Irlanda vota "no". ¿Y usted?

A la Europa de los políticos le falta grandeza

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JOSÉ JAVIER ESPARZA
 
Como la Constitución Europea se topó con el rechazo de buena parte de los ciudadanos, la burocracia de Bruselas y la casta política continental decidieron cambiar de estrategia, que no de proyecto, y pergeñaron el Tratado de Lisboa, suscrito sólo por los gobiernos sin intervención del pueblo, ese pelmazo. Pero los irlandeses, gente extraña, decidieron someter a referéndum también el Tratado, y el resultado ha sido que, pese a la propaganda favorable de los políticos irlandeses, la gente ha votado que no.
 
El “no” irlandés
 
Y ahora, ¿qué? Ahora, nada: el proyecto del Tratado de Lisboa, que es el mismo de la Constitución Europea, el mismo de la casta política de la UE, seguirá adelante. Los capitostes de la cosa –y muy en primer lugar los socialistas españoles- ya han dicho que el “proceso” no va a pararse “por un solo país”. Olvidan el pequeño detalle de que ese “solo país” es el único donde se ha permitido a los ciudadanos votar el “proceso”.
 
¿Por qué han votado que no –y, además, con cifras muy rotundas- los irlandeses? Declan Ganley, de 39 años, que ha sido uno de los grandes protagonistas de la campaña por el no, se lo explicaba de la siguiente manera al diario El país:
 
“Queremos devolver Europa a los pueblos y a la democracia. No podemos aceptar esta nueva transferencia de poderes a gente que no ha sido elegida y que no tiene que rendir cuentas a los electores. Es tremenda la arrogancia de algunos líderes, la presunción que tienen de que ellos saben lo que es bueno para los demás. ¿Qué se creen? En Irlanda sabemos leer. Este documento es la Constitución a la que franceses y holandeses dijeron en su día no. Es idéntica en un 96%. Han hecho algunos cambios para justificar que no se vuelva a los electores. Es inaceptable ignorar a la gente. (…) Somos proeuropeos. He votado sí en otros referendos. La Unión Europea sólo nos ha traído beneficios. Queremos seguir estando en el corazón de Europa. Pero éste es un documento antidemocrático. Crea un presidente no electo, un ministro de Exteriores no electo, no garantiza un comisario a todos los Estados miembros, y no se ha dado a los pueblos europeos la oportunidad de opinar”.
 
Falta grandeza
 
Está claro, pues. Había razones para el “no” irlandés. ¿Y todos los irlandeses que han votado “no” lo han hecho por tan racionales motivos? Es probable que no. Pero es que hay algo más, de más fondo. Algo que nos puede servir para explicar también por qué el “no” ganó en su día en Francia y Holanda, por qué el “sí” obtuvo un apoyo ridículo en España. Podemos explicarlo así: Europa se ha convertido en un mundo reacio a la decisión, al riesgo, a la Historia; al mismo tiempo, la decisión que nuestra casta política nos propone es igualmente pacata, medrosa, de talla histórica tan diminuta como todo lo demás. Falta grandeza; nos falta a los europeos y les falta a nuestros políticos. Todo nos da miedo. Pero, al mismo tiempo es como si, oscuramente, estuviéramos esperando que alguien nos abra de una vez el horizonte.
 
Europa está pagando las consecuencias de medio siglo de anulación deliberada de la propia voluntad. La Europa de la segunda posguerra mundial se construyó a sí misma bajo el imperativo de la culpa. Culpables, primero y ante todo, Alemania e Italia –también España, por supuesto, como Portugal-, por fascistas. Culpables, después, Francia y Gran Bretaña, Holanda y Bélgica, por colonialistas. Culpables, en fin, Rusia y sus forzados satélites, por comunistas. Ni un sólo país europeo ha dejado de pasar por el amargo trance del arrepentimiento público, por la obligada confesión de una culpa mayor: no sólo haber existido sino, además, haber querido dominar. En el fondo, a esa negación de sí puede remitirse la polémica sobre el camuflaje de las raíces culturales de Europa en el fenecido proyecto de Constitución: era tanto como recordar quiénes somos, es decir, exactamente lo que la Europa contemporánea quiere olvidar.
 
Pero esa sólo era una parte de la nueva situación. La otra parte era esta otra: a cambio de la confesión de culpa, a cambio de la anulación de la propia voluntad, a Europa se le prometía el paraíso en la tierra: la sociedad más rica, próspera, cómoda y protegida del mundo. Después de todo, no era mal negocio: abandonemos la propia voluntad de poder; ¿a quién le importa eso ya, puesto que hoy tenemos lo que queremos y, además, hay otros más fuertes con los que no podríamos rivalizar? Los americanos tienen las bombas y ponen los muertos –muy mayoritariamente, sus muertos. Nosotros podemos dedicarnos a seguir ordeñando la vaca mecánica de nuestros estados del bienestar, que nos proporcionan una vida envidiable. Tenemos más de lo que necesitamos, mucho más de lo que jamás hemos tenido. Todo lo demás es secundario.
 
Pero es que no, no es secundario. Europa se está muriendo de prosperidad, vale decir de obesidad moral. Ya no tenemos hijos, cada vez ignoramos más nuestra cultura, hemos sepultado en una montaña de dinero nuestra identidad. El discurso oficial nos adormece y pretende hacernos creer que todo eso es muy bueno: la felicidad, la paz, aquello por lo que tantos murieron; el fin de la Historia de Hegel y el “último hombre” de Nietzsche (Fukuyama lo vio bien). Sin embargo, el malestar se acentúa: en el fondo, no queremos reconocernos en ese proyecto que se nos brinda. No queremos reconocernos –y por eso votamos “no”- en esta tumba dorada que Bruselas nos propone.
 
Europa necesita que alguien la sacuda por las solapas. No será ningún caudillo, ningún césar mediático; esas figuras ya han dejado de ser de curso legal. Será probablemente, la propia Historia quien lo haga, con sus coerciones y sus desastres, con su feroz coacción: habrá que decidir. Para entonces será importante que alguien, probablemente sólo una minoría, haya guardado la memoria fresca y el espíritu en forma.

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