En el XX aniversario de la muerte de Alfonso de Borbón y de Dampierre, duque de Anjou y duque de Cádiz

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Hoy hace veinte años murió decapitado el duque de Anjou y duque de Cádiz, sucesor del guillotinado Luis XVI, víctima de esa Revolución que en 1989 celebraba 200 años: ¡curioso destino! No es la única coincidencia entre ambos dinastas de la casa más antigua de Europa, que ha sobrevivido a regicidios, epidemias, traiciones y revoluciones: la de los Capetos, que aún reina en España y en Luxemburgo a través de los Borbones. Se podrían trazar una especie de vidas paralelas a la manera de Plutarco entre Luis y Alfonso, cuyos nombres recibió curiosamente el hijo y sucesor del segundo, que mantiene viva la llama de la legitimidad.

Que Luis XVI llegara a reinar como tal se debió a una serie de muertes que llevaron al trono a su línea dinástica, la cual estaba destinada a ser simplemente una rama segundona del añoso árbol borbónico. Su abuelo Luis XV sucedió al Rey Sol, de quien era bisnieto y que había visto bajar al sepulcro antes que él al Gran Delfín, al duque de Borgoña y al duque de Bretaña, tres generaciones de su posteridad. El enfermizo hermanito de éste último se vio entronizado en 1715 contando cuatro años de edad. Fue milagroso que llegara a la edad adulta y pudiera tener diez hijos de la sufrida María Leczynska, la “real ponedora” (como la llamaban). Sin embargo, de esta extensa prole sólo hubo un varón que asegurara la sucesión sálica, el Delfín, hijo de rey, padre de reyes y jamás rey, que aún vio morir al duque de Borgoña y al duque de Aquitania, sus dos hijos mayores.
 
De igual modo tampoco Alfonso de Borbón estaba, en España, destinado a reinar. La herencia franco-española recayó en él después de extinguida la rama primogénita carlista. Sólo después de la prematura muerte de su tío mayor, el príncipe de Asturias (marcado por la maldición victoriana de la hemofilia), se colocó don Alfonso en la línea directa sucesoria, como hijo de don Jaime, duque de Segovia y de Anjou, limitado en sus facultades debido a una inoportuna sordomudez. La precariedad parece haber sido la tónica de la dinastía.
 
Por su parte, Luis XVI y sus hermanos, el conde de Provenza y el de Artois, quedaron pronto huérfanos de padre y de madre. Luis tenía once años cuando faltó el primero, y poco más de doce cuando perdió a la segunda. Sólo sus tías, las hijas solteras de Luis XV, paliaron en los “nietos de Francia” la falta del afecto paterno. Luis Augusto, convertido de duque de Berry en Delfín y sometido a un régimen educativo severo, había crecido, además, en la convicción de ser poco amado.
 
Mucho tiempo después, volviendo a España, Alfonso de Borbón y su hermano Gonzalo sufrían, si no la orfandad, sí el abandono paterno. El infante don Jaime, él mismo acuciado por la impresión de desinterés de su padre Alfonso XIII, se sentía incapaz de ocuparse de sus propios hijos. Se había separado de su mujer, Emanuela de Dampierre, y ambos, llegados al matrimonio como piezas en el ajedrez del ex rey de España, habían emprendido nuevas relaciones con la esperanza de encontrar algo de felicidad doméstica. En este contexto los dos hijos de la pareja fueron víctimas, como sus padres, de las circunstancias. Se decidió internarlos en un centro escolar, no teniendo más alivio de su soledad que las estancias con su abuela la reina Victoria Eugenia y períodos vacacionales con su madre y el “tío Tonino” Sozzani, con quien Emanuela de Dampierre se había vuelto a casar.
 
Luis XV, más de dos siglos atrás, amaba sinceramente a sus nietos, lo que no impedía que fueran instrumentos útiles de su política. Así Luis Augusto fue destinado a sellar el célebre vuelco de alieanzas que había marcado la política del Rey y de su favorita, la marquesa de Pompadour, mediante su matrimonio convenido, por obra del duque de Choiseul, con la archiduquesa austríaca María Antonieta. Ambos se casaron alrededor de los 15 años. Sin sentir una especial inclinación el uno por el otro, sobrellevaron su unión con un sentido del deber hoy desgraciadamente extraño a los actuales dinastas. A la postre, después de años de dejación, frivolidad y juegos peligrosos, la desgracia los unió y podría decirse que se amaron serenamente. También don Alfonso tuvo un mentor —el general Franco—, que quiso darle el lugar que parte de su familia de sangre le negaba. Convertido en duque de Cádiz y viendo reconocido oficialmente en España el tratamiento de Alteza Real que le correspondía por nacimiento, se casó con la nieta de Franco. Quizás entre María del Carmen Martínez-Bordiú y María Antonieta parezca fácil trazar un paralelo basado en la común frivolidad e irresponsabilidad que caracterizó a ambas. Tanto una como otra admitieron no ser muy aficionadas a la lectura y se quejaron de cierta indolencia por parte de sus respectivos esposos. Pero mientras la mujer de Luis XVI maduró de golpe y se creció en la adversidad, la ex mujer de don Alfonso no ha tenido aún la oportunidad de demostrar algo parecido.
 
