La élite dirigente

Trilogía de la Jerarquía (II)

Compartir en:

Las comunidades no pueden dirigirse, ni históricamente nunca lo han sido, por individuos aislados, ni por colectivos abstractos e inorgánicos. En el primer caso (véanse si no los ejemplos de Franco, Hitler o Mussolini), el sistema político, si depende de un solo individuo, normalmente no le sobrevive: su duración no va más allá de la vida natural del fundador y líder. En el segundo caso, el poder carece de estabilidad, rigor e identidad, y del vacío de poder se puede pasar a la multiplicidad de centros de poder, de la misma forma que de la anarquía a la componenda circunstancial.

Es preciso que el poder sea administrado por una minoría especializada o cualificada: una clase política dirigente. Todos los períodos de esplendor histórico, si bien han tenido a un protagonista prioritario, éste ha sido un integrante más, con la función de líder de una pequeña minoría operante, verdadera levadura de las masas y auténtico polarizador, canalizador y orientador de las energías nacionales. Éstos son los “conductores de masas” de Gustave Le Bon.

Podemos distinguir dos tipos de clase política: la “abierta”, identificada plenamente con los regímenes democráticos (el estado mayor de los partidos políticos) y la “cerrada” o aristocrática, cuyos ejemplos serían los estados totalitarios. Dado que toda aristocracia puede degenerar en oligocracia, el regulador sería un Estado en el que los gobernados se hallasen protegidos contra la arbitrariedad, el capricho y la tiranía de los dirigentes, en base a la doctrina de la unidad política y la división de poderes como contrapesos que aseguran la ecuanimidad y la rectitud de los dirigentes. De ahí que un gobierno sea justo cuando su élite está colocada al servicio de la población e injusto cuando antepone sus intereses particulares a los de la generalidad.

La historia de la humanidad es la historia de sus élites, luchando unas contra las otras en una perpetua superación. No puede concebirse una sociedad en la que la jerarquía sea estable. En todas las sociedades humanas, incluso en las organizadas en castas, razas, clases o religiones, la jerarquía terminó modificándose: la diferencia entre las sociedades, bajo el punto de vista de las élites, consiste precisamente en que ese cambio se produzca de una forma más o menos rápida. La historia de las sociedades huamanas es, en gran medida, la historia de la sucesión de las “aristocracias”. La élite degenerada de los antiguos patricios romanos fue sustituida, tras la caída del Imperio y el nacimiento de la Europa medieval, por la “aristocracia de sangre” germánica, cuyos sucesores, ya constituidos en la realeza y la nobleza europeas, formarían la élite dirigente de un viejo continente desestructurado y dividido en pequeñas naciones. En la actualidad, la “élite” ha degenerado en plutocracia, burocracia y tecnocracia.

Respecto a esta “sucesión de aristocracias”, Thomas Molnar, filósofo de la contrarrevolución, llegaba a la siguiente conclusión: la eclosión revolucionaria se produce no en el momento en que el régimen anterior mantenía posiciones dictatoriales, sino cuando daba muestras de mayor liberalismo. Así sucedió con Luis XVI y Nicolás II, o con los regímenes de Salazar y Franco. Incluso las élites directoriales que se encontraban a su alrededor no tenían excesiva fe en el futuro. Estamos ante el problema de la degeneración de las élites. Toda minoría dirigente que no esté dispuesta a librar una batalla para defender sus posiciones, está abocada a la plena decadencia; no le queda más que dejar su lugar a otra nueva élite cuyas cualidades de mando estén más marcadas. Ésta será también una concepción fundamental entre los autores de la llamada “Konservative Revolution” alemana como Spengler o Jünger, aunque su “elitismo” tampoco les hizo comulgar con ninguna de las innumerables ligas o clubes “volkisch” –éstos eran demasiado “populistas”– o “bundisch” –éstos eran más selectivos dentro de un colectivismo germánico–.

Un ejemplo práctico de cómo puede llegar a funcionar una élite adiestrada nos lo ofrece el extinto comunismo. El motor material de la subversión estaba consituido por la élite dirigente marxista, el “apparatchik”, el partido comunista y la internacional bolchevique. El comunismo apareció en un momento de quiebra de las oligarquías burguesas –al igual que el Islam arrastró los estados débiles y divididos- para instaurar una nueva religión por la fuerza de las masas dirigidas por una minoría conspiradora y revolucionaria.

En la actualidad advertimos que el poder corresponde, en cualquier Estado moderno, a una nueva clase dirigente tridimensional: los técnicos (mercenarios a sueldo de los políticos), los burócratas (gestores del dinero público) y los banqueros (empresarios de la especulación financiera), como consecuencia de la tendencia generalizada que consiste en hacer depender, cada vez más, la política de la economía. En una sociedad burocratizada y que, progresivamente, irá llegando a estadios técnicos más elevados, el poder debe estar en manos capacitadas –una élite directorial- y el contacto con las masas, contacto necesario para evitar la anulación del individuo en lo anónimo e impersonal, debe estar asegurado, como aconseja Max Weber, por “jefes carismáticos” que sepan, no sólo ganar la adhesión y la simpatía del pueblo, sino también interpretar sus deseos, sentir sus necesidades, para instruir a la élite en las nuevas directrices: la “nueva burocracia” no basta para lograr estos objetivos, la soberanía no reside en los edificios parlamentarios ni en las oficinas administrativas, sino en la voluntad del pueblo que debe ser accionada por sus dirigentes y ejecutada por el líder.

Para terminar, un inciso. Como en ocasiones anteriores ya hemos hablado de la “élite bancaria” (la usurocracia), ahora le toca el turno a la nueva clase “burocrática” que rige nuestros destinos político-económicos. R.H. Crossman ya nos avisó del peligro que suponía la instauración de un “nuevo feudalismo creado y alimentado por el despotismo burocrático” y Thomas Balongh en “The Establishment” los denunciaba como “nuevos mandarines del sistema”, que se adueñan de los mecanismos del estado, de los medios de producción y distribución estratégicos, repartiendo favoritismos, nepotismos, subvenciones y concesiones de cargos en miles de departamentos especializados. Por supuesto, hablamos de los “burócratas políticos” y no de los “burócratas funcionarios”. En este sentido, la “burocracia política” no es un instrumento o un medio de la democracia, sino un enemigo de la libertad individual y del propio sistema, un “estado dentro del estado”, en definitiva, la “corruptocracia”.

 

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar