Nietzsche en las filas del 98

Compartir en:

Si volvemos la mirada a la fecha de 1898, se proyecta de inmediato en la memoria una crónica que se escribe en España con una triste y negrísima tinta, con un rumor de perdedor entrelineas, aconteciendo en ello una profunda convulsión acaso orgánica, amén que espiritual. Es este el año de los últimos de Filipinas, del desprestigio irremisible, de la también irreversible mutilación de un orgullo más que centenario. ¿Por qué mencionar los hechos del 98?

 Hacer un paralelismo con los contemporáneos tiempos es evidente que  sería de una cierta grosería y mal gusto. Seria ello un tratamiento injusto hacia los que pensaron, y algunos más que eso, la esencia y el rumbo de una tierra.
 
Una comparación tal cual no sería sino un pecado muy propio de aquellos que se proclaman doctores en progreso y adalides de la humanidad, asalariados al fin y al cabo del oficio de diagnosticar oficialmente. Dejemos al asunto en un silencio en suspenso, si bien el atender de nuevo a nuestra condición, como pueblo y como destino,  sea menester tarde o temprano. Echemos la vista a lo que ocurría culturalmente en aquel momento histórico.
 
Una verdadera depresión espiritual se apodera de España en los últimos años del siglo XIX. Convergen en este periodo  dos generaciones con actitudes diametralmente opuestas. Por una parte, están los más mayores, una intelectualidad intransigente sin fuerzas ya, y encerrada en el sueño del siglo XIX, a la manera del erudito Menéndez Pelayo, vasto pensador de la tradición, obstinado en mantenerse "inmune" a Europa. La otra generación es la incipiente, vibrante y juvenil, dotada de famélicos y ambiciosos músculos, representada por Machado, Baroja, Azorín, o Maeztu, por citar algunos. Esta segunda experimenta y se nutre de  la llegada de los franco tiradores de la literatura. Obras –literatura, teatro, filosofía– que sitúan sobre las cuerdas al omnipresente positivismo y a los parlamentarismos distintos del momento, obras que increpan y abofetean a los arquetipos político-humanos establecidos, a los diques ideológicos y orgánicos de la cultura burguesa y democrática. En esta constelación de francotiradores aparecen Carducci, D´Annunzio, Tolstoy, Dostoyevski, Verlaine, Ibsen, Nietzsche,... que atraviesan la frontera pirenaica.
 
Son autores que generan gran fascinación en la joven generación, la cual, como una esponja, se permeabiliza de este oleaje extranjero y heterodoxo. El panorama nacional es asaltado a fuegopluma con espíritu crítico y renovador. Son horas de autoexigencia, e interrogantes frente al abismo, con la violencia de lo profundo.

Llegado a este punto, acerquemos la atención a la huella que despertó Federico Nietzsche. Nietzsche empieza a escocer en Europa unos diez años –cosa poco común- antes de su fallecimiento, corriendo sus blasfemias y radicalismos muy de boca en boca. Quien por primera vez aborda sus páginas en tierras hispánicas es el catalán Joan Maragall, poeta que representa una de las cabezas insignes de la corriente modernista, principiadora ésta en lo que se refiere a laborar con las cuestiones de la propuesta nietzscheana del superhombre, la voluntad de poder y la afirmación ultraindividualista y aristocrática.
 
Esta última –el aristocratismo– es lo que, gracias a la difusión efectuada en catalán por Maragall, cala principalmente en los ambientes de revistas como el Avenç. Es curioso cómo en el resto de España, donde llega ligeramente más tarde la figura de Nietzsche, hace mella su aspecto más anárquico, egoísta, voluntarista, así como el componente más violentamente antisocialista de su discurso. Reconocemos aquí una figura clave en la difusión del espíritu nietzscheano, es el vasco Ramiro de Maeztu quien se reivindica como mayúsculo y ferviente discípulo de Nietzsche, siendo incluso apodado como el Nietzsche español. Más tarde, sin abandonar acaso esa voluntad olímpica,  Maeztu elaboraría su obra Defensa de la Hispanidad que constituiría una arenga a la par que un programa de misión universal y evangelizadora para España.
 
En la línea de nietzscheanofilia o nietzscheísmo, cabe destacar al también vasco Pío Baroja. Baroja, fue schopenhaueriano en sus inicios, y en un principio se mostró reacio a Nietzsche, aunque más adelante abrazó con sincera estima y pasión su obra. No en vano es indiscutible la categoría de polémico e incorrectamente honesto que siempre ostentara Pío Baroja, rasgo este muy emparentado con su “vocación” nietzscheana. Ello se refleja en su vasta obra, indefectiblemente autobiográfica, en dónde abundan personajes de corte y carácter nietzscheano, y en particular en los textos de obras como Zalacaín el aventurero o Camino de perfección. Baroja se caracteriza por su defensa del cesarismo, por su fuerte ateísmo –pero  no antimisticismo– y reaccionario desprecio ante su contemporaneidad.
 
Por su parte, Ortega y Gasset, referente primerísimo del pensamiento filosófico español en Europa, si bien no profesa públicamente adhesión alguna al personaje, también recoge en su bagaje la influencia de Nietzsche, que participa de su planteamiento existencialista del racio-vitalismo. Otro tanto ocurre con don Miguel de Unamuno, el gran y contradictorio Unamuno. Éste fue sumamente crítico con el pensador del eterno retorno… a la vez que gran conocedor del mismo, así  deudor-y ello no merma para nada el valor de su obra- de su existencialismo trágico. Hasta tal punto es así que, a pesar del catolicismo de Unamuno (otro tanto, por cierto, se podría decir de Ramiro de Maeztu), se ha llegado a escribir que don Miguel y Nietzsche eran hermanos de leche.
 
Cabe, sin embargo, destacar que si Nietzsche despertó tan inmenso furor, fue también al precio de ser malentendido e incluso las más de las veces ignorado. Fueron su estilo poético, su apología de la fuerza y su mesianismo los elementos que jovialmente conquistaron las conciencias más jóvenes, con algunas mínimas excepciones. Nietzsche representó una generosa semilla en la creatividad y la ilusión de una tierra somnolienta y malherida: negro ejército de unas nubes que no llegaron a estallar en tempestad. Aun con ello, toda esta fiebre de principios de siglo merece un reconocimiento que hace risueño y solemne al acto de su recuerdo. Nietzsche sigue ahí, no como manual para recetas o como busto para aulas y académicos, sino para interrogarse sin excusas ni maquillajes. Nada, en efecto, se actualiza si falta el movimiento de la acción.

 

 

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar