En torno a la huelga de los controladores aéreos

Si yo fuera Rubalcaba

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Es decir, si fuese un ministro con dos dedos de luces y un mínimo de capacidad, en un gobierno designado según criterios de cuota, amiguismos y glamour mediático de sus integrantes, me habría dado cuenta de que el presidente Zapatero (a quien deseo muchos y muy felices años de existencia terrena), es un cadáver político. Contando con ese dato y con la reconocida incapacidad de los demás miembros del ejecutivo, me habría reunido en petit comité con el otro ministro espabilado (un poco pasado de listo, pero individuo pensante a fin de cuentas), y le habría expuesto las cuatro verdades que todo el mundo sabe:
 
–A ver, Pepe, esto se cae y no hay quien ponga parches al derrumbe. Entre el paro a galope tendido, la bancarrota del Estado, la quiebra del sistema financiero, de pensiones y seguridad social, y, por otra parte, la presión sin misericordia de los nacionalistas, quienes porfían en salvarse de la quema arrebatándonos los cuatro cuartos que quedan en las arcas públicas... Ya te digo, en las próximas elecciones nos vamos a pegar un morrazo que ríete tú de la debacle catalana. De modo que, Pepe de mi alma, a ver si nos ponemos de acuerdo en una solución que, forzosamente, ha de ser radical. Cirugía por lo sano, Pepe: para granos en las ingles, cortar a la altura del sobaco.
 
Y entre el avispado Pepe y yo mismo (dejen que me haga la ilusión, ahora soy Rubalcaba, aunque me fastidia quedarme calvo, pero, en fin...), habríamos ingeniado la siguiente y fantástica estratagema:
 
(Oído al parche, Orteguita, que luego no te enteras de nada.)
 
Analicemos –me digo a mí mismo–. Nuestro planetario presidente llegó a la Moncloa después de una crisis nacional terrible: los criminales atentados islamitas del 11 de marzo de 2004, los cuales costaron la vida a 191 compatriotas. El partido Popular, entonces en el gobierno, gestionó pésimamente aquella crisis, y los electores, justamente indignados, miraron hacia la única referencia posible, un candidato como Zapatero que, de no haberse producido los atentados, nunca habría pisado las alfombras del palacio presidencial. Bien. Salvemos todas las distancias, por supuesto, aunque no desoigamos la enorme enseñanza: nada mejor que un estado de emergencia y súbita alarma para recuperar el crédito perdido. Salvaremos a la nación, una vez más, y los votantes, crédulos de por sí, nos lo agradecerán largamente.
 
–¿Qué te parece la idea, Pepe?
 
–Magnífica, digna de ti y de tu preclara inteligencia...
 
(Con perdón por los piropos, los políticos somos así, un poco vanidosillos.)
 
–Lo único que hace falta es concretar cómo la ponemos en “prática”.
 
–Ya he reflexionado sobre ello –le digo al entusiasta Pepe–. Tenemos a los controladores aéreos cabreadísimos desde hace mucho, porque les hemos bajado el sueldo a la mitad, les incrementamos las horas de trabajo y, dentro de poco, el nivel de su profesión será como toca: mileuristas en carne viva. Seguro que esa gente nos echa una mano, aunque les pese. He concebido el ingenioso proyecto de que, el mismo día que empiece el puente de la Constitución, hagas público un decreto... sobre cualquier cosa, algo que les dé donde les duele y los exaspere al punto de abandonar sus puestos de trabajo. Conociendo el percal, estoy seguro de que entrarán al trapo. El caos aeronáutico será monumental. Les echamos la culpa de todo, los militarizamos, declaramos el estado de alerta, movilizamos a las Fuerzas Armadas y, tatachán, aparecemos dando un puñetazo sobre la mesa: firmeza y contundencia en la resolución de la crisis. Control, eficacia, seguridad y pulso firme. No hay nada que guste más a nuestros queridos votantes que la irrupción de un político de esos de: “¡Esto lo arreglo yo en dos patadas!”. La sensación de rotundidad y aptitud que transmitiremos, seguro, fermentará en la conjetura de que, igual que hemos solucionado la crisis aérea en un pis-pas, arreglaremos todos los problemas de España como quien barre su casita.
 
–Vale, vale, presidente... digo, vicepresidente... Pero, una cosa: servidor es ministro de Fomento. El lío en los aeropuertos va a costarme un riñón en popularidad, sin contar con la putada que supone para los cientos de miles de personas que van a quedarse sin vacaciones, atrapadas en las terminales.
 
–Déjate de remilgos, Pepe, que la situación no está para florituras. En cuanto a esos pringados..., o sea, quería decir, estimados votantes, que dirán ciao a sus vacaciones... Hombre, más se perdió en Cuba. Nada, nada, que se queden en casa y así ahorran. Les vendrá muy bien para aguantar un poquito más la crisis esa de la que tanto hablan y de la que tanto se quejan.
 
–Y lo del estado de alerta, ¿lo ves necesario?
 
–Completamente.
 
–Es que una cosa así no se había visto desde... desde tiempos de Franco, perdóname que te lo diga. Y a lo mejor la gente se acuerda de que, cuando nuestros compañeros de los sindicatos colapsaron Madrid, hace unos meses, con aquella huelga salvaje del transporte, ni declaramos el estado de alerta ni se nos despeinó el flequillo. Nos limitamos a echar toda la responsabilidad del asunto al gobierno autónomo y al ayuntamiento.
 
–Normal. Que cada palo aguante su vela. Si los madrileños, buena gente aunque contumaces en el error, no hubiesen votado tanto al PP, se habrían librado de la huelga. Pero es lo que hay: ¿no querían PP? Pues toma huelga.
 
–Pero qué pillín eres, Alfredo,
 
–Normal. ¿Cómo te crees que he aguantado en cada uno de los gobiernos a los que he pertenecido desde tiempos de Felipe González? Pues, para que te enteres: no lo conseguí repartiendo estampitas de Fray Leopoldo de Alpandeire, precisamente.
 
–Y el estado de alerta, ¿hasta cuándo va a durar?
 
–Hasta que todo el mundo se entere de quién es el nuevo hombre fuerte, quién manda y tiene la sartén por el mango; y, desde luego: quién es capaz de solucionar los contratiempos grandes y pequeños de la patria con una solvencia, claridad de ideas y dinamismo admirables.
 
-¡Rubalcaba for president!
 
–No te emociones, Pepe, que nos queda mucho por hacer. Anda, anda: ve preparando el decreto ese, el de los controladores.
 
–Ya. Pero, una última cosa. Mientras metemos toda esa bulla, ¿qué hay con José Luis?
 
–Que se quede en casa, igual que los viajeros. Que mire la tele y aprenda. Y que no se le ocurra aparecer en ningún sitio, mucho menos a hacer declaraciones. Que desaparezca, que se borre del mapa.
 
–¿Tú crees que querrá? Con lo que le gusta salir en la tele...
 
–Yo me encargo de convencerle. Ten en cuenta que todo esto lo hacemos por el bien de España, y José Luis, en el fondo, es un inmenso patriota.
 
–Sí, eso sí...
 
–Pues no se hable más. ¡Por España, Pepe!
 
–¡Por España, qué coño!
 
–¡Viva España, joder!
 
–¡Arriba España!
 
Y este cuento se acabó.
 
(Aunque me gustaba a mí ser ministro, oye…)

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