La política del sentido común

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En una ocasión, un amigo cubano, el novelista Juan Arcocha, me dejó un libro de ensayos del argentino Ernesto Sábato. Al cabo de unos días se lo devolví y él me preguntó que qué me había parecido. Le contesté: - Le sobra sentido común y le falta sentido del humor.
 
Algo de esto habría que decir de muchos ensayistas de la cuerda de Sábato que sería prolijo enumerar. En Francia tenían a Aron; en España teníamos a Marías, dos ensayistas sin sentido del humor. Antes tuvimos a Balmes, “filósofo del sentido común”, o del seny, que decimos en el Principado, pero en este paraje prefiero dejarle la palabra a Unamuno que, gran lector de Balmes en su primera juventud, no era capaz luego de volverlo a leer. “Cuando lo he intentado - escribía - me ha saltado al punto a la vista la irremediable vulgaridad de su pensamiento, su empacho de sentido común. Y el sentido común es, como dicen que decía Hegel, bueno para la cocina. Con sentido común no se hace filosofía.”
 
A esa filosofía del sentido común oponía Unamuno la filosofía de la paradoja, idea que recogía de una memoria presentada por G. Vallati en un Congreso científico celebrado en Ginebra en 1902. He aquí el párrafo de esa memoria que cita Unamuno: “La paradoja es siempre el efecto de una definición más exacta de los conceptos, definición que introduce el desacuerdo entre esos conceptos y la significación equívoca del término correspondiente en el lenguaje común.”
 
La forma política por excelencia de la filosofía del sentido común es la democracia, pues el sentido común nos dice que el gobierno ideal es el que encarna la voluntad de la mayoría, el sentir de la mayoría, y el sentir de la mayoría es el sentido general de la comunidad, el sentido común.
 
Sin entrar por ahora en la técnica de fabricación de mayorías, y aun dando por auténticas esas mayorías y por legítimas esas técnicas, hay que decir que una cosa es un gobierno inspirado por el sentido común y otra muy distinta un gobierno ordenado al bien común. Y aquí es donde la ciencia o el arte de la política rompe con el sentido común y entra de lleno en el reino de la paradoja. La propia política del sentido común es en sus resultados el colmo de la paradoja pues, en nombre de la igualdad y de la cantidad, sacrifica los derechos naturales de la mayoría a los derechos políticos de una minoría. Es decir, que para que una serie de sujetos con vocación política puedan “realizarse”, tienen que sacrificar esos ciudadanos esos derechos y esas libertades que solían distinguir al hombre civilizado del cavernícola cuadrumano o cuadrúpedo. Cuando uno de esos derechos resulta atropellado, nunca falta un político que explique a la afición que ese es el precio que hay que pagar por la libertad. Naturalmente se refiere a esa libertad de que tan buen uso hace él para hacer carrera en la política.
 
Entre los derechos naturales y los llamados derechos humanos existen ciertos parecidos, pero no hay que confundirlos. Los derechos naturales no están codificados o, mejor dicho, son anteriores a todo derecho positivo y su titular es el hombre por el mero hecho de haber nacido o de ir a nacer. Los derechos humanos están consignados en una Declaración Universal y su titularidad suele ser harto discriminatoria. Por ejemplo, el derecho a no ser sometido a torturas o a penas o tratos crueles, degradantes o infamantes se reconoce entre otros a los miembros de bandas armadas que tengan la mala suerte de caer en manos de la Policía, pero aún no sé de ningún caso en que se le haya reconocido a la víctima de secuestro o asesinato a mano de esas bandas armadas. Por eso a mí nadie me apea de la paradoja de que no es sanguinario un régimen que fusila o ahorca a unos asesinos, sino el régimen que da a esos asesinos toda suerte de facilidades para el desempeño de su profesión.

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