Las ratas

Compartir en:

La casa era magnífica. Había costado cientos de años construirla. Tenía diferentes espacios claramente diferenciados, salones, baños y una enorme biblioteca con magníficas obras literarias y de cuyas paredes colgaban auténticas obras de arte. Dos alas distribuían las habitaciones, decoradas cada una de un modo exclusivo y original.

Sus habitantes convivían bajo unas claras normas cívicas que concedían la suficiente libertad a cada uno de ellos como para sentirse cómodos en la convivencia, y eso hacía que todos se hicieran responsables del mantenimiento y cuidado de la casa.
Era sabido que la casa alojaba algunos roedores, ratas de diferentes tamaños que, de vez en cuando, dejaban roído algún viejo mueble o alguna alfombra. Nada verdaderamente importante para sus inquilinos que a veces sin mucho entusiasmo trataban de echarlas de la casa con algún gato callejero que pronto se adaptaba al confort interno y dejaba la caza por innecesaria dada la abundante comida con la que era proveído.
Pero de pronto un día los ocupantes de la casa descubrieron sorprendidos que algunos libros y cuadros habían sido rasgados por lo que parecía ser dentadura de roedores, y eso no fue más que el inicio. Día tras día iban apareciendo señales de que el ánimo destructor era insaciable: puertas, cortinas, ventanas, sábanas, lámparas, todo empezaba a ser atacado.
Las ratas, ante la ingenuidad y tolerancia de los habitantes de la casa, se habían organizado en grupos de combate y sembraban el caos por todas las partes del habitáculo.
Un día por la mañana cuando los asustados inquilinos estaban tomando el desayuno en uno de los pocos rincones del hogar que no había sufrido ataques apareció una enorme rata, tenía aires de arrogancia y parecía insuflada de vanidad. La rata carraspeó y reclamó la atención de los acobardados residentes.
“Si queréis que dejemos de destruir vuestra, perdón, nuestra casa, tenéis que convertiros en ratas, o al menos aparentarlo, además tenéis que permitirnos dirigir la vida de este habitáculo”.
-          Pero…, -contestó un inquilino-, acabaréis destruyendo lo que tanto nos costó construir y conservar.
-          Nosotras llevamos, - respondió la rata-, tantos años como vosotros viviendo aquí lo que hasta ahora vuestros ancestros no habían tenido vuestra, digamos, ingenua tolerancia y no podíamos más que roer con mucha precaución algún enser de poca importancia… pero vosotros… - se echó a reír -, vosotros nos habéis dejado crecer y crecer, y ahora ya no nos queda más que acabar con los pocos cimientos que hemos dejado para que sostengan la casa.
-          Pero… la acabaréis por hundir… -dijo uno de los hombres que permanecía sentado y perplejo ante las malas intenciones de aquel enorme roedor- ¿Qué queréis?
-          El poder – dijo la rata- para acabar con vuestros principios, vuestros valores y vuestros estúpidos códigos de convivencia. ¡Venid todas! – gritó-
Y en eso que aparecieron miles y miles de ratas, todas salían de debajo de la casa, de los alrededores, llevaban años esperando la venganza. Era cierto que habían permanecido ocultas bajo los cimientos y en las buhardillas durante cientos de años pero ahora por primera vez se sentían fuertes para imponer el caos bajo amenaza de destrucción.
Los hombres y mujeres que vivían en la casa estaban aterrorizados, dispuestos a pactar…
Pero de repente… se dieron cuenta que el más joven de la casa, un chico de apenas veinte años hacía rato que no estaba con ellos. Se sintieron intranquilos.
Las ratas presentaron un documento con todas las normas a firmar, normas que llevarían a la completa y progresiva aniquilación de la casa. Pero cuando el representante de los inquilinos estaba tristemente dispuesto a firmarlo aparecieron cientos de jóvenes provistos de un arma invencible: su espíritu.
Las ratas acostumbradas a vivir en las tinieblas quedaron cegadas ante el brillo que emanaba de los corazones de aquellos muchachos y muchachas, que lejos de rendirse, incrementaron su coraje. Y corrieron despavoridas lanzándose por los precipicios, pozos y barrancos que había por los alrededores de la casa. No quedó ni una viva porque si alguna se salvó fue combatida con el fuego del valor.
Así fue como la casa se restauró y volvió a ocupar el lugar que le pertenecía, el de una de las más bellas casas que jamás se habían construido. 
Moraleja: 
1.     Las ratas hacen muy bien lo que saben hacer: destruir lo construido.
2.     Los humanos que actúan como tales son superiores a las ratas.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar