Que se pare el mundo, que yo me bajo

Crecimiento: alguien tiene que detener la máquina

Está siendo el debate de nuestro tiempo: hay que parar la máquina. El monstruoso crecimiento de nuestra civilización técnica ya no resuelve problemas, sino que ahora los crea. Para empezar, no está siendo capaz de resolver el drama de la pobreza y, al contrario, está creando nuevos traumas no sólo materiales, sino también espirituales. A la crítica de los anti-utilitaristas, como Serge Latouche, se suman ahora perspectivas como la de metodista norteamericano Bill McKibben, que ve la obsesión por el crecimiento como una amenaza contra la comunidad. El debate continúa.

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EDUARDO ARROYO

 

Para el progresismo mundial la destrucción del planeta es inminente; para la “derecha” o “centro-derecha” liberal, el pan-ecologismo es una estrategia más de la sempiterna izquierda, y aduce textos de escépticos diversos acerca del cambio climático. Unos y otros olvidan lo esencial: que, bajo el afán de producir siempre más y más, subyace la pretensión de arramblar con lo que sea: vidas, bosques, mares y especies. La mano de obra esclava del sudeste asiático, la explotación de niños en la India, la destrucción de especies animales o la devastación de los mares son hijas de un mismo espíritu. Frente a eso, a unos y otros sólo les preocupa si el cambio climático es obra del hombre o no. Por lo visto, si no nos morimos nosotros, si el sistema puede funcionar indefinidamente, no pasa nada, por lo que podemos seguir alimentando la codicia sin límites de nuestro tiempo. El hombre de hoy parece olvidar que el “cambio climático” primigenio es el operado en nuestras almas, donde ya parece que todo es cuantificable en dinero.

 

La cuestión sigue estando ahí: ¿Cree usted que el mundo y nosotros formamos algún tipo de comunidad, o bien ese mismo mundo no es más que una suma de “recursos económicos” destinados a sostener nuestro caprichoso “bienestar”? Bill McKibben acaba de dar algunas claves novedosas en el libro Deep Economy: The Wealth of Communities and the Durable Future (“Economía profunda: la riqueza de las comunidades y el futuro duradero”). Para McKibben, la situación que vivimos ahora es más preocupante que nunca por dos razones: la producción de petróleo y el cambio climático, ambos conectados, en su análisis, con la guerra de Iraq. La tesis fundamental de McKibben es que “el crecimiento ya no está haciendo que la gente sea más rica, sino que está generando inseguridad y desigualdad”. Para el autor, el crecimiento económico “está yendo más allá de los límites físicos, de manera que la continua expansión de la economía puede revelarse imposible e incluso peligrosa”. Pero lo relevante del libro de McKibben es que ahonda en una dimensión un tanto distinta de lo puramente material: “las nuevas investigaciones de los últimos lustros han comenzado a demostrar que incluso cuando el crecimiento nos hace más ricos, ese aumento de riqueza no nos hace más felices”.

 

Y es que McKibben es un hombre religioso, metodista activo en su comunidad de Vermont, que desde lo más profundo de su corazón habla de la protección del medio ambiente en términos de “protección de la Creación”. Nos dice: “conservadores y liberales al uso compiten especialmente acerca de la cuestión de qué puede hacer crecer la economía más deprisa”, sobre todo en lo relativo a las economías emergentes como China y la India. Pero la clave es aprender cómo vivir mejor, y no solamente desde el punto de vista del consumo. “La cuestión clave dejará de ser si la economía produce más o menos para pasar a ser si construye o destruye la comunidad, ya que la comunidad ha resultado ser la clave de la supervivencia física dentro del discurso ambientalista y también de la satisfacción humana”.

 

La idea puede ser el ensueño de algo imposible y deprimente o un objetivo sugerente y profundamente ilusionador.

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