A propósito del 14 de abril

La nostalgia de la II República, una patología cultural

El 14 de abril de 2008 se cumplen 77 años de la proclamación de la II República. No faltan nostálgicos para celebrar la efeméride. Sin embargo, la II República fue un fracaso sin paliativos. En buena medida fue ella, por el sectarismo de sus líderes, la que frustró cualquier posibilidad de democracia en España. Objetivamente mirado, el régimen del 14 de abril no vale tanto por sus logros como por lo que pudo ser y no fue. Su imagen, hoy, no puede ser la de un paraíso perdido, sino más bien la de aquello que no hay que hacer. Así cayó la Monarquía

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J.J.E.
 
Uno escucha a los nostálgicos y cree soñar: resulta que un día existió en España un feliz mundo de Utopía donde todos los hombres eran libres y las fuentes públicas manaban limonada. Pero, entonces, ¿cómo pudo ser que se acabara aquella bicoca? Es muy interesante subrayar los argumentos de los nostálgicos de la II República y confrontarlos con la realidad. Es interesante porque uno constata que todos esos argumentos son absolutamente ficticios. Vayan tres ejemplos.
 
El nostálgico invoca la democracia: entre la oligarquía alfonsina y la dictadura franquista, el régimen del 14 de abril fue un oasis democrático. Ahora bien, la II República fue una democracia extremadamente imperfecta, donde la voluntad popular fue violada desde el primer momento y hasta el final: desde las propias elecciones municipales que dieron lugar al cambio de régimen (y que, recordemos, ganaron los monárquicos), hasta el falseamiento masivo de actas en las elecciones del 36, pasando por la prohibición de gobernar al partido que ganó en 1933 y por la ausencia de sanción a los auténticos responsables del golpe revolucionario de 1934. Como democracia, la II República distó de ser ejemplar. Más aún: no fue realmente democrática.
 
El nostálgico invoca también la obra social republicana: entre las tiranías de los dictadores, he aquí que al fin alguien se preocupa por la justicia social. Pero la política social de la República fue una calamidad, desde la reforma agraria hasta la regulación de la jornada laboral, hasta el punto de que en 1936, después de cinco años de gobierno republicano, sobrevivían condiciones de explotación objetivamente insoportables. La política social de la República no estuvo inspirada por el deseo de crear una sociedad más integrada, mejor cohesionada, sino que adquirió tintes de venganza de clase y, sobre todo, fue de una incompetencia extrema. El gran drama del movimiento obrero en España, y de la izquierda española en general, es que las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco presentan mejor balance social que la II República en materias concretas como la protección del desempleo, la cobertura sanitaria o la evolución de los salarios. Es una verdad dolorosa, pero es así.
 
El nostálgico, en fin, enarbola la preocupación de la República por la educación: la figura del “maestro republicano” sigue funcionando como tópico romántico, envuelta en el halo sublime de la promoción de la cultura. Pero lo cierto es que la República, más por razones de sectarismo que otra cosa, empezó cerrando centros escolares en masa –los de la Iglesia- y sólo después procedió a crear escuelas y plazas de maestros que, por un lado, se pusieron en marcha a un ritmo lentísimo, y por otro, beneficiaron sobre todo a militantes republicanos con carné de partido que se convirtieron en maestros de un día para otro. Aquí es donde más amargo es el balance republicano, por contraste con el proyecto inicial: las ambiciones eran muchas; los logros, muy escasos.
 
“No es esto, no es esto”
 
Son sólo tres ejemplos, pero son ilustrativos. En gran medida, la nostalgia republicana es un puro sentimiento construido sobre la base de tópicos retóricos sin correspondencia con la realidad. La nostalgia de la República es, en rigor, una nostalgia de lo que no fue; la nostalgia de un enorme fracaso.
 
La II República, en efecto, es menos sugestiva por lo que fue que por lo que pudo ser. Era verdad que el régimen de la Restauración estaba podrido; tanto que se hundió desde dentro sin el menor gesto de resistencia. Era verdad que España necesitaba un cambio en profundidad. La República pudo aportarlo: hacía falta renovar las elites sociales y políticas, incorporar a las masas a la vida ciudadana (la “nacionalización de las masas”, en el lenguaje orteguiano), revitalizar las instituciones populares, corregir una democracia inexistente de puro artificiosa, poner a la Iglesia al paso del tiempo, solventar situaciones de crónico atraso económico en el campo y en las fábricas… Se necesitaba un amplio programa de educación nacional, de participación social en la vida pública, de reestructuración del sistema económico. Pero, en vez de eso, la II República aportó unas elites políticas muy mediocres, una política social y cultural sectaria, una política económica incompetente y perezosa… En ese sentido, la crítica falangista a la II República parece hoy más acertada que la crítica de tipo conservador o tradicionalista: la República no fue tan funesta por lo que destruyó como por lo que no supo construir.
 
Ortega lo dijo –y muy pronto- con su habitual plasticidad: “No es esto, no es esto”. Efectivamente, no era eso. Y lo que hoy rememoran los nostálgicos, envueltos en la bandera tricolor, tampoco es. Nuestros nostálgicos del 14 de abril nos están hablando de una República virtual o, para ser más exactos, espectral. La realidad de la historia fue otra: fue la República que acabó en guerra civil. Y no, por cierto, por culpa de las torvas asechanzas del fascista eterno, sino por culpa del sectarismo, el fanatismo, la irresponsabilidad y la frivolidad de sus líderes.

Poster del ministerio de la Instrucción Pública. Madrid, 1937.

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