Prosigue y concluye "En busca de un nuevo mito"

Soluciones ante el desafío cosmopolita (y V)

¿Es posible dar algunas indicaciones realmente concretas sobre cómo podría ser esta "Europa bajo el árbol cósmico del espíritu" que aquí estamos vislumbrando? Aunque aventurarse a ofrecer tales indicaciones implica un cierto riesgo —ya que cada una de ellas necesitaría, para ser rectamente entendida, una pormenorizada justificación—, a continuación lanzamos, a modo de primer bosquejo, y sin pretensión sistemática alguna, una serie de apresuradas intuiciones.

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¿Es posible dar algunas indicaciones realmente concretas sobre cómo podría ser esta “Europa bajo el árbol cósmico del espíritu” que aquí estamos vislumbrando? Aunque aventurarse a ofrecer tales indicaciones implica un cierto riesgo —ya que cada una de ellas necesitaría, para ser rectamente entendida, una pormenorizada justificación—, a continuación lanzamos, a modo de primer bosquejo, y sin pretensión sistemática alguna, una serie de apresuradas intuiciones.
 
Algunos posibles rasgos culturales de una “Europa del espíritu”
 
— Redescubrimiento de la dimensión simbólica y espiritual del tiempo diario: hemos llegado a un grado tal de barbarie, que ya no somos conscientes del significado del amanecer, el mediodía, el crepúsculo, la medianoche… Debemos aprender a ritualizar y llenar estos momentos de significación.
 
— Paralelo redescubrimiento de otros ritmos y ciclos temporales (semanal y anual, básicamente). Alienados por una vivencia meramente cuantitativa y horizontal de la temporalidad, hemos convertido —por ejemplo— la semana en una realidad meramente profana: cinco insoportables días laborables en espera del pobre respiro concedido por el “fin de semana”.
 
— Simbolización universal de la realidad: el homo traditionalis vivía completamente sumergido en el mundo de los símbolos, lo que confería a su visión del mundo una inaudita riqueza. Hoy vivimos al respecto en una completas orfandad, en un analfabetismo que nos condena a la correspondiente afasia: ya no sabemos “nombrar las cosas”, descubrir su íntima esencia. Sin ir más lejos: ¿para cuántos de nuestros contemporáneos el sol y la luna poseen algún tipo de significación simbólico-espiritual? Ahora bien: ¿cómo esperar que una “cultura” que ha descendido a tal grado de vaciedad pueda marchar bien en ningún sentido?
 
— Creación de trasmundos personales: el individuo contemporáneo está concebido, básicamente, como un puro “átomo consumidor”: hueco por dentro, sin verdadera interioridad, pero insaciable a la hora de consumir. La cultura del futuro deberá entenderse a sí misma como una “cultura del trasmundo” y concebir, como una de sus primeras obligaciones, el fomento de todo aquello que contribuya a enriquecer la interioridad humana, el “alma del hombre” —¡ya casi resulta exótico emplear tales palabras!—. Un rico trasmundo de pensamientos, reflexiones, sentimientos, vivencias, recuerdos; una mirada clara, profunda, humana. ¿Cómo puede una cultura digna de tal nombre no comprender que crear las condiciones necesarias para que se desarrolle en su seno un hombre bien construido por dentro —complejo, sólido, imaginativo, audaz— debe ser su primer objetivo?
 
— Redescubrimiento del sentido ontológico de las fiestas, que nos sumergen en el illud tempus de los orígenes. Ya no entendemos con qué intensidad vivían las fiestas los hombres de la Antigüedad o de la Europa medieval. Sin ir más lejos: ¿en qué diablos hemos convertido la Nochevieja y la Fiesta de Año Nuevo? Y, en cuanto a la Navidad, incluso un no creyente debe lamentar el actual empobrecimiento simbólico de unas fiestas que para el cristiano poseen un sentido obvio, pero que para el no cristiano pueden ser también importantes como “fiestas del fuego sagrado y del espíritu”.
 
