¡Adiós, espacio público, adiós!

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Sábado temprano. No puedo dormir. He hablado en estos días con mis amigos de América y de Europa. Estamos mal, muy mal. Me levanto, hago unos mates, unas tostadas. Desayuno. La mañana está gris. Cuando el tiempo se pone así en el Río de La Plata suele durar varios días. No hay estación de radio que no hable del mundial. Finalmente apago la radio. Mañana triste, lenta, ideal para divagar sobre nuestras obsesiones. Así es que escribo lo siguiente:

Recuerdo las palabras de Spengler: “Al final fue siempre un pelotón de soldados lo que salvo la civilización”. Pero no me convence. He conocido algunos soldados y estoy seguro de que, aquí al menos, no hay ninguno que pueda salvar nada, y menos la civilización.
 
El Estado se retira. Quienes por años descansamos en el dominio del espacio público por parte del Estado nos encontramos indefensos. Grupos ajenos al Estado ocupan el espacio que éste abandona.
 
Podemos exigir que nuestro Estado vuelva a cumplir su papel. Podemos  quejarnos. Pero quienes lo manejan son justamente quienes lo vacían y le imprimen la ideología “del sentido del mundo”, con los resultados que todos conocemos y sufrimos.
 
¿Hay alternativas?
 
Podría pensarse en ocupar el Estado legalmente para que cumpla su papel o, en su defecto, reasumir la responsabilidad de nuestra propia defensa. Ambas opciones terminan siendo antidemocráticas, porque la única democracia admitida es justamente aquella que va “en el sentido progresista del mundo” y no necesita de un Estado soberano en nuestros espacios comunes.
 
Es un círculo vicioso. Cualquiera de las dos opciones mencionadas sería romper el círculo de lo políticamente correcto.
 
Si un partido patriótico se acerca al poder peligrosamente, sorteando una tras otra las trampas del sistema, se juntan todos para ponerlo en ridículo, para dejar bien claro quién manda. Un partido así tendría que ganar en la primera vuelta. De todos modos, su líder podría terminar saludando a Fortuyn o a Haider. No olvidemos que aún antes de eso, Haider llegó al gobierno en Austria y tuvo que renunciar.
 
Si consideramos la segunda opción –o sea, asumir la responsabilidad de nuestra propia defensa, ya que el estado no la ejerce–, deberíamos tener muy presente que esa forma de actuar está permitida a todos en virtud de sus derechos humanos, pero no a nosotros, lo que nos coloca en una desventaja absoluta.
 
Hay algo que es seguro: estamos jodidos. Todavía nos queda pensar inocentemente que algún día las cosas van a volver a ser como eran antes, pero no hay ningún motivo válido para pensar eso.
 
Ante esta realidad, las opciones son nuevamente dos:
 
La primera: relajarse y arrastrarse hasta quedar en sangre viva.
 
La segunda: asumir nuestra propia defensa en todos los frentes, aunque resulte políticamente incorrecto.
 
Ahora a cada uno le toca elegir la que más le guste.

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