La cúpula de Barceló se desmorona

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Veinte millones de euros costó la genialidad del artista que hoy adorna el Palacio de las Naciones Unidas en Ginebra. De ese montante, el gobierno español aportó el 40%, con cargo a programas de ayuda a países pobres. El resto de la fortuna lo pusieron empresas privadas. Se trata, por así decirlo, de un regalo del gobierno español a Naciones Unidas.

Veinte millones de euros, seis millones por los honorarios de Barceló, sin incluir el alojamiento en una de las zonas más exclusivas de Cologny mientras trabajaba en su obra: quince mil francos suizos al mes de alquiler, una miseria; y un cocinero francés a su servicio, que no se me olvide. Las cosas se hacen bien o en plan chapuza, y a la hora de tirar la casa por la ventana no nos gana nadie. Se podía haber conformado Barceló con un cocinero valenciano, pongamos por caso, pero lo suyo, lo chic de la muerte de morirse, era la nacionalidad francesa del restaurador. Como toca.

Ahora la famosa cúpula se viene abajo. Un metro cuadrado ha caído por los suelos. Los servicios técnicos de la ONU explican que la humedad y el calor se han acumulado en ciertas zonas y que estos problemas podrían ir a más. Total, que la magna y carísima obra dura menos que un reloj comprado en un chino.

El incidente podría tomarse como una metáfora sobre lo efímero y muy inútil de la vanagloria y el despilfarro, pero más que alegoría se trata de una tozuda evidencia: se cae el techo de Barceló y se cae todo lo que es importante para ellos, esa gente que regala millones de euros a los ricos en tanto que, por supuesto, los escatiman a los pobres. Se derrumba el sistema financiero, el crecimiento económico, el empleo, el estado del bienestar... todo se va hundiendo poco a poco en un magma voraginoso, malignamente apetitivo: la realidad.

Cuando el último chupitel del techo de Barceló haya agujereado los zapatos del último desempleado de occidente, alguien clamará por soluciones a la crisis. Alguien dirá “estamos en crisis” pero nadie, ninguno de ellos, reconocerá que somos la crisis, que nuestro mundo está fundamentado en la irracionalidad, que la incongruencia, la injusticia y la desigualdad no son efectos indeseados sino la ley necesaria para la pervivencia del sistema. Cuando el agua nos llegue al cuello, alguien con plaza arriba del todo dirá: “Hagamos un sacrificio, bajemos todos un peldaño en la escalera”. Entonces se quedarán solos, contemplando estupefactos cómo el tiempo y su lógica reducen el maravilloso techo a lo que siempre fue: nada. Una nada de veinte millones de euros. Una nada que se cae a pedazos.

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