"Derecha", "izquierda", "centro", "conservador", "socialista", "liberal"…

Las palabras políticas que nos dominan son todas falsas

A veces las palabras se tornan engañosas, porque puede no ser fácil encontrar el verdadero nombre de las cosas. En ocasiones, debemos recurrir a antiguos nombres, o inventar nuevos, para referirnos a situaciones que no responden a las pautas culturales dominantes. Izquierda y derecha, conservador y progresista, liberal y socialista, reaccionario y revolucionario, son términos que se vuelven vacíos fuera de un contexto político preciso, pero que nos obligan a manejarnos dentro de la visión del mundo considerada correcta.

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A veces las palabras se tornan engañosas, porque puede no ser fácil encontrar el verdadero nombre de las cosas. En ocasiones, debemos recurrir a antiguos nombres, o inventar nuevos, para referirnos a situaciones que no responden a las pautas culturales dominantes. Izquierda y derecha, conservador y progresista, liberal y socialista, reaccionario y revolucionario, son términos que se vuelven vacíos fuera de un contexto político preciso, pero que nos obligan a manejarnos dentro de la visión del mundo considerada correcta.

 El marco cultural en el que se utilizan, es el del mísero mundo contemporáneo. Son conceptos que responden a la dialéctica que el hombre moderno parece necesitar. Una dialéctica de caminos impuestos por la oscilación del pensamiento, en torno a un movimiento falso, que impide encontrar y permanecer en una sólida verdad.
 
Un pensamiento abstracto y cambiante, vacío de todo contenido profundo, porque en realidad, digámoslo de una vez: hoy día todo pensamiento tiene su precio, y se sostiene mientras no comprometa el interés del pensador.
 
A veces no nos damos cuenta hasta dónde estamos influidos por esa forma de pensar. Elegimos palabras pensando en su opuesto, como ideas que no representan lo que se es, sino que son el reflejo de aquello a lo cual nos queremos oponer, como es el caso del enfrentamiento entre izquierda y derecha, siempre dentro de los moldes de lo permitido en un sistema que deja fuera toda disidencia real, y admite solamente lo que considera razonable para sus objetivos de dominación.
 
Dentro de ese contexto, se puede ser todas las cosas distintas que se quiera, en función de la dialéctica permitida: se puede ser de izquierda o de derecha, conservador o progresista, espiritualista o materialista, pero siempre dentro de límites que en el fondo todos conocemos, y que conciente o inconcientemente, tratamos de no transgredir. Podemos ponernos cualquier máscara en este teatro, pero respetando el libreto.
 
Lo que no podemos hacer es elegir una o varias palabras para enunciar lo que se considera política o culturalmente incorrecto. La guerra semántica en la que vivimos no lo puede permitir. Por eso, cuando utilizamos de otro modo conceptos que han sido establecidos para ejercer entre si una dialéctica considerada correcta, seremos fuertemente censurados.
 
Así es que está muy, pero muy mal, decir revolución conservadora, nacionalismo social, social nacionalista, nacional sindicalismo o nacional revolucionario, porque no se puede manejar unido, lo que está para manejar fácilmente y por separado, según la lógica de la dialéctica sistémica, que de ese modo, no podría producir sus síntesis obvias, y tendría que atenerse a una unidad esencial no perteneciente a su dialéctica.
 
Menos aún se pueden crear palabras, porque la originalidad de la creación semántica, marca un grado de libertad espiritual inadmisible. Así, tradicionalismo, fascismo, falangismo, legionarismo, justicialismo… han sido creaciones consideradas oficialmente deleznables en la política.
 
Democracia orgánica, identidad nacional, comunidad organizada y otros conceptos no aprobados previamente por el sistema se convierten en pecaminosos, no porque sean sinónimos entre sí, que de hecho no lo son, sino porque sus diferencias se plantean en un plano que el pensamiento dominante no maneja, y por lo tanto, considera incorrecto.
 
Ser revolucionario para conservar algo es incomprensible para el pensamiento político moderno. Ser socialista y nacionalista, sería un contrasentido,  lo mismo que un nacionalismo sindicalista, o considerarse nacional y revolucionario al mismo tiempo. Decirse tradicionalista, es confesarse directamente un retrógrado, aunque de las grandes tradiciones históricas y espirituales, hayan nacido las culturas que dieron al hombre su más alta dimensión.
 
Sin embargo, en su lógica policial, el sistema permite por ejemplo, en ciertas ocasiones, ser socialista nacional, siempre que el término socialista, condicione fuertemente a lo nacional y lo maneje. Pero eso lo determinan ellos, en cada caso, según su conveniencia.
 
Apartarse de las normas dialécticas modernas implica remitir a otra cultura, que por muy antigua o por muy avanzada, resulta indefectiblemente antisistema. Nombrar algo por su nombre verdadero, es conocer su esencia y poseerlo. Es darle a la realidad otro contexto, y transformarla hasta convertirla, en una realidad propia y verdadera.
 
Sacralizar lo desacralizado, organizar lo desorganizado, unir lo desunido, elevar lo degradado, restaurar lo destruido, enaltecer lo envilecido, recordar lo olvidado, espiritualizar lo materializado, todo eso puede ocurrir cuando los conceptos dejan de ser patrimonio del pensamiento dominante, y comienzan a ser patrimonio de otra realidad, que trasciende ese pensamiento, porque pertenece a un orden superior.
 
Toda guerra es esencialmente una guerra semántica. Quien posee los contenidos posee el pensamiento, y quien posee el pensamiento posee a la persona. En el fondo el tema es sencillo. Pensamos con palabras, con un idioma que elabora conceptos vivos, en un contexto de relaciones que se denomina cultura, aunque a veces su contexto está tan degradado, que podríamos denominarla de otro modo. Por todo esto asistimos al violento y desmedido ataque a nuestro idioma.
 
 
El nivel de ruptura, frente a la ambigüedad dialéctica de los conceptos impuestos por el sistema está en desplazarnos por fuera de la tiranía dialéctica, hacia el núcleo más duro y antiguo del idioma, donde él fue gestado, en la creación y recreación auténtica y esencial de los conceptos, al final de los falsos enfrentamientos dialécticos, propuestos para entretener a los tontos, que tanto abundan.
 
Los que disentimos no debemos caer en esos falsos enfrentamientos formales impuestos desde afuera, y que a veces asumimos como propios; porque debemos reconocer que los que predicamos otra cosa somos permeables también al pensamiento moderno, pues vivimos sumergidos en él, y nos confunde mediante los conceptos con los que se da forma a la realidad cotidiana, a la falsedad dialéctica dominante.
 

El hombre nuevo que debemos formar es en realidad el más viejo del mundo, el que no deambulaba por las tesis y antítesis para someterse luego a la síntesis del poder manipulador, sino que enfrentaba la realidad desde su propio ser integral, sin ningún otro complejo que la realidad misma. Una realidad completa, material y espiritual, sin más fe en la materia que la merecida por la materia, manteniendo en la conciencia algo que fue obvio por milenios: que es mucho más probable la permanencia del espíritu del hombre, que la de su materia, siempre tan frágil, siempre tan susceptible a adjudicarse a sí misma una omnipotencia totalmente ridícula mientras la muerte sea una parte inseparable de la naturaleza del hombre

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