Europa y la homofilia

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La homosexualidad no es nueva en la Nación Europa. Incluso mal que nos pese (si nos pesa mal o si nos trae al pairo) sobre mitos homosexuales se edifica el alma europea, helénica, más antigua; y, por supuesto, el espíritu guerrero. Leamos a la poetisa Safo o al poeta Píndaro, la construcción de un universo homoerótico (que no excluía las relaciones heterosexuales) es consustancial a la Europa prístina. El Partenón era eso, y era eso desde la cohesión social y el respeto (no en plan “maricas viejas” como ridiculizaba Jacques Lacan). Y quizá es aburrir al lector recordar a Aquiles, a Sócrates, a Leónidas y los 300 espartanos, al Batallón Tebano, a Alejandro Magno… No había extrañamiento, sino normalidad, pues toda sociedad que lleva a la mujer al grado más bajo del escalafón (cuidar de la casa y engendrar) ha de encontrar en algún sitio el ser con quien sublimar los sentimientos amorosos. Si la mujer es una criada, paridora, débil y sangrante, ¿cómo se le van a rendir los deseos más sublimes? A fin de cuentas, la homosexualidad, en una sociedad patriarcal y machista, sería la opción más consecuente. 
 
Sin embargo, esa aristocracia del espíritu, que podía ser tremendamente misógina (Henry de Montherlant es un buen ejemplo, o, en nuestro país, el valenciano Juan Gil-Albert), ha desaparecido del imaginario europeo. El homosexual no es un émulo de Lord Byron, sino de cualquier hombre o mujer heterosexual, que quiere encontrar un novio duradero, casarse, hablar de mi “marido”, adoptar niños e ir a comer a casa de los suegros los fines de semana. La sociedad heterosexual, su fuerza, su preeminencia y su paz, ha absorbido las algaradas épicas del malditismo, la persecución y lo romántico. Hasta el grado que el espíritu homofílico presente en Goethe, en Shelley, en Whitman o en Mishima, el de la atracción por lo semejante en tanto exaltación de la camaradería y de lazos de afecto, amistad, compañerismo y amor no erótico, que muchas veces desdibujaba sus límites, es algo periclitado por una sociedad gay deseosa de ser aceptada dentro de los estándares. Aquella bravuconada del protagonista de Querelle de Brest de Jean Genet, ¡Fijaos si soy macho que me follo hasta a los tíos!, de la homosexualidad como plus de masculinidad, es prácticamente inexistente hoy día salvo en colectivos muy prescritos. La ética del reto ha quedado anulada por la parodia de la emulación heterosexual.
 
La condición homosexual, para diversos grupos de edad actuales, ya no es la apuesta por lo transgresor, sino una “opción” más (aunque aún estigmatizada), que tiene constantes referentes en los magazines y series televisivas, en las grandes producciones de Hollywood, en la prensa, en las leyes… No para sufrir la soledad, el rechazo y la violencia que experimentan los vaqueros protagonistas de Brokeback Mountain, sino para disfrutar de la cotidianidad de los personajes de Cuatro bodas y un funeral. Sin embargo, los estereotipos aún siguen funcionando, aunque los gays ya no leen a Platón en griego antiguo, ni a la mayoría les importa.
 
Ahora bien, frente a esa supuesta expansión de la cultura gay como algo preeminente y cada vez más generalizado, la solución no está en estigmatizar las relaciones masculinas que no se asimilen a lo “macho”, a las palmadas varoniles en la espalda, o a hablar de mujeres constantemente alardeando de conquistas para luego denigrarlas como presas. No reconocer la belleza de un cuerpo masculino, negarse a afirmar que tal o cual hombre es guapo (cosa que las féminas, respecto a las de su sexo, no tienen reparo alguno en hacer), tener miedo al simple roce por si es sospechoso de “mariconería”, no demuestra ser más hombre, sino estar enfermo. Y en este punto es triste que muchos cristianos estén más pendientes de lo que hizo el, a fin de cuentas, autoproclamado Saulo de Tarso que de los actos del mismo Dios Hijo, Jesucristo.
 
Muerte en Venecia, y me refiero aquí al film de Luchino Visconti, es un ejemplo clarísimo de la extinción de quien buscaba la belleza más que la sexualidad. Y la belleza es belleza por más que nos escondamos, nos avergüence o nos gusten las mujeres. Tras ese ocaso luminoso, en el que la vida de Aschenbach se apaga mirando al sol entre los dedos de un dios encarnado en un joven (pero podría haber sido una joven, repito, si la sociedad no hubiera sido patriarcal y machista), nada queda ya del arrebatado poeta hermoso y demoniaco con su propio código de valores. Ha muerto. Tuvo su coda durante la época del sida, con una serie de nombres (Cyril Collard, Hervé Guibert, Michel Foucault…) que convirtieron la enfermedad en una especie de emblema. Tras ellos, el paulatino paso a la aceptación y a la vulgaridad.
 
Lo peor de la existencia de una gay way of life es el encasillamiento de las personas, y la decisión de llevar a cabo su proyecto vital, por el hecho de con quién se meten en la cama (y disculpen ser tan brusco). El ser humano es mucho más rico que una atracción; y, por supuesto, con varón o con hembra, mucho más que un coito. Esa autoexclusión de lo gay, ese rechazo radical de lo femenino, esa negación a la apertura que supondría para ellos la bisexualidad, y esa carga de prejuicios respecto a las relaciones heterosexuales y a las mujeres, hace aún más difícil abrir las puertas para que el gueto que se ha ido creando desaparezca en beneficio de la invisibilidad.
 
A la fuerza o por gusto, la mayoría de las personas ya no se asusta ante parejas homosexuales. Les disgustarán más o menos, pero no les son ajenas. Y voy a ser sincero: para la supervivencia de Europa, me es indiferente que, si se aman, dos varones de 20 años tengan una relación sexual; me preocupa mucho más que, sin amarse, un chico y una chica se mancillen mutuamente y la diversión remate en un aborto y en la desconsideración de la muchacha por el resto de machitos.
 
La única vida posible, y la más plena, es la heterosexual dentro de una familia abundante. Eso no debe traducirse en condenar la homosexualidad, ni, menos aún, confundir la estética con la carne, u olvidar la realidad de la Antigüedad clásica, que tanto amamos, y por la cual nos volveríamos a batir sin remordimiento alguno. Porque Grecia y Roma, y todo lo que les implica, son y serán la piedra angular de Europa; y la sangre de sus héroes homosexuales sigue fertilizando nuestro suelo.

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