Así lo contó Hilaire Belloc

Juana de Arco, la amazona de Dios

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HILAIRE BELLOC
 
Finalmente, la semana de Pentecostés, después de que había pasado un año desde la captura de Juana y cuatro meses de permanencia en el horrendo calabozo, el miércoles 23 de mayo, al atardecer, el padre Pedro Mauricio, que también había tomado parte en el proceso, fue a hablar con ella, haciendo apelación a su lealtad para con Dios y su honor de soldado, exhortándola, con muy buenas razones, a fin de que reconociese la autoridad del tribunal y se sometiese de buen grado a ella.
 
Puede ser que este clérigo no mintiese en lo hondo de su conciencia y que realmente pensase que Juana se hallaba en un error, a cuya abjuración él la incitaba piadosamente, deseando ahorrarle el suplicio de la hoguera. Durante toda esta horrible noche, Juana reflexionó sobre las palabras del sacerdote, esperando el nuevo día.
 
El jueves 24 de mayo, por la mañana, se pusieron a preparar la ceremonia pública que se conoce en los procesos eclesiásticos con el nombre de “abjuración”. En ella, cuando el acusado se retractaba, salvaba su vida, y era de práctica ofrecerles a todos esa posibilidad de evitar el suplicio final. Tales eran las disposiciones y usos inviolables y no había más que conformarse en practicarlos según la norma; pero esto mismo preocupaba a los enemigos de Juana, que temían verla aceptar la abjuración y, por lo tanto, escapar a la muerte que le deseaban.
 
Mas el obispo Cauchon tenía bien aprendido su papel y sabía que si lograba arrancar a Juana la menor confesión de brujería, tanto ella como el rey quedarían cubiertos de ignominia, y con ello tendría el indispensable pretexto de arrojarla a la hoguera consiguiendo los dos fines perseguidos: después de destruir su prestigio, llevar a cabo su venganza aniquilándola corporalmente.
 
Existe en la ciudad de Ruan una gran iglesia llamada de San Ouen, y cerca de ella un cementerio, que se extiende sobre un amplio espacio, situado hacia el extremo este de la misma. En aquel lugar elevaron un patíbulo, al que fue llevada Juana para que pudiera ser vista por la muchedumbre.
 
Una vez en la plataforma del cadalso, la hicieron sentar ante una especie de pupitre y le leyeron una larga y profusa relación de sus errores y de sus crímenes de herejía y de hechicería, con el fin de que, después de haberla oído por partes, fuese diciendo si se retractaba o no de las inculpaciones. Pero Juana no comprendía bien todo aquello.
 
Un cierto Erard, a quien los jueces habían encomendado esa función, leyó entonces a Juana una pequeña nota, no más larga que un Padrenuestro, de unas ocho líneas más o menos, en la cual, según se supone, se le proponía efectuar una confesión en términos generales y una abjuración de sus errores. Al mismo tiempo le prometieron de palabra, pues se cuidaron mucho de no ponerlo por escrito, que si se avenía a firmar aquello y a vestirse nuevamente de mujer, como prueba de que estaba dispuesta a enmendarse, la quitarían de su abominable prisión y por lo tanto del poder sus abyectos carceleros. Del mismo modo sería librada de grillos y cadenas, como era su derecho, aunque se lo hubieran negado, y alojado en la cárcel episcopal, custodiada por mujeres, tal como lo disponía el derecho canónico. [El quinto de los doce artículos en que constaba la acusación, a cuál más antojadizo y alevoso, se refería a la indumentaria masculina que Juana llevaba y que los inquisidores decían que no tenía derecho a ello, “según el Deuteronomio, bajo pena de merecer la abominación de Jehová”].
 
Juana firmó el papel, mas al hacerlo se extendió sobre sus labios una sonrisa cuyo sentido nadie fue capaz de desentrañar.
 
