¿No dicen que somos libres, prósperos e iguales?

Esclavos como siempre

¿Y si después de haber obtenido la libertad, los esclavos negros de Estados Unidos hubieran vivido en peores condiciones que antes? ¿Y si la esclavitud no fuera simplemente el látigo del amo y la privación de los “derechos humanos”? ¿Y si fueran muchos los “esclavos” que en cierto modo aún corren por ahí? A lo mejor conoce usted alguno.

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JOSÉ VICENTE PASCUAL
Interesante el libro de Adams W. Thorntom sobre la esclavitud de los negros en Estados Unidos tras la guerra civil que enfrentó a norte y sur entre 1861 y 1865. El título de este ensayo es lo suficientemente descriptivo para ir entrando en materia: Esclavitud después de la esclavitud (Grijalbo, 2004). En los primeros capítulos se describen con estremecedora precisión las miserables condiciones de vida de los negros que habitaban en la costa norte del país (no puedo escribir “ciudadanos afroamericanos”, porque ni eran ciudadanos de pleno derecho ni se había inventado el pintoresco término). En dichos territorios la esclavitud no estaba completamente ilegalizada, aunque nadie tenía esclavos en casa; era algo de mal gusto y además muy poco rentable. El trabajador negro recibía una paga semanal media de un dólar con sesenta centavos, y con tan precarios ingresos tenía que arreglárselas, mantenerse él y su familia, pagar el alquiler (no les estaba permitido tener propiedades), vestirse, comprar medicinas en caso de caer enfermos y, lógico punto final, costearse el entierro. Sin embargo, no hay lápidas de personas de raza negra en los cementerios neoyorquinos hasta entrado el siglo XX. La fosa común se los tragaba con paciente voracidad.
La población trabajadora negra en las grandes ciudades atlánticas de los USA, fuera del servicio doméstico, era excepcionalmente escasa durante aquellos años. Por lo general se trataba de libertos a quienes nadie había acogido tras caer su antiguo amo en la ruina, negros vendidos a personas insolventes o irresponsables, prostitutas sin amparo en edad de desmerecer y otros ejemplos de marginalidad que nutrían el censo, muy escaso, de los sobrevivientes de esta raza en las ciudades del norte industrial. No existe documentación sobre ninguna fluencia de negros del sur huyendo hacia la “libertad” del norte; por el contrario, hay referencias de pequeños movimientos nómadas de trabajadores de color (color oscuro, se entiende), con destino a las regiones agrícolas del país, es decir, el sur esclavista.
Las consecuencias de la guerra civil fueron devastadoras para la población negra del sur estadounidense. Ignorantes, con una prevalencia del analfabetismo del cien por cien, infantilizados en su concepción del mundo, incapaces de decidir por sí mismos, herederos de muchas generaciones de campesinos cuya única razón de ser y estar en el mundo era el trabajo sobre la tierra, acostumbrados a que el amo blanco proveyese de todo cuanto concernía a su vida (techo, lumbre, alimento, vestido, salud, matrimonio, hijos...; hasta la asistencia religiosa les era impartida por reverendos del lugar), se vieron súbitamente enfrentados al arrasador obsequio de la libertad. Aquella libertad consistía en equiparar sus condiciones de vida con las de sus infelices semejantes del norte. Dejaron de ser esclavos para convertirse en jornaleros que cobraban escasas monedas por hacer el trabajo de siempre. Eso sí: techo, lumbre, alimento, vestido, salud, matrimonio, hijos y demás dispendios corrían de su cuenta. Durante las primeras décadas de “libertad” (no me canso de escribir la palabra entrecomillada), era frecuente que los patronos les pagasen en moneda metálica, pues los trabajadores negros desconfiaban del papel; preferían diez monedas de un centavo, el famoso níquel, a un billete de diez dólares. Los engaños y abusos eran habituales, siempre con beneplácito de la víctima: aceptaban monedas sin valor en lugar de billetes, y ponían una cruz bajo el contrato en señal de conformidad.

