El Cristo de Borja

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Tampoco es que la imagen original del Cristo de Borja (muy deteriorada, para a más inri),  fuese la maravilla de las maravillas. Era un Ecce Homo normal y corriente, como todos los eccehomos que hay repartidos por las iglesias del planeta, con su barba al ascético desgaire, su apropiada expresión de dolor por los pecados del mundo y su corona de espinas colocada como debe ser. Vamos, lo que viene siendo un Ecce Homo estándar desde que la iconofilia se convirtió en Religión B del catolicismo.

El fallo de doña Cecilia, pobre santa mujer, no ha sido malrrepintar al famoso Ecce Homo, sino atreverse a ponerle cara de zambullo tirando a Paquirrín con paperas. Los incondicionales de una religión que adora ("rinde culto", dirían los pontífices) a toda clase de imágenes y pinturas, que venera estatuas de palo vestidas con seda y oro y aliñadas con fina pedrería y joyas de mil y una noches, que reza a cientos de Vírgenes y a miles de santos, cada cual con soberana potestad ontológica representada en un objeto de adoración, no pueden perdonar a la restauradora del Cristo de Borja lo fundamental de su error: que lo haya hecho tan feo. La fe católica tiene once mil vírgenes, y las once mil, aparte de vírgenes, son guapas. No feas. Su Hijo, necesariamente, debe ser igualmente hermoso, no horroroso.

 

Cecilia, en sus cortas luces, buenamente y como Dios le dio a entender, acometió la piadosa tarea de restaurar el Cristo. Y lo dejó, en efecto, hecho un cristo. El escándalo no tiene que ver con la fe ni con la doctrina, sino con la estética. Lo cual, en el fondo, resulta alentador. Pues a fin de cuentas... No nos pongamos tiquismiquis y seamos sinceros: ¿qué es la religión sino, en esencia, una delicada cuestión de estética?

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