En torno al nacionalismo identitario

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La tendencia centrífuga que desde unas décadas a esta parte se ha ido manifestando en España, exacerbándose en los últimos años con la pasividad del gobierno de la nación, es un fenómeno que entra en notable contraste con el sentido histórico y con la proyección al futuro de la Unión Europea, al menos por lo que a los países más fuertes de ella se refiere (Francia, Alemania, Italia y Reino Unido). El nacionalismo identitario inspirador de las reivindicaciones de los separatistas vascos y catalanes es una doctrina decimonónica que tuvo su momento, pero que quedó desacreditada por la realidad en las dos grandes conflagraciones del siglo XX, a encender las cuales contribuyó en no escasa medida. Recordemos que la Segunda Guerra Mundial no fue sino una consecuencia de los malos arreglos que siguieron a la Primera en el Tratado de Versalles y que constituyeron un triunfo efímero de ese nacionalismo (que no resolvió el problema balcánico y, en cambio, creó otros). Las guerras que ensangrentaron los Balcanes a finales del siglo XX fueron conflictos nacionalistas y étnicos, última consecuencia de los errores de 1919. 

Que existiera un sentimiento que podríamos llamar nacional, entendido como una conciencia de peculiaridad y la reivindicación de una tradición propia, en el País Vasco y en Cataluña no lo niega nadie. Es un dato incontestable que cierta política torpe a nivel de la monarquía española contribuyó en buena medida a soliviantar los ánimos hasta hacer que, por ejemplo, en el siglo XVII, Cataluña siguiera el ejemplo de Portugal y pretendiera escindirse de España, prefiriendo entregarse a Francia, mucho más implacable, sin embargo, en su política centralizadora y unitaria (y si no díganlo los catalanes occitanos que quedaron del otro lado de los Pirineos después de 1659). Pero deducir de ello una voluntad de independencia como constante histórica es, por lo menos, aventurado y, por supuesto, hay que demostrarlo. El problema es que no se puede. Los catalanes, por ejemplo, apoyaron al Archiduque de Austria como Rey de España durante la Guerra de Sucesión porque prometió respetar los fueros y libertades catalanas. No entraba dentro de los planes del Habsburgo permitir una secesión de Cataluña y los catalanes lo sabían. La resistencia contra Felipe V fue motivada por la política absolutista que traía importada de Francia y que temían que acabase con dichos fueros y libertades, como había sucedido ya con el Rosellón y la Cerdaña cincuenta años antes. Más tarde veremos a vascos y a amplios sectores de catalanes defender la causa carlista (que era una causa española) a lo largo del siglo XIX bajo el lema “Dios, Patria, Fueros, Rey”. Tampoco hay que olvidar al ilustre obispo catalán Torras y Bages, que fue quien acuñó el célebre aforismo: “Catalunya será cristiana o no será”, vinculando la tradición catalana a la religión católica, a la que atribuía importancia capital en la formación del Principado, pero sin asomo de separatismo.

Éste vino cuando las ideas del liberalismo y del romanticismo contaminaron a pensadores vascos y catalanes. El interés por lo étnico brindó los elementos de diferenciación en torno a los cuales se construyó el nacionalismo identitario y excluyente (sobre todo, la lengua). Las teorías de Nietzsche, Darwin y Gobineau alimentaron un emergente racismo, que en el caso vasco tuvo especial desarrollo con Sabino Arana, creador del mito de la sangre vasca. Así pues, tomando como criterio la lengua u otro elemento considerado como “hecho diferencial” se lo absolutiza y se forja una idea de nación. Ésta queda identificada con el hecho diferencial; es más: es éste el que hace a la nación y la define como tal. Pero la realidad es mucho más compleja y desmiente a la teoría. Un ejemplo bastará para ilustrar cuanto decimos: según ciertos nacionalistas, le lengua es el hecho diferencial que determina la nación. De este postulado Hitler (nacionalsocialista) dedujo que eran alemanes todos los que hablaban alemán y se anexionó Austria (país germanoparlante) y los Sudetes (región checa de habla alemana). Pero no tuvo en cuenta la idiosincrasia austríaca, completamente diferente de la alemana, a pesar de la comunidad idiomática. Que la lengua no determine la nacionalidad lo muestra también, pero a la inversa, el caso suizo: los suizos se entienden como nación, no obstante y hablarse francés, alemán, italiano y romanche en el territorio helvético. Un suizo del Ticino, que habla italiano, se siente suizo y no italiano. Lo mismo pasa respectivamente con los suizos francoparlantes, germanoparlantes y de los Grisones. 

Lo curioso es que el nacionalismo tarde o temprano engendra imperialismo. Se vio en los casos de los países artificiales que fueron creados tras la disolución del Imperio Austrohúngaro (Checoeslovaquia y Yugoeslavia), donde las minorías bohema y serbia, se impusieron sobre las demás, sometiéndolas. Es lo que pasa en España con los nacionalistas vascos y catalanes, partidarios de una especie de “irredentismo”. Los primeros pretenden anexionarse Navarra porque según ellos “en la cuarta provincia” se habla vasco y, por lo tanto, hay vascos. Los segundos llaman descaradamente “países catalanes” (Països Catalans) no sólo a Cataluña, sino a las partes del antiguo Reino de Valencia en las que se habla valenciano, a las Baleares y las Pitiusas, a la llamada “Franja” aragonesa y a la Occitania o Cataluña francesa (hay quienes llegan a considerar la ciudad sarda de Alghero o L’Algher –en la que habla catalán una minoría de la población– como un suerte de ciudad-estado catalana enclavada en territorio italiano), comunidades de muy dispar y heterogénea identidad. No es ni más ni menos que una reedición del Anschluss hitleriano. Y no exageramos: el principio es idéntico. Como dato paradójico y que muestra hasta qué grado de ridículo pueden llegar, no sólo coinciden con el Führer: en su delirio antiespañol evitan pronunciar el nombre de España y resulta que coinciden también con Franco al denominar a nuestro país “Estado Español” (que es como se tituló el régimen anterior).

El caso es que España, a diferencia de Francia, de Alemania o de Italia, y contra lo que los nacionalistas sostienen, no absorbió ni españolizó completamente a las distintas entidades históricas que la componen y eso ha dado pábulo a las reivindicaciones separatistas. La unidad de España data de 1479 y se redondeó en 1492, anteriormente a Francia (que aún hubo de esperar antes de incorporarse definitivamente Bretaña, el Franco Condado, Flandes, Rosellón y la Cerdaña, Córcega, Niza, Alsacia y Lorena) y a las de Alemania e Italia (países formados ambos en 1870 por el nacionalismo centrípeto). Sin embargo, los conflictos nacionalistas son en estos países mínimos, mientras que en el nuestro constituyen un problema grave y cada vez más acuciante, absurdo si se lo mira en la perspectiva de la Unión Europea, que tiende a la supresión de factores de división (sin que ello signifique renunciar a la propia tradición histórica y cultural) y desde la óptica de la Historia, que tiende la superación del espíritu ancestral de tribu para lograr un mundo civilizado, que no es sino el ideal de la Antigua Roma, de la Roma Eterna, tantas veces intentado, tantas veces frustrado pero siempre acariciado y anhelado.

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