¿Por qué quiere nuestra cultura casar a Jesús?

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No hace falta haber leído El Código da Vinci para darse cuenta del hecho: desde hace décadas, la cultura occidental contemporánea anda empeñada en casar a Jesús. María Magdalena ha parecido la candidata ideal para todo tipo de especulaciones sin fundamento. Dan Brown se ha limitado a recoger un mito que, al menos desde 1980, circulaba por ciertos ambientes más o menos intelectuales del feminismo y la izquierda posmodernas.
 
La endeblez de los argumentos invocados no importaba demasiado a los patrocinadores de la teoría: al fin y al cabo, la posmodernidad no concede una gran relevancia a la base racional de las afirmaciones que se desea sostener, sino que atiende, ante todo, a que tales afirmaciones sean “sugestivas” y “seductoras”, y a que sintonicen con el espíritu de nuestro tiempo. Por supuesto, la obsesión por casar a Jesús también está relacionada con la atracción por un “Jesús más humano” –que comparte todo lo humano, incluidas las dimensiones amorosa y sexual-, frente a la visión algo hierática que de él ha ofrecido una cierta catequesis. Ahora bien: dejando aparte ahora la cuestión de si el Jesús de los Evangelios resulta “poco humano” –lo cual resulta muy discutible-, lo cierto es que el mito de un Jesús casado con María Magdalena ejerce una evidente fascinación para la mente occidental posmoderna y encuentra, por tanto, una amplia receptividad sociológica.
 
¿Cuál es la razón de tal receptividad? Podríamos pensar que se debe a que nuestra cultura otorga una elevada valoración al matrimonio y que, por tanto, no quiere privar a Jesús de disfrutar un estado tan deseable. Pero, como es obvio, no existe hoy en día, entre nuestros contemporáneos, tal estimación de la institución matrimonial. Entonces, ¿por qué tanta insistencia en casar a Jesús?
 
El motivo real se encuentra relacionado con otra obsesión de la cultura contemporánea: la de casar a los sacerdotes católicos. En buena lógica, a la sociedad post-cristiana de Occidente, que al fin se ha liberado del intolerable yugo que le imponía la Iglesia, debería darle igual que los sacerdotes no puedan casarse: si aceptan voluntariamente la ley del celibato, tanto peor para ellos. Pero no: en vez de limitarse a considerar absurda una disciplina que no comprenden, están empeñados en que tal disciplina desaparezca. Del mismo modo, les parece imperativo casar a Jesús, emparejándolo con María Magdalena. Ciertamente, no existe base histórica o racional alguna para establecer esta conexión. Aunque, ¿es que una tesis necesita más base que nuestra voluntad de querer sostenerla? Desde luego, a veces no entendemos bien la lógica de los posmodernos.
 
Pero no nos desviemos del tema. ¿Por qué casar a Jesús y, de rebote, a los sacerdotes de la Iglesia Católica? La razón es obvia, y ya la explicó Nietzsche respecto a la decisión de Lutero, que suprimió el celibato para los pastores protestantes. Lo que intenta la cultura occidental contemporánea es rebajar la estatura espiritual de Jesús, hasta igualarla con la menguada altura antropológica del individuo común de nuestros días. En el cristianismo, el celibato –que, por otra parte, ha existido también, bajo una u otra modalidad, en numerosas religiones- constituye un signo escatológico, un símbolo que apunta hacia un horizonte transcendente, transmundano. La afectividad amorosa y la sexualidad representan, humanamente hablando, una tendencia natural. Sin embargo, el celibato significa, de algún modo, una superación de la naturaleza. 
 
La cultura occidental moderna no cree que exista nada más allá del plano de la naturaleza, la materia y la biología: por lo tanto, la sexualidad constituye una pulsión insoslayable. Y, por ello, considera el celibato de Jesús, fuente última del celibato eclesiástico, como un inaceptable desmentido a tal dogma, básico en la visión contemporánea del mundo. Conclusión: hay que destruir esta irritante objeción al tipo de mundo que hoy estamos en trance de imponer; un mundo horizontal, de seres humanos recluidos en el mero ámbito de la materia, la energía y las tendencias psíquico-físicas. La virginidad de Jesús constituye un signo esencial del misterio de la Iglesia. Un misterio que resulta enojoso a la actual coalición de modernos y posmodernos, y que, por tanto, estiman esencial combatir.
 
Jesús, ¿enemigo de la felicidad humana?
 
Nikos Kazantzakis, Jesucristo Superstar, Andreas Faber-Kaiser (“Jesús vivió y murió en Cachemira”) y Dan Brown se han venido a unir a las innumerables cristologías heréticas diseñadas por los teólogos progresistas del posconcilio, agrupados bajo la bandera del suizo Hans Küng, heresiarca universal de nuestra época. Los teólogos oficiales de El País –Miret Magdalena y Juan José Tamayo-, procedentes de ambientes católicos, no es sólo que sean hostiles al celibato de Jesús, sino que ya no creen que Jesús fuera el Hijo de Dios: Jesús es un profeta o un gran maestro espiritual –como Mahoma, Buda o Confucio-, pero nada más. Miret Magdalena hace un rato de meditación cada mañana. Lo de rezar, evidentemente, le ha de parecer un anacronismo.
 
Rebajar a Jesús al nivel meramente humano es “volver a la tierra”, retornar al statu quo terrestre: Dios no se ha hecho hombre, el cristianismo sólo ha sido una ilusión que nos ha hechizado durante siglos.  Regresamos al tiempo cíclico del paganismo, a la deidad sin rostro de Oriente y al politeísmo de los viejos dioses. Ahí se encuentra la auténtica felicidad.
 
Así suena el mantra que repite sin cesar, desde Nietzsche, la cultura moderna: Jesús, supuesto Hijo de Dios venido al mundo para molestarnos, es nuestro gran enemigo. Y nosotros, hombres del siglo XXI, tenemos que desembarazarnos definitivamente de tan fastidioso lastre. Dios sólo existe como una proyección de nuestra psique. Jesús era un neurótico de lo divino. El celibato mismo constituye una enfermedad del espíritu. No nos fiemos de las viejas teologías: porque la felicidad del hombre sólo se encuentra en él mismo.
 
Es una lástima que el testimonio de la Historia no avale tal afirmación: la felicidad del hombre puede estar –en cierto modo- dentro de él, pero le obliga a ir más allá de él. Es decir: si queremos encontrarla, debemos convertirnos en peregrinos.

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