Un hallazgo que cambia la Historia

La primera máquina de vapor fue española: Jerónimo de Ayanz

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Ni inglesa, ni francesa ni alemana: la primera patente de una máquina de vapor moderna, aquel invento que desencadenaría la revolución industrial, fue española. La registró en 1606, con otro medio centenar de inventos, el militar y político navarro Jerónimo de Ayanz y Beaumont, Administrador General de las Minas del Reino. No sólo la patentó, sino que además la aplicó. Era la época de Galileo, un tiempo vibrante para la ciencia. Cuando el inglés Savery patente su máquina de vapor, en 1698, lo hará sobre las ideas de don Jerónimo. Es una historia que vale la pena contar. De paso, borraremos muchos tópicos sobre el atraso científico de la España barroca.

Podemos empezar nuestra historia con una curiosa estampa. Estamos en Valladolid, el 2 de agosto de 1602. Felipe III y su corte se han desplazado a orillas del Pisuerga para asistir a un espectáculo sorprendente: un hombre va a sumergirse hasta tres metros de profundidad. El hombre está embutido en una extraña vestimenta. Desaparece bajo el agua. Pasa el tiempo. El rey se inquieta. Durante una hora, los asistentes permanecen con el corazón encogido por la incertidumbre: ¿Habrá muerto? Finalmente, el buzo sale a la superficie: vivo y contento. Acaba de inventarse el primer traje de buzo registrado en España. Los asistentes aplauden al inventor: don Jerónimo de Ayanz, 49 años, caballero, militar y hombre de ciencia.

Hoy pocos saben quien fue Jerónimo de Ayanz y Beaumont, pero en su época, a caballo entre los siglos XVI y XVII, fue una auténtica celebridad. Lo fue, ante todo, en el campo militar. Nacido en 1553, de familia noble, había empezado su carrera como paje de Felipe II. Dotado, según las crónicas, de una fuerza descomunal, había combatido en Túnez, San Quintín, Flandes, Portugal, las Azores, La Coruña… Había desmantelado una conjura francesa para asesinar en Lisboa a Felipe II. Lope de Vega le dedicaría unos versos en su comedia Lo que pasa en una tarde. Dicen así:

“Tú sola peregrina no te humillas / ¡oh Muerte!, a don Jerónimo de Ayanza (…) / Flandes te diga en campo, en muro, en villas / cuál español tan alta fama alcanza. / Luchar con él es vana confianza / que hará de tu guadaña lechuguillas.”

Ayanz, caballero de la Orden de Calatrava, desempeñó importantes cargos públicos: regidor de Murcia y gobernador de Martos, Felipe II le nombró en 1587 administrador general de las minas del Reino, es decir, gerente de las 550 minas que había entonces en España y de las que se explotaban en América. Pero, además, don Jerónimo fue músico, pintor, cosmógrafo, empresario y, sobre todo, inventor. En 1606 se le reconoció la patente (“privilegio de invención”, se llamaba entonces) de medio centenar de inventos. Entre ellos, la primera máquina de vapor.

El falso atraso de la España barroca

Antes de explicar el invento de Ayanz conviene deshacer un tópico que ha falseado nuestra Historia: la España de los siglos de oro no fue un país atrasado en lo científico. Es verdad que, en 1558, Felipe II había prohibido a los españoles estudiar o enseñar en universidades de países que estuvieran en guerra con España. El asunto suele despacharse con una acusación de “oscurantismo” al rey y a la Iglesia, pero el motivo de aquella prohibición no era cultural o religioso, sino militar: había que impedir que el enemigo adquiriera los conocimientos españoles sobre náutica, cosmografía o armamento. El desarrollo de la ciencia y la tecnología estaba ligado a los fines militares; casi todos los trabajos debían ser secretos.

