El Gobierno ZP, a favor de los afrancesados

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Era inevitable: cuando uno dedica su vida a tocar las narices al personal, no habrá freno ni muro que le detenga. El Gobierno, por mano de su vicepresidenta, ha decidido celebrar el 2 de mayo, aniversario de la insurrección contra el francés, regalando a los periodistas un ejemplar del libro de Miguel Artola Los afrancesados, que es una defensa de quienes, precisamente, no se levantaron. Esta gente nunca dejará de sorprendernos.
 
Conste que el libro de Artola es un buen libro. Damos la cita completa: Los afrancesados, Alianza Editorial Madrid, 2008. La reedición la ha pagado la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, o sea, el Gobierno, o sea, usted y yo. Se justificará mejor el gasto si al mismo tiempo se reeditan otros textos de posición más matizada. En cuanto a Artola, recordemos que es una figura clave de la historiografía progresista en España, muy interesado siempre por la burguesía revolucionaria del siglo XIX y tan caracterizado políticamente como académicamente respetado. Otra buena aportación de Artola es la edición de las obras inéditas de Jovellanos, un señor que, pudiendo haber sido afrancesado, sin embargo optó por ser patriota. Pero lo que hace irritante el gesto del Gobierno al regalar Los afrancesados no es, evidentemente, el libro ni el autor, sino lo que tiene de mensaje político, ideológico y cultural: ante la evocación patriótica de una fecha clave para la nación española, el Gobierno se pone del lado del francés.
 
La posición de los afrancesados
 
Es verdad que la historia no es nunca un relato de buenos y malos (tampoco, por cierto, la que pretende imponer la Ley de memoria histórica). En los sucesos de 1808 hubo enormes zonas grises, así en el lado patriota como en el afrancesado, así en la corona como en el pueblo, así en la facción liberal como en la tradicional. Es verdad también que la monarquía de Carlos IV era una calamidad sin precedentes, indigna de un país que todavía gozaba de la condición de gran potencia mundial. Es verdad, asimismo, que aquella España necesitaba reformas urgentes; no es indiscutible que éstas hubieran debido venir de una política más “ilustrada”, pero la necesidad de cambiar aquello no admite dudas. Los “afrancesados” son aquellos que creyeron que la invasión napoleónica podría acelerar los cambios. En abstracto, sobre el plano de la ideas, puede entenderse su posición. Pero en concreto, sobre el plano de la realidad viva, hay un pequeño detalle que lo estropea todo: fueron partidarios de un ejército enemigo que invadió España e impuso su poder por la fuerza de las armas contra la independencia nacional.
 
Históricamente, puede objetarse que fueron los reyes de España los que permitieron la entrada de Napoleón en el país, de manera que el dominio francés no carecía completamente de avales legales. Es un argumento, que en todo caso, se desvanece desde el momento en que la familia real fue confinada y las tropas “invitadas” se comportaron como un ejército de ocupación y represión, y eso fue lo que pasó el 2 de mayo de 1808. A partir de ese momento, los afrancesados no fueron otra cosa que traidores. Junto a la minoría idealista que soñaba con reformas políticas (y al margen de lo más o menos acertado de esos sueños), medró la eterna podredumbre de quienes son capaces de vender a su madre a cambio de prebendas y poder. Para entender la situación basta pensar en un contexto que a nuestro Gobierno debería sonarle, aunque sea sólo desde el punto de vista propagandístico: el de los países ocupados por Alemania durante la segunda guerra mundial y, aún más claro, el caso de la Francia de Vichy. ¿Veremos a doña De la Vega regalando a la prensa los volúmenes –por otra parte, excelentes- escritos por Celine durante los años de la colaboración con el III Reich?
 
Nueva objeción del pro afrancesado: “es que los alemanes representaban a una tiranía y Napoleón encarnaba la libertad”. Y un jamón. Al margen de lo que representaban las tropas de la Wehrmacht, Napoleón no representaba la libertad en modo alguno. Primero, hay que deshacer a toda velocidad el mito que consagra la revolución francesa como una conquista de la libertad: nunca en Europa se había matado tanto en tan poco tiempo como en los años del terror revolucionario; el hecho de que se matara en nombre de la libertad no hace sino más perverso el crimen. Después, hay que recordar que Napoleón no era precisamente un demócrata, sino un dictador que pretendía deshacer el poder de otros para imponer el suyo propio. Dicho sea de paso, conviene leer el Estatuto de Bayona, que es la constitución que traía consigo José Bonaparte: era un texto formalmente mejor que la Pepa de Cádiz de 1812 y, por otro lado, mucho más acorde con el sistema tradicional de organizar el poder. Pero, una vez más, nos topamos con el pequeño problema: una invasión militar cruenta y una sanguinaria represión contra el pueblo. ¿Libertad, de quién? ¿De un pueblo invadido y sojuzgado a punta de bayoneta? No, decididamente a los “afrancesados” no hay por dónde cogerlos.
 
Malestar de España
 
Como la reivindicación del afrancesado es un gesto sólo válido como hipótesis intelectual y poco coherente con la realidad histórica y política, hay que preguntarse qué extraño chip se ha despertado en las meninges del Gobierno Zapatero para descolgarse con semejante ocurrencia. La respuesta, una vez más, tiene que ver con ese “malestar de España” que caracteriza a nuestra izquierda, siempre convencida de que la España real, la que existió en la Historia, es una sórdida atrocidad retrógrada y reaccionaria que necesita ser redimida por ellos, los progres, cargados de una especie de virtud eterna que se transporta a través de los tiempos. Ese “malestar de España”, que al cabo deviene en simple odio a lo nacional, es lo que les lleva a cantar las loas del Al-Andalus contra la reconquista, denigrar a los Reyes Católicos, suscribir la leyenda negra, abominar de la conquista de América, considerar que los enemigos de España siempre tenían razón y, en fin, reivindicar a los afrancesados.
 
Allá cada cual con sus prejuicios. Ahora bien, hay cosas que para un gobierno deberían ser elementales. La primera de ellas es que, si el enemigo ataca, uno se tiene que defender, y si alguien quiere violentar la independencia de la nación, es precisamente el gobierno el primero que tiene que poner la cara para que se la partan. Entre otras cosas, para eso mantenemos al Estado y le concedemos el monopolio legal de la violencia, que decía el viejo Max Weber. Este Gobierno, por el contrario, nos manda regularmente el mensaje inverso: bienvenido sea todo lo que hiere a la patria y menoscaba la nación. Es insólito. Aún más insólito es que buena parte de la población española coree el baile.

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