— Medievalización de la cultura: incluso en una sociedad tan superficial como la nuestra, todo lo que lleva de algún modo —aunque sólo sea como gancho comercial— el marchamo de “medieval” ejerce un gran atractivo. En el imaginario colectivo de Occidente, la Edad Media —también tan denostada y demonizada— se imagina como “la época en la que el mundo aún estaba lleno de misterio, aventura, magia y encanto” (resulta imposible no pensar, por ejemplo, en la Tierra Media de Tolkien). Pues bien: la cultura del futuro podría buscar uno de sus nervios axiales y estructurantes en una cierta “medievalización del universo cultural”. ¿En qué se manifestaría esa medievalización? Por ejemplo, en la vigencia social del mito y la leyenda, en la recuperación del sentimiento de comunidad, en la utilización de cierto tipo de elementos arquitectonicos, como la bóveda, etc. Todos sabemos que pocas cosas resultan tan fascinantes como recorrer el casco histórico de una ciudad que conserva algunos rasgos de sabor más o menos medieval. Pues bien: ¿por qué no medievalizar de algún modo nuestro mundo, creando un nuevo tipo de universo social? Probemos a pasar una velada sin encender la televisión, leyendo o contando viejas historias al amor de la lumbre o en torno a una luz cálida y acogedora: ¡ya sólo con eso estaremos “medievalizando el mundo”!
 
— Futurización de la cultura: desde la década de 1960, el hombre occidental sueña con un fascinante futuro “futurista” que, luego, nunca llega (¿recordamos 2001, de Kubrik?). Esa imagen de futuro nos atrae por lo que tiene de onírica y visionaria, y por implicar que hemos abandonado al fin esa gris sociedad del “no significado” que hoy nos asfixia. Pues bien: ¿por qué no emprender esa aventura colectiva? ¿Por qué no replantearnos el sentido que pueden tener para los occidentales la Estación Espacial Internacional, las futuras bases lunares, el programa SETI o el proyectado viaje a Marte? ¿Por qué no crear, en fin, un “gran juego simbólico” en torno a la idea de futuro, a la par que se emprenden otras muchas aventuras del espíritu, como la de la medievalización a la que nos acabamos de referir?
 
— Supresión de la escuela obligatoria, dados los resultados que hoy ofrece. Creación de múltiples cauces educativos para niños y adolescentes: homeschooling, colegios, grupos privados de estudio, academias, institutos humanísticos, formación libre y autodidacta bajo la orientación de un tutor de estudios etc. Revolucionaria transformación del sistema educativo (hoy, tras miles de horas a nuestra disposición, los alumnos sólo tienen una cosa garantizada: que abandonarán el Instituto completamente ignorantes y analfabetos). También, recuperación de la figura de los aprendices —¿cómo hemos podido desechar una institución social tan razonable y útil? 
 
—Etcétera, etcétera, etcétera. 
 
La lista de posibles ideas podría extenderse hasta abarcar todo un volumen. En todos los casos, el principio es el mismo: ¡la auténtica imaginación al poder! Y, luego, como consecuencia de la imaginación, la variedad, la creatividad, el misterio, la alegría. Reencontrarnos con nosotros mismos y con el mundo. Y, en el plano político externo, esta imaginación a la que nos referimos conduciría, por ejemplo, a: una refundación espiritual de la Unión Europea; la recuperación, en un sentido ontológico fuerte, de la idea de Hispanidad; la recapitalización mítica del Estado-Nación; el fortalecimiento de múltiples identidades legítimas y que no tienen por qué construirse contra nadie (la “Europa de las regiones” donde se desarrolla, por ejemplo, la identidad cultural celta: Galicia, Bretaña, Gales, etc.); la exploración de ideas interesantes, pero que necesitan de una sólida base filosófica, hoy inexistente (por ejemplo, la Unión Mediterránea propuesta por Sarkozy). En todos los casos, se trata de fortalecer el mito, la identidad, los lazos entre identidades no antitéticas ni incompatibles. Cuando no existe una previa base espiritual y cultural suficientemente firme, la política desemboca bien en la pulsión hegémonica, bien en la lucha darwinista, bien —finalmente— en la demonología nacionalista.
 
Imaginémonos una Europa que realmente se atreve a empezar a cambiar. Una Europa que se sacude su triste vulgaridad y comienza por fin a vivir. Unos europeos embarcados en una infinidad de aventuras individuales y colectivas. Una Europa llena de hogares, de hogueras encendidas bajo un árbol centenario. Una Europa del espíritu que se convierte en un pequeño universo donde “algo se mueve”, y que invita al resto del mundo a sumarse a la construcción de un hogar planetario, lleno de misterio y de complejidad, bajo el signo del bien y del amor. ¿Acaso no debemos aspirar a vivir sobre ese horizonte? Y, ¿acaso no debe cada uno de nosotros, desde su concreta circunstancia personal, preguntarse qué pequeños “fuegos sagrados” puede encender a su alrededor para hacer más acogedor y hospitalario nuestro mundo?
 
Europa, huérfana de mitos y de espíritu, atraviesa hoy su más triste invierno. Pero tal vez no sea tarde aún para que conozca un nuevo mediodía y un nuevo solsticio.

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