¿Hay que expulsar a Dinamarca de la Unión Europea?

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Quizá se debe expulsar a Dinamarca de la Unión Europea por las sádicas matanzas de delfines que tienen lugar todos los años en las islas Feroe, asesinatos en masa de animales indefensos, traspasados con punzones una y otra vez, a fin de que una manada de analfabetos jovenzuelos se crea adulta. Para ese afán, podrían echarles tiburones blancos; entonces demostrarían mejor su arrojo y su valía, pandilla de criminales. Evidentemente, se me dirá, si se suprime esta tradicional “fiesta” de tierras otrora consideradas bárbaras, se habría de hacer lo mismo con todas aquellas que vulneran los derechos de los seres no humanos (caza del zorro, tauromaquia, peleas de gallos y de perros…). Sí, está claro, ese ha de ser el objetivo de una sociedad tan ufana de logros en el ámbito del bienestar: legislar penas de especial dureza contra el maltrato a los animales, sensibilizar hasta el adoctrinamiento a los niños, suprimir de la noche a la mañana cualquier actividad, en cualquier país, donde cualquier ser, de cualquier especie, sufra. Sería así de sencillo.

Pero no son buenos tiempos para que los políticos de la partitocracia coloquen en lugar preferencial de sus agendas los derechos de los animales. Con casi toda Europa legalizando el asesinato de los neonatos a voluntad de la madre, con Andalucía legislando a favor de la eutanasia, con el sometimiento de la Unión Europea al lobby islámico para no considerar fuera de la ley la matanza “ritual”, gracias a la cual vacas, corderos… mueren desangrados, y con la moda ideológicamente retrógrada de atacar los movimientos de defensa de la naturaleza por “rojos”, sólo queda el pasmo. La tradición cristiana, que conforma y conformará Europa, habría de refrendar todavía más esa toma de partido absoluta por la vida: la alimentación vegetariana, que nos retrotrae a la paradisíaca, previa a la caída; el asesinato de Caín, por ofrecer tan sólo frutos (tema magistralmente estudiado por Alain de Benoist); el mandamiento de “No matarás” (Dios no dijo qué en concreto); el ayuno de carne por la ofrenda de la propia; y, en algunas ramas contemporáneas (el mormonismo y el adventismo), incluso la prohibición de comer carne salvo en ocasiones muy precisas. Pero de esto nos olvidamos, y nos sentimos “paganos” (en el peor sentido de la palabra) sólo cuando se trata de justificar la risa y el aplauso porque hay un tipejo haciendo sufrir a quien no puede defenderse y está aterrorizado. ¿Qué valor hay en una acción así? ¿Acaso es más “macho” ese patán carnicero? Por ello nosotros, que nos creemos tan dignos, tan cultos y tan modernos –los europeos, digo–, nos hemos de sentir humillados por esas fotografías donde se trincha en vida al animal más inteligente de la creación, que se acerca al hombre por amistad y juego, y encuentra la saña de quien ha perdido cualquier asomo de ser sensible.

Por desgracia, algo tan razonable como impedir la masacre y la violencia contra animales indefensos está siendo conducido, por algunos medios e intelectuales, a la arena política; en el peor de los sentidos, me refiero: adjudicando de antemano etiquetas de izquierda y de derecha. Así nos tratarán de engañar para seguir manipulándonos. Además, los abanderados del ataque a los derechos de los animales y a quienes los defienden, no solo emplean esa táctica, también recurren a la ñoña cuando afirman que, a fin de cuentas cualquier vida humana siempre valdrá más que cualquier vida animal. A la vista de las carnicerías de delfines calderones, me han de permitir que yo no lo tenga tan claro.

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