¡No matemos de nuevo al padre!

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Hace ya bastantes años –andaríamos por 1995 o así-, Johnny Depp pagó una fortuna por cierta gabardina que había pertenecido a Allen Ginsberg, gran tótem de la Beat Generation. Estaba en boga por entonces la expresión “Generación X”, jóvenes occidentales crecidos ya en la época de los videojuegos, instalados en la fragilidad sentimental y abocados, por imperativo de la globalización, a la maldición de los contratos-basura. La Generación X era, además, una generación huérfana: sin padres, sin referentes, sin certidumbres sólidas. Y como, cuando ya no existen verdaderos padres, hace falta mitificar algún tipo de sucedáneo, a alguien se le ocurrió que Ginsberg -también Kerouac- podía desempeñar pasablemente tal función.
 
Ahora bien: ¿cómo es que Occidente se ha quedado sin padres? Algo así habría resultado inconcebible en cualquier sociedad tradicional. Allí, el padre es el depositario de las tradiciones y está iniciado en la sabiduría secreta de su pueblo. Y, en un sentido simbólico, el arquetipo del padre constituye uno de los pilares básicos del universo social: el padre es el maestro espiritual, el sacerdote, el sabio, el chamán, el lama, el staretz, el santo. Sin embargo, Occidente decidió seguir un camino radicalmente opuesto. Desde el siglo XVI, la cultura occidental emprendió un largo proceso de progresiva rebelión contra el padre. Y, ¿qué nueva figura lo habría de sustituir? La respuesta es obvia: la del adolescente rebelde, autosuficiente, afectado de esa hybris –orgullo, exceso- que horrorizaba a los griegos. Los medievales se remitían, como figuras paternas fundacionales, a los Padres del Desierto, a los Padres de la Iglesia y a San Benito de Nursia. Pero el mundo moderno eligió el camino del parricidio, y en Giordano Bruno personifica la figura del adolescente espiritual, inquieto heterodoxo que, en nombre de su nueva y ambigua diosa –la Libertad-, se considera liberado del vínculo con el padre y de la autoridad que éste representa. Algunos años después de Bruno, el impetuoso Galileo se enfrentará a la autoridad papal como el hijo turbulento que no entiende la prudencia del padre y que incluso se burla de ella.
 
Pasó el tiempo y, en el universo de la cultura occidental, la muerte del padre se fue consumando de una forma cada vez más completa. La Ilustración demoniza al Medievo, al Papa y a la Iglesia. La Revolución Francesa –esa gran revuelta adolescente- guillotina al Padre-Rey. Décadas después, el hijo Darwin niega la autoridad del Padre bíblico. A continuación, Nietzsche declara que Dios –el gran padre- ha muerto, y Nietzsche describe la muerte del padre –ese gran castrador: véase el caso de Kafka-, deseada por el inconsciente del hijo. El padre… ese gran enemigo, ese gran problema. El sueño: un mundo sin padres, paraíso de la libertad originaria y reino de la auténtica felicidad. El mundo de los niños de Truffaut y de los universitarios franceses del 68, que tanto detestaban al Padre De Gaulle. También el edípico Pasolini soñó esa utopía del mundo sin padres: el padre odioso es el Sistema, el Capitalismo, la Policía, la Banca, la Iglesia. Por su parte, John Lennon bosquejó su propia utopía sin padres en Imagine. Y, en fin, la idea sedujo también a muchos otros en aquellos años en los que Saturno fue arrollado por las hordas juveniles de Urano. Pues, siendo sinceros, ¿quién no ha fantaseado alguna vez con experimentar la existencia paradisíaca de Pippi Calzaslargas en Villa Kunterbunt, viviendo a su arbitrio y liberada de la vigilancia de padres y demás adultos fastidiosos?
 
Sobre padres y árboles
 
El resultado… el resultado, sin embargo, ha sido mucho menos brillante de lo que se esperaba. Los jóvenes del 68 ya no quisieron ser padres de sus hijos, con lo que, como es lógico, los dejaron espiritualmente huérfanos, víctimas de la más espantosa desorientación, entregados a la melancolía y a perniciosas dinámicas psicológicas, como la Audrey Hepburn de Desayuno con diamantes. De ahí surgió después la Generación X, la cleptómana Winona Rider, la neurótica Ally McBeal. De raíces similares arranca también toda la filosofía posmoderna, narcisista hasta la náusea y obsesivamente dedicada al ejercicio de la masturbación intelectual. Ciertamente, la cultura contemporánea dispone también de una pléyade de personajes que, de algún modo, funcionan como figuras paternas: Darwin, Nietzsche, Freud, Einstein, Heidegger, Jung, Hesse, Borges, Don Juan Matus, Albert Hoffman, el Dalai Lama, Paulo Coelho. Sin embargo, ninguno de ellos supera el nivel del sucedáneo. No negamos el mérito que a cada uno de ellos le corresponda. Pero ninguno es un auténtico padre.
 
Un padre auténtico, un padre de verdad, podría compararse con un árbol grande y añejo. Las raíces profundamente hundidas en el suelo; el tronco, recio y sólido; las ramas, vigorosas, sostienen un frondoso follaje. El árbol siempre está en el mismo sitio. No nos persigue ni nos agobia. No pretende llevarnos de la mano a todas partes. Podemos alejarnos libremente de él. Pero nosotros –los hijos- sabemos que él siempre va a estar en el mismo sitio. Majestuoso, pero a la vez acogedor. Fuerte y tranquilo, sabio y firme. Bajo las ramas de un padre así, el hijo se siente feliz, crece y madura. Siguiendo su propio camino, explorando el mundo, pero contando siempre con la referencia estable de un padre que, simplemente estando ahí, ya lo está haciendo casi todo.
 
El drama de nuestra civilización reside en que conspira continuamente para destruir estos árboles e impedir que en lo sucesivo reaparezcan. Cree que, así, va a ser “más libre”; pero, en realidad, se está condenando a una eterna inmadurez. Busca a veces gurúes orientales –sucedáneos del padre-, como, en su día –allá por 1967-, los Beatles con el Maharishi Mahesh Yogi: con demasiada frecuencia, gurúes de pacotilla. En cambio, no soporta la presencia del padre auténtico. En vez de bajo la sombra frondosa de un árbol, elige vivir a la intemperie. Y, así, el individuo occidental se cierra a sí mismo el camino que lo llevaría a convertirse él mismo también, algún día, en un gran árbol.
 
Ya lo hemos hecho demasiadas veces. ¡No matemos de nuevo al padre!

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