En 1963, los negros de Virginia del Sur, Alabama, Tennesse y Georgia no tenían derecho efectivo al voto, no podían compartir transporte público con los blancos y mucho menos ir a la misma escuela. Ni a la misma iglesia. Ni a ninguna universidad.

El precio de la libertad que pagaron los negros norteamericanos tras la guerra civil fue tan abusivo, inhumano y ferozmente explotador que un servidor no tiene más remedio que indignarse (casi) cuando veo esas burdas películas sobre la guerra de secesión americana en las que valientes adalides de la libertad, por supuesto todos ellos anglosajones protestantes, acuden ilusionados al campo de batalla para combatir la esclavitud. Tanto les importaban aquellos pobres esclavos negros que, acabada la contienda, los mantuvieron un siglo sin derechos civiles y en condiciones de vida objetivamente peores que cuando servían al amo blanco en las ricas plantaciones del gran sur.

También me entra un poco de desasosiego al pensar que la esclavitud de los negros en América fue invento español. Les supongo al tanto del hecho histórico. Fray Bartolomé de las Casas, el gran valedor de los derechos de la población indígena ante las cortes de Valladolid y el emperador Carlos I, argumenta en 1540 la inmoralidad de tomar esclavos entre los indios..., y en su exceso de piedad propone comprar esclavos negros a los portugueses para que sustituyan a los aborígenes, pues al ser “más robustos y fuertes que los indios”, soportarían mejor las penalidades del trabajo forzoso sin que entre ellos se produjeran tantas enfermedades y mortandad.
 
Aunque a estas alturas, ¿qué importancia puede tener la precisión histórica? El modo de producción esclavista, desde el neolítico hasta nuestros días, se fundamenta en que la gente trabaja por el techo, la comida y mínimos cuidados que lo mantengan laboralmente activo. El capitalismo, mucho más humano, consiste en pagar el trabajo —un detalle por su parte— con un dinero que sirve al productor para comprar alojamiento, alimento y cuidados necesarios para mantener laboralmente activa a su persona y su prole. Me parece que me estoy repitiendo

Aunque hay una diferencia enorme entre una cosa y la otra, desde luego. Quienes trabajan por un salario, además de nómina tienen derechos, a menudo con oportunidad de ejercerlos. Por ejemplo, el derecho a la propiedad. Usted compra un pisito de dos dormitorios, salón, cocina y cuarto de baño (porque los hombres libres tenemos cuarto de baño, no letrinas o el mismísimo campo, como los esclavos), y además de vivienda por un coste de doscientos o trescientos mil euros ha adquirido usted un derecho inviolable: pagar durante cuarenta años. “Oiga, acabo de cumplir cincuenta y pico y no sé si tendré vida suficiente para satisfacer el compromiso”, dije al caballero de la inmobiliaria que exponía las condiciones de mi derecho a la ruina. “Pues haga usted lo que pueda”, fue su respuesta. Ya lo decía el sabio: alguien habrá que pague la última cuenta.

La última cuenta de quienes descendemos de esclavos (no lo duden, todos venimos de la misma mata, a menos que por nuestras venas corra sangre de los faraones), la están pagando los de siempre: quienes colman las cifras del desempleo, las familias hipotecariamente ejecutadas, los padres que tienen a sus hijos por inquilinos hasta los treinta y ocho abriles de la criatura, el ama de casa que echa cuentas sobre cómo llevar a casa cerezas de postre a quince euros el kilo. Los de toda la vida, en efecto. Fuimos esclavos, siervos de la gleba, “mano muerta”, y ahora somos radiantes ciudadanos con todos los privilegios del mundo y una gran ventaja bendiciendo nuestros días: no trabajamos bajo el látigo. Algunos, incluso, ni siquiera trabajan. Bien quisieran, y son ya el 10,5 por ciento de la población. Pero, lo que son las cosas, no tienen un triste látigo al que arrimarse. Negra vida y pena negra.
 

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