizar la democracia para los racionalistas. Sin embargo, esa muchedumbre opresora no se rige por la razón, sino por los instintos y las pasiones, y su instinto le hace rechazar el orden en cuanto que el orden conlleva jerarquía; por eso la muchedumbre esa de la base opone al orden el caos, que implica igualdad absoluta. El 8 de febrero de 1996 promulgó el Congreso de Estados Unidos la Communications Decency Act destinada a limpiar el lenguaje de los medios de comunicación. Pues bien, cuatro meses más tarde, el 12 de junio, esa ley era declarada inconstitucional por el Tribunal Federal de Filadelfia en una sentencia relativa a Internet en la que se decía literalmente que “lo mismo que la fuerza de Internet reside en el caos, la fuerza de nuestra libertad… depende del caos y de la cacofonía engendrada por la total libertad de palabra…”.
 
La voluntad general o la ley del número, que es la ley de los que quieren vivir sin ley o viven al margen de la ley, acaba codificándose en una “ley de leyes” o bill of rights o “declaración de derechos”; más que en tal o cual Constitución, pienso en la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y en la Declaración Universal de Derechos Humanos, brújula de esa figura del derecho político denominada “Estado de Derecho”. El “Estado de Derecho” es un Estado en el que todo está permitido, y en un Estado así son los más hábiles, los más fuertes, los más astutos y los más ricos los que se quedan con la parte del león de los derechos. Y he aquí cómo una ficción jurídica se disipa ante una realidad biológica. La naturaleza es brutal y es violenta, para qué negarlo, y para ello los juristas serios –no los constitucionales- han procurado siempre equilibrar los derechos con obligaciones correlativas. De sobra sabemos que en un "Estado de Derecho” la única obligación que se exige es la de pagar impuestos, a cambio de los cuales tampoco tiene el Estado la obligación de realizar prestaciones. Sin embargo, tampoco el “Estado de Derecho”, que es como la democracia se autodenomina, se sustrae a las leyes inexorables de la biología y, a la corta o a la larga, se configura como pirámide y organiza un orden jerárquico que acaba sintiéndose amenazado por el caos igualitario y libertario que en teoría propicia.
 
Por supuesto, el “Estado de Derecho” recurre a malabarismos semánticos para mantenerse. Los regímenes totalitarios ejercían la autoridad en nombre de la “democracia real” y las democracias formales escamotean la noción de “orden público” con la denominación de “seguridad ciudadana”. Contra lo que se pueda pensar, “seguridad ciudadana” no es sinónimo de “orden público”, sino de lo que ya alguien llamó “orden democrático”, que es el que suele imponerse en la calle en los períodos revolucionarios. Este “orden democrático” es un orden a gusto de los más, que son los que más pesan a la hora de votar. Esta “mayoría bulliciosa”, a diferencia de la “mayoría silenciosa”, acredita su “espíritu cívico” cada tres por cuatro, ya que por lo visto, a diferencia de la otra, no tiene negocios o quehaceres que la distraigan, y protesta contra el propio “Estado de Derecho”, o sea, contra el Estado permisivo cuando éste intenta tímidamente salir de su neutra pasividad. Esas tímidas reacciones del Estado permisivo obedecen al instinto de conservación. Sabe muy bien que el espíritu cívico de las mayorías bulliciosas prefiere el caos de los sistemas disipativos a la jerarquía de los sistemas vivientes.

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