La verdad sobre el caso Federico

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Piense uno lo que piense sobre Federico Jiménez Losantos, las ideas que defiende y su manera de hacerlo, lo que debe quedar claro es que el juicio contra el periodista significa un retroceso para la libertad de expresión en España. Ni las ideas políticas ni el talante expresivo son materia que deba ventilarse en los tribunales. Sentar a Federico en el banquillo ha sido una cacicada. Único beneficiario: la casta política española y muy en primer lugar el Gobierno. Principal perjudicado: la libertad de los periodistas y, por extensión, la de los ciudadanos.
 
Dejemos algo claro: personalmente, yo rara vez estoy de acuerdo con Jiménez Losantos. Para empezar por lo más importante, yo no soy liberal, porque creo que el liberalismo es el principal responsable de los males que los propios liberales denuncian. Tampoco creo en la idea moderna de nación, con su aire jacobino, que ha sido superada por la propia civilización moderna (para bien o para mal). Ni creo que Europa deba rendir pleitesía a los Estados Unidos para redimirse de no se sabe bien qué pecado original; ni creo que España haya nacido en 1808; ni creo que el capitalismo sea el remedio para las disfunciones del capitalismo; ni creo que el ecologismo sea una superstición sectaria. Federico, en fin, “no es mi tipo”.
 
Pero Federico, sin ser mi tipo, es un periodista excelente. Una cosa no tiene nada que ver con la otra, y a Jiménez Losantos hay que darle lo que le corresponde. Hay pocos periodistas en España con su altura intelectual. Menos los hay todavía que hayan sido capaces de comprometerse personalmente –hasta el sufrimiento físico- con las ideas que consideran correctas. Hoy, ante dos desafíos de extrema importancia para nuestra vida pública como han sido –y todavía son- la cuestión nacional y el terrorismo, Federico ha defendido las posiciones más incómodas con absoluta sinceridad y, además, con razones contundentes. Esa defensa le ha granjeado la simpatía de muchos millones –millones, sí- de españoles que en esas dos materias piensan –pensamos- como él. Además, Losantos ha sabido crear en torno a sí un compacto grupo de periodistas que han terminado configurando un polo de opinión tan libre como influyente.
 
Lo que ha llevado a Federico al banquillo ha sido, en el fondo, esa influencia. Había que paralizar a esa voz, había que neutralizar al enemigo. Al enemigo, ¿de quién? Esa es la pregunta que convendrá hacerse a partir de ahora. Ya es sintomático que a la hora de la verdad, en el momento del juicio, la casta política española haya aparecido sorprendentemente cohesionada en torno a una única convicción: “no puede consentirse que un individuo diga esas cosas”. Pero ¿por qué?
 
Seamos serios: en los últimos años hemos asistido a ataques mucho más virulentos contra personalidades políticas sin que los tribunales se hayan sentido concernidos. No hacen falta grandes esfuerzos de memoria para recordar los tiempos del Prestige, la guerra de Irak y el 11-M, cuando escuadras bien organizadas de la izquierda española, con su inevitable acompañamiento mediático, iban al encuentro de los ministros del PP para llamarles “asesinos”, nada menos. Aún no hace muchos meses que un juzgado catalán consideraba irrelevante el deseo de un tal Rubianes de colgar un explosivo en los genitales de España y los españoles. No hacen falta más ejemplos. En ese contexto, cosas como las que dice Jiménez Losantos son de una insignificancia casi doméstica.
 
Con todos los respetos a las decisiones judiciales –o sin ellos-, lo que queda claro es que al periodismo español se le acaba de dar un escarmiento; lo cual, por cierto, hace todavía más patética la actitud de esos periodistas que creen haber obtenido una victoria por el correctivo aplicado a Federico. Cuando se les pase el fervorín, incluso ellos constatarán que la capacidad de crítica ha quedado limitada; que también ellos, mañana, podrán ser llevados ante un tribunal por emplear términos poco respetuosos para con el mandamás de turno. Y con el precedente de Gallardón, serán los propios mandamases quienes decidan qué es lo “poco respetuoso”.
 
Para un país como España, con una vida pública empobrecida hasta el nivel de la demagogia, con un debate inexistente, siempre sepultado bajo el ruido de los partidos, sus siglas y sus intereses económicos y financieros, esta decisión judicial es un auténtico descabello de la libertad de expresión. Lo que nos faltaba.

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