Cuando la multitud vio que había firmado, todos cuantos le tenían compasión se regocijaron viendo que, con ello, había escapado a la hoguera. Otros, en más pequeño número, que seguían teniéndola por santa, mostráronse afligidos; pero el grueso de la chusma y sobre todo los señores ingleses y su soldadesca mostrábanse terriblemente encolerizados ante la idea de que Juana se les iba de las manos. Sobrevino un gran tumulto, empezaron a llover las piedras y Juana fue llevada de allí.
 
El obispo Cauchon, traicionando sus deberes y su promesa, no la hizo conducir a la cárcel eclesiástica, ni la privó de las cadenas, ni la confió a la custodia de mujeres, sino que la hizo llevar de nuevo a la mazmorra del torreón feudal, cargada de hierros, dándole por carceleros a los mismos esbirros, por horror a los cuales ella había firmado. Fueron estos mismos quienes le dieron vestidos de mujer, que Juana se puso, quedando desde aquel instante a merced de tales bárbaros.
 
Al día siguiente se presentaron algunos sacerdotes en el patio del castillo, para someterla a un nuevo interrogatorio, pero fueron acogidos con denuestos por los mercenarios de Warwick, quienes los trataron de falsos armañacs, acusándolos de haber salvado a la bruja de la hoguera. Estos sacerdotes ignoraban, por aquellos días, que el obispo Cauchon, contestando a los reproches que le hicieran los lores, había exclamado: “No se nos escapará”.
 
En la mañana del domingo, Juana, queriendo levantarse, dijo a sus carceleros: “Quitadme estas cadenas para que pueda levantarme y vestirme”. Y uno de ellos retira los vestidos de mujer que estaban allí, sobre la yacija, y le muestra, metidas en un saco, las mismas ropas de hombre que ella había llevado hasta la abjuración y luego se las arroja sobre la cama sacudiendo la bolsa. Viendo que no le daban otras, Juana rehusó levantarse, diciendo: “Sabéis bien que esto me fue prohibido”.
 
Hacia el mediodía, no pudiendo resistir más acostada, optó por ponerse la ropa de varón.
 
Cuando se supo al día siguiente que había vuelto a vestirse de hombre, ocho de los jueces vinieron a interrogarla sobre el motivo de tal desobediencia, advirtiéndole que por ello sería declarada relapsa, a lo que Juana respondió que había sido compelida a obrar así por la presencia de tales sujetos, sus guardianes; y con el semblante desfigurado por muchas y muy amargas lágrimas, les contó los ultrajes que con su cuerpo habían querido hacer y les reprochó su falta de palabra.
 
Al otro día, martes, el obispo Cauchon convoca a su tribu [sic, ‘tribe’ en el original, N. del T.], y juntos condenan a Juana, por apóstata y relapsa, a ser entregada al brazo secular para morir quemada al día siguiente muy temprano.
 
Y en las primeras horas de la mañana del día siguiente, que era miércoles, treinta de mayo del año de Nuestro Señor mil y cuatrocientos treinta y uno, dos frailes dominicos, que habían asistido al proceso, presentáronse a Juana para anunciarle que tenía que morir y el género de muerte a que había sido sentenciada.
 
Ante tan terrible novedad Juana se puso a llorar convulsivamente y a exhalar hondísimos gemidos. Dando muestras de gran desesperación se torcía las manos y se arrancaba los cabellos gritando que prefería morir siete veces decapitada antes que entregar a las llamas su cuerpo impoluto e intacto.
 
En este momento el miserable obispo Cauchon se presenta en el habitáculo que Juana ocupaba en la torre, y ésta, al verlo, le dice: “Obispo, vos sois el causante de mi muerte. Si me hubieseis mandado a la cárcel eclesiástica, con mujeres que me guardasen, como era mi derecho, esto no hubiera sucedido. ¡Por eso apelo de vos ante Dios, el Juez Supremo!”.
 
Alguien le preguntó si, a tales alturas, no estaba dispuesta a admitir que sus Voces la habían engañado, puesto que ahora no venían a liberarla.
 
Desde lo hondo de su amargura Juana tal vez murmuró un “sí”, o quizás contestó con una palabra cuya intención ella sola sabía; nosotros no podemos decirlo, pues sobre esto es muy confuso el testimonio que nos ha llegado.
 