Esa situación produjo un aislamiento de España respecto a la ciencia que se hacía en el resto de Europa, pero precisamente por eso Felipe II creó, a propuesta del arquitecto Juan de Herrera, la Academia de Matemáticas de Madrid en 1583. Hoy sabemos que la actividad científica de España en esos siglos fue intensa. Conocemos los inventos de Juanelo Turriano y Blasco de Garay, o la expedición de Francisco Hernández. Empezamos a conocer también, gracias al catedrático de Valladolid Nicolás García Tapia, los numerosos estudios tecnológicos de la época y los nombres de sus autores: Zubiaurre, Lobato, Lastanosa. ¿Por qué este trabajo fue, después, tan silenciado? Hoy tiende a pensarse que el tópico del “atraso” obedece más bien a la escasa formación tecnológica de los historiadores posteriores, que no supieron valorar la importancia de los datos custodiados en los archivos. El hecho es que no hubo tal atraso.

La investigación tecnológica en España fue fruto directo de las exigencias del poder: un país que dominaba medio mundo, continuamente tenía que ofrecer respuestas técnicas a desafíos concretos. En el caso de don Jerónimo, ese desafío nació de su gestión al frente de las minas del Reino: había que aumentar su rentabilidad y solucionar problemas que iban desde la limpieza de los metales hasta los impuestos sobre los proveedores, pasando por el desagüe de las explotaciones inundadas por las lluvias. El propio Ayanz, hombre práctico, se lo expuso a Felipe III en un memorial donde venía a proponer lo siguiente:

 “Se deben dar exenciones y libertades a los que registren las minas, como se hacen en otros reinos donde las minas son más pobres que las españolas. Está comprobado que España es más rica en minas de oro, plata y otros metales que ningún otro reino de la Cristiandad, por lo que no es necesario importarlos. (…) La salida de España de los expertos alemanes sin que adiestrasen a los españoles ha sido la causa de que no funcionen correctamente los ingenios de las minas. (…) Es necesario nombrar jueces honrados que conozcan el funcionamiento de la minería, y que las apelaciones se hagan ante el administrador general de las minas y no ante otra instancia. Que no se les obligue a pagar a los dueños de las minas diezmos sobre los salarios de los trabajadores. (…) Hay que moderar el rigor de las leyes y pragmáticas referentes a las minas. Hay que modificar, en particular, los puntos referentes a los impuestos, que deben ser más bajos y facilitar la privatización de las minas reales. (…) Solamente en el caso de que no se encuentren particulares para la explotación de las minas de interés, debe hacerse cargo de ello la Hacienda Real.”

El vapor

Como se ve, don Jerónimo era un firme defensor de la iniciativa privada. Pero fue esa otra cuestión del desagüe, tan vital, la que le condujo a su invento. Las minas de la época tenían dos problemas serios: la contaminación del aire en su interior y la acumulación de agua en las galerías. Inicialmente, Ayanz inventó un sistema de desagüe mediante un sifón con intercambiador, haciendo que el agua contaminada de la parte superior, procedente del lavado del mineral, proporcionara suficiente energía para elevar el agua acumulada en las galerías. Este invento supone la primera aplicación práctica del principio de la presión atmosférica, principio que no iba a ser determinado científicamente hasta medio siglo después. Y si este hallazgo es realmente prodigioso, lo que eleva a Ayanz al rango de talento universal es el empleo de la fuerza del vapor.

La fuerza del vapor de agua era conocida desde tiempos remotos. El primero en utilizarla fue Herón de Alejandría, en el siglo I. Mucho después, en el siglo XII, consta que en la catedral de Reims había un órgano que funcionaba con vapor. Los trabajos sobre la materia prosiguieron tanto en España como en Francia e Inglaterra. Lo que se le ocurrió a Ayanz fue emplear la fuerza del vapor para propulsar un fluido (el agua acumulada en las minas) por una tubería, sacándola al exterior en flujo continuo. En términos científicos: aplicar el primer principio de la termodinámica –definido un siglo después- a un sistema abierto. Además, aplicó ese mismo efecto para enfriar aire por intercambio con nieve y dirigirlo al interior de las minas, refrigerando el ambiente. Ayanz había inventado el aire acondicionado. Y no fue sólo teoría: puso en práctica estos inventos en la mina de plata de Guadalcanal, en Sevilla, desahuciada precisamente por las inundaciones cuando él se hizo cargo de su explotación.