En 1789, apenas inaugurados solemnemente los Estados Generales, la tragedia golpeó a la Familia Real francesa: Luis José de Borbón, delfín de Francia, moría el 4 de junio, a los  siete años de edad. Su nacimiento había producido una explosión de alegría en todo el reino, pues significaba la continuidad de la dinastía y la esperanza para la monarquía. Su triste fallecimiento constituía un mal presagio para su estirpe y para el trono. Pocas semanas después ocurría la rebelión del Tercer Estado, y Francia se precipitaría en la Revolución. En 1984, Francisco de Borbón (“Fran”), hijo primogénito del duque de Cádiz y Delfín de Francia según la legitimidad, perecía trágicamente en un accidente automovilístico con tan solo once años de edad. El infortunado padre y su hijo menor se libraron de la misma suerte por puro milagro. Desgraciadamente, la desaparición de Fran, como la del Delfín Luis José, un tenebroso preludio de lo que iba a pasar pocos años después: la muerte de su padre.
 
No es casual tampoco que el último acto oficial del duque de Cádiz en su condición de jefe nato de los Borbones, fuera la misa anual por Luis XVI en París, sólo nueve días antes del terrible accidente (?) de Beaver Creek. Como cuenta José María Zavala en su biografía sobre El Borbón non grato, durante dicho acto hubo un incidente que fue interpretado como un mal presagio: la sagrada forma, durante la comunión, cayó por tierra. Don Alfonso se adelantó para ofrecer su pañuelo para recogerla. Los asistentes que presenciaron la escena fruncieron el ceño con un extraño pálpito. Las circunstancias tan extrañas y antojadizas de la muerte del infortunado príncipe sólo podían hacer pensar en una maldición o en algo peor.
 
En lo que nadie ha reparado –o no se ha señalado hasta hoy– es en otra coincidencia histórica relativa a la muerte del duque de Cádiz: el 30 de enero es también el día en que fue decapitado Carlos I de Inglaterra, el primer rey procesado y ejecutado por una revolución (1649) y nieto de María Estuardo, la reina mártir, que también había perdido su testa coronada, aunque por obra de su rival (la reina Isabel I). Una extraña cadena genealógica y de destino une a la reina de Escocia, a Carlos I, a Luis XVI y al duque de Cádiz y de Anjou.
 
Afortunadamente, las semejanzas entre los dos últimos acaban aquí. Luis XVI murió cuando la causa de la monarquía estaba oficialmente perdida en Francia. De hecho, fue al patíbulo como “ciudadano Capeto”. Sus partidarios eran perseguidos y se hallaban dispersos, los emigrados nada podían hacer, el pueblo fiel era masacrado en La Vendée en lo que constituye el primer genocidio moderno, planificado y llevado a cabo desde el poder. En cambio, don Alfonso de Borbón murió dejando en Francia un movimiento legitimista pujante y en pleno desarrollo, mientras el orleanismo –gravemente tocado por los escándalos de sus jefes – se hallaba en pleno declive.
 
También es de considerar que, si Luis XVI no dejó posteridad directa que pudiera recoger su herencia dinástica (ya que el pobre Luis XVII sólo le sobrevivió dos años y nunca volvió a conocer la libertad, muriendo miserablemente en el Temple), Alfonso de Borbón ha tenido un magnífico relevo en su hijo, el príncipe Luis, actual duque de Anjou (y conocido en España como Luis Alfonso de Borbón), el cual ha sabido mantener e incrementarse en Francia la causa de la monarquía tradicional. Si en tiempos de su padre, aún tenían los tribunales franceses que discernir los derechos y títulos, hoy los catedráticos de Derecho Constitucional y la mayoría de juristas asumen los principios del legitimismo. Las más altas autoridades del Estado, además, tratan al duque de Anjou con toda la deferencia debida a su carácter Benedicto XVI y Nicolas Sarkozy lo han recibido recientemente sin escamotearle ni títulos ni tratamiento, lo cual es más que significativo.
 
Tampoco es ajeno a ello el continuo desvelo de una princesa que vive apaciblemente hoy en su retiro romano: doña Emanuela de Dampierre, la duquesa de Segovia. Última sobreviviente de la “generación perdida” de la monarquía española (la de los hijos de Alfonso XIII), un cruel destino quiso que enterrase a sus dos hijos (don Gonzalo murió, como se sabe, en 2000) y a su nieto mayor. Pero con una firme entereza que le viene de la religión y que ha impedido que se quiebre, ha sido a lo largo de todos estos años el mejor apoyo con que ha contado su nieto.
 

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