Género lírico contra política de género

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Si hay un género literario que goza de buena salud en estos lamentables comienzos de siglo es la poesía lírica. Este siglo es lamentable por muchos conceptos; uno de ellos es el de la llamada política de género, no literario en este caso, sino gramatical. Aunque los géneros gramaticales son seis, a saber: masculino, femenino, neutro, común, ambiguo y epiceno, la clase dominante entiende por género únicamente el femenino, de ahí que el joven siglo haya dado en llamarse el Siglo de la Mujer.
 
Como la realidad es paradójica, la consagración del siglo a la mujer en Occidente corresponde al ocaso del matriarcado en los países situados en la orilla norte del Mediterráneo, en que el culto de la Mamma siempre estuvo unido al de la Madonna. En detrimento de ese doble culto se adopta un laicismo de baja ley reforzado por una cultura de la muerte y una confusión de los géneros, o dicho con más propiedad, de los sexos, atribuyéndoles respectivamente funciones impropias. La mujer lleva siglos, no sólo ejerciendo el matriarcado, sino desempeñando a veces mucho mejor que el hombre aquellas funciones comunes a los dos: el cultivo de las artes y las letras por ejemplo. En una academia de provincias, coto hasta entonces masculino, hizo su ingreso una profesora universitaria, que se creyó en el caso de brindar al feminismo ambiente con un ataque en toda regla a Juan Luis Vives y a fray Luis de León para a continuación poner como ejemplo a una señora del siglo XVI que era la ilustración fehaciente de lo que Vives y fray Luis entendían por “perfecta casada”: una ejemplar madre de familia que supo al enviudar sacar a ésta adelante y administrar su fortuna tan bien o mejor de lo que lo había hecho su difunto esposo. De haber sido consecuente con sus críticas iniciales, la segunda parte del discurso debería haber puesto como ejemplo a la Lozana Andaluza o a la Monja Alférez, prototipos de mujeres liberadas. 
 
Viene todo esto al hilo de dos excelentes poemarios caídos últimamente en mis manos, ambos de sendas poetisas de diversa edad y condición, pero que tienen en común el escribir una poesía que ningún adjetivo puede rebajar, y es que, como ya dije alguna vez, en el pérfido mundo de la crítica literaria, a la mujer se la solía disminuir por el género y al hombre por la geografía, cuando no últimamente por la raza, que es como las feministas han llegado a borrar del mapa a Shakespeare por ser hombre, ser blanco y estar muerto. Yo no sé si alguna de estas dos poetisas es feminista; lo que sí sé es que no lo es su poesía, que es poesía sin más, poesía sin adjetivos.
 
Una, Julia Uceda, está dentro de la tradición de la poesía social y de la poesía moral del llamado “páramo”, sobre la que tiene la ventaja de un mayor caudal de lecturas y de la inmersión cultural en las literaturas anglosajonas, y a través de ellas, en las de otras lenguas, concretamente del Extremo Oriente. Hace muchos años, cuando éramos jóvenes, el bibliófilo sevillano don Miguel Romero Martínez la llamaba “Musmé del jardín de nácar” o algo parecido, y desde luego la forma poética que más cuadra con su delicada menudencia es el hai-kai, hai-ku o como se diga. Pero las apariencias engañan, y en vez de aprender el rito del té o el arte de las flores, aquella “musmé” se empeñó en hacerse bachillera y licenciada y doctora para profesar aun más a Occidente, en los potentes y grandes Estados Unidos. Su tesis fue sobre el malogrado poeta montañés José Luis Hidalgo, autor de un único libro titulado Los muertos, poeta a cuya devoción uniría la de otro montañés, José Hierro, y de hierro sería la armazón poética de tan frágil y delicada porcelana. A las posibles influencias de esos años se unirían las muy inmediatas de Thomas Merton, cuya amistad compartió con Manuel Mantero, o Kenneth Rexroth.
 
La atracción de las brumas hiperbóreas -Michigan, Irlanda, Galicia– y la posible seducción de los mitos celtas no le hicieron olvidar sus auténticos orígenes y codirige La barca de loto y al frente de su Zona desconocida estampa una bella cita del poeta japonés del siglo XIV Daito Kanushi, un hai-kai por cierto. Hay en el libro un poema que no tengo más remedio que destacar, pues es una reflexión ante los soldados que van a la guerra, una reflexión que es una imprecación a un Dios en el que no creo que crea demasiado y al que por lo pronto se le da la espalda. Algunos de estos soldados norteamericanos tienen nombres hispanos, y eso es lo que debe de haberla movido a escribir el poema; al menos fue el apellido español de un caído de esa nación lo que me movió a mí a escribir mi elegía. Pero ahí acaban las analogías, pues la poetisa piensa además en las víctimas de la guerra, como “la niña de Bassora… que pregunta: Dios,¿dónde están mis pies? …¿Quién se ha llevado mis pies?”. Una pregunta semejante debió de hacerse Irene Villa y más de uno de los mutilados de la Cafetería Rolando. 
 
También algo viajera ha salido la portuense Inmaculada Moreno, pero las únicas citas de su libro Igual que lava oscura son de poetas nacionales, a saber: su paisano Alberti, el bilbaíno Otero y el cacereño Valverde. Si la Uceda nos está dando un testimonio del mundo que la rodea, los poemas de la Moreno son pozos oscuros de su mundo interior en los que ella sabe poner claros de luna y macetas de aspidistras. Si entre estos ornamentos no cae en sensiblerías propias de su sexo es porque para ella el poema “es una arquitectura de emociones / que utiliza palabras / y fría inteligencia”. Pero aun así no tiene más remedio que registrar el paso del tiempo “como un río de lava oscura” y ver en el dolor un “volcán de sangre y hierro” por mucho que trate de aislarlo “sobre un cristal y al microscopio, / como un experimento.” El que Inmaculada se haga preguntas terribles no es incompatible con su afirmación de la vida que la rodea, de la que extrae sus grandes instantes de felicidad, a la vez que crea las cosas al nombrarlas como antes que ella había hecho “un Dios adolescente”.  
 
Muy distintas son entre sí como puede verse estas dos poetisas, pero no son de las que dejan indiferente al lector. Cada una de ellas impresiona a su manera, y lo que yo les veo en común es que no son encasillables en lo que en la jerga del momento cabría denominar “poesía de género”.

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