Don Jerónimo inventó otras muchas cosas: una bomba para desaguar barcos, un precedente del submarino, un traje de buceo (ese que veíamos al principio de nuestra historia), una brújula que establecía la declinación magnética, un horno para destilar agua marina a bordo de los barcos, balanzas “que pesaban la pierna de una mosca”, piedras de forma cónica para moler, molinos de rodillos metálicos (se generalizarían en el siglo XIX), bombas para el riego, la estructura de arco para las presas de los embalses, un mecanismo de transformación del movimiento que permite medir el denominado “par motor” es decir, la eficiencia técnica, algo que sólo siglo y pico después iba a volver a abordarse… Hasta 48 inventos le reconocía en 1606 el “privilegio” firmado por Felipe III. Decía así:

 “Y nos, superintendentes, que atento al trabajo, estudio y industria que habéis puesto en declarar y apurar los ingenios, trazas e invenciones, por la orden y forma contenida en la declaración y dibujos que aquí van insertos y declarados, tan útiles y necesarios a nuestro servicio y al bien público, fuésemos servido de daros y concederos nuevo privilegio para que vos y vuestros sucesores, y no otra persona sin licencia vuestra o suya, puedan usar de ella, o como la nuestra merced fuese. Lo cual, visto en el nuestro Consejo de la Cámara, habemos tenido por bien, y por la presente damos licencia y facultad a vos, el dicho don Jerónimo de Ayanz, para que por tiempo de los veinte años siguientes, siendo las dichas invenciones, ingenios y máquinas nuevos en nuestros reinos, podáis usar y uséis de ellas, so pena que cualquier otra persona o personas que sin tener vuestra licencia o de quien vuestro poder hubiere, durante el dicho tiempo hiciere o usare de los dichos ingenios o trazas de cualquiera de ellas, incurra por el mismo caso y hecho, cada vez que los hiciere, en cincuenta mil maravadís de pena y el arte perdido.”

Ayanz murió demasiado pronto para gozar de esos veinte años de patente. Desde 1608 se había dedicado a la explotación privada de un yacimiento de oro cerca de El Escorial y a la recuperación de las minas de Guadalcanal, las mismas donde había aplicado por primera vez en el mundo una máquina de vapor. Pero enfermó gravemente. El 23 de marzo de 1613 moría en Madrid. Sus restos se trasladaron a Murcia, la ciudad que había gobernado. Hoy están inhumados en su catedral. Mientras tanto, la técnica del vapor siguió su camino. El inglés Somerset, sobre los trabajos de Ayanz, diseñó una máquina que a su vez le será copiada por el también inglés Savery y que se aplicó igualmente a la minas. El francés Papin, el alemán Leibniz, el inglés Newcomen… esos son los nombres del camino que lleva a la máquina de vapor atmosférica en 1712, antes de la máquina de Watt con condensador incorporado. Así empezaría la revolución industrial.

Don Jerónimo de Ayanz y Beaumont fue uno de los mayores talentos de la historia de España. En muchos de sus planteamientos se adelantó dos siglos al nivel tecnológico de su tiempo. Algunos de sus inventos se hicieron de uso común; otros tendrían que esperar siglos para ser llevados a la práctica, porque no se contaba con los materiales adecuados ni se conocía bien el principio científico que los animaba. En todo caso, su obra habría sido imposible si la España de los siglos de oro no hubiera poseído un nivel científico muy superior al que la historia convencional nos cuenta. Y a don Jerónimo hay que recordarle como lo que fue: un verdadero genio.

 
 

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