Se había hecho presente la hora del diablo y se habían desatado los tenebrosos poderes. Pero una cosa era cierta: Juana había oído a sus Santas reprocharle el haber firmado, y tales reproches la hacían arrepentirse de haberlo hecho así. [Las santas que oía Juana eran santa Catalina y santa Margarita; dicho sea de paso, el artículo décimo de la acusación a “la doncella de Orleans” de herejía y hechicería aseguraba que era “transgredir los preceptos de la caridad” el afirmar que las santas Catalina y Margarita no hablaban inglés].
 
Cualquiera que haya sido la respuesta de Juana sobre este punto, los inquisidores dejáronse doblegar sobre el de la comunión, que, desde tanto tiempo atrás, le venían negando. No la dejaron oír misa, por la que tanto había suspirado durante aquel largo período de abandono, pero le fue permitido recibir el cuerpo del Señor.
 
La hicieron vestir una larga túnica blanca, y luego la hicieron subir a una carreta, acompañada del fraile dominico que habría de asistirla hasta el final.
 
Cuando ascendía, exclamó, dirigiéndose a Pedro Mauricio, que se encontraba allí:
 
- “Maese Mauricio, ¿dónde estaré esta noche?”.
 
A lo que éste contestó:
 
- “¿No tienes esperanza en Dios?”.
 
Y Juana repuso:
 
- “Sí, la tengo. Hoy mismo estaré en el Paraíso”.
 
Doscientos hombres, armados de picas y bastones, fueron destinados a escoltar la carreta, rodeándola durante la marcha, mientras el pueblo se agolpaba por todas partes.
 
Despaciosamente, el cortejo fue abriéndose paso a través de la muchedumbre en dirección a la plaza del Mercado. Juana, que iba mirando la ciudad mientras pasaba, dijo:
 
- “¡Oh, Ruan, Ruan!... ¿Es verdad que yo voy a morir aquí y que tú serás mi última morada?”.
 
Al fin llegaron a la plaza del Mercado, donde los esperaba un enorme gentío compuesto por varios miles de almas.
 
En medio de la plaza, un poco hacia el Poniente, había un alto montón de yeso endurecido, que tenía casi la consistencia de la piedra. En su cima enclavaron un fuerte poste y todo alrededor habían amontonado haces de leña.
 
Después de haber oído el sermón que le dirigieron, Juana subió pisando los haces, sin dar muestra alguna de flaqueza, y fue atada al poste.
 
Desde allí, dominando con la vista todo el concurso, perdonó a sus enemigos y rogó que cada uno de los sacerdotes que se hallaban presentes entre el gentío rezase una misa por el reposo de su alma.
 
Luego pidió una cruz. Un soldado inglés ató dos palos, cruzándolos, y se los dio. Ella tomó la cruz así formada, la besó y la metió en el pecho, bajo la blanca túnica. Pero siguió pidiendo un crucifijo. Alguien le trajo uno de la iglesia próxima y se lo alcanzaron. Juana lo tomó y lo besó con fervor, mientras los lores ingleses protestaban, dando grandes voces, contra estas demoras.
 
Finalmente prenden fuego a la pira y se oye a Juana, ya envuelta por el humo, proclamar con energía que su misión había sido un verdadero mandato de Dios, y elevar en seguida invocaciones a los santos. Al cabo de algunos instantes se oye de nuevo su voz, alzándose en medio de la hoguera, clamando por el Santo Nombre de Jesús, y la voz era tan fuerte que la oyeron hasta los que estaban en los extremos límites de la plaza.
 
Después todo quedó en silencio, no oyéndose otro ruido que el crepitar del fuego.
 
Cuando todo acabó, ordenaron que fuesen mostradas las cenizas a fin de que todos pudiesen comprobar que estaba bien muerta. Pero ante el temor de que sus restos pudiesen ser venerados, mandaron a los soldados que los tiraran a las aguas del Sena.
 
Y ellos arrojaron al río las cenizas de esta doncella, y con ellas su corazón, que las brasas no habían podido consumir...

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