Una gran novela histórica

"La hermandad de la Nieve", por José Vicente Pascual

José Vicente Pascual acaba de publicar en las ediciones Evohé una nueva y grannovela (¡y van…!). Su título: "La hermandad de la Nieve", una saga familiar de "los neveros", un gremio dedicado al oficio del hielo y de transportar nieve desde las alturas del Muley Hacén a la Granada en donde sus majestades católicas habían recibido las llaves de la ciudad por manos del último rey moro. Así ha contestado a las preguntas de El Manifiesto.

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 José Vicente Pascual acaba de publicar en las ediciones Evohé una nueva y grannovela (¡y van…!). Su título: “La hermandad de la Nieve”, una saga familiar de “los neveros”, un gremio dedicado al oficio del hielo y de transportar nieve desde las alturas del Muley Hacén a la Granada en donde sus majestades católicas habían recibido las llaves de la ciudad por manos del último rey moro. Así ha contestado a las preguntas de El Manifiesto.

P.- En la “Nota del Autor”, al final de la novela, lo primero que se afirma es que La hermandad de la nieve nunca existió. ¿Por qué ha escrito una “novela histórica” sobre ella?

R.-Es una novela histórica porque la acción se ambienta y desarrolla en una época concreta del pasado (el siglo XVI, en Granada, España), y la acción y argumento respetan rigurosamente hechos documentados de esa misma época. Es novela porque se trata de ficción, y como tal ficción me he permitido “inventar” un gremio que, como tal, no empezó a ejercer hasta el siglo XIX. De todas formas, la costumbre de bajar hielo y nieve de Sierra Nevada a la ciudad, para múltiples usos, es antiquísima. Que se hiciera de manera organizada, gremial, o por partidas de “por libre”, no parece muy relevante. La nieve siempre ha estado ahí y el afán por transportarla y servirse de ella, igualmente.

P.- En una novela sobre Granada, en esa época, se echa en falta el ambiente monumental, la sugestión de la Alhambra, los jardines del Generalife...

Por supuesto. Para cuentos de la Alhambra ya están Irving y sus siete mil imitadores/acólitos. No me interesa en absoluto la Granada estereotipada y convertida en mito, el exotismo arábigo/nazarí, el supuesto refinamiento de una cultura orientalizante. Granada como “paraíso perdido” es un discurso rancio, anquilosado, reaccionario y demasiado visto. Mucho menos me interesa el historicismo romántico poblado de princesas cautivas, reyes y príncipes que transitan por la historia como personajes de ópera, ambientaciones delirantes en paisajes idílicos y toda esa bambolla. Me interesa la realidad del pasado, mucho más apasionante y literaria que todos los artificios y mixtificaciones absurdas, amaneradas y, la verdad, bastante cursis que se han ido generando sobre la historia de Granada. Y ya que hablamos de la verdad, le diré que en Granada, como en todas partes, la lucha por el poder y la posesión del reino fue un episodio de lucha de clases, de ricos que querían serlo más todavía y pobres que intentaban sobrevivir como podían. A este respecto, es necesario señalar que las grandes familias nazaríes se convirtieron al catolicismo en cuanto los Reyes Católicos tomaron (recibieron, por ser exactos), la ciudad de manos de Boabdil y sus nobles. Esta conversión súbita tenía un objetivo muy claro: conservar su dominio y riquezas. Y esas familias, los descendientes de los grandes reyes nazaríes, de Al Hamar El Rojo, de Muley Hassan,  de Bobadil... fueron años más tarde los principales adalides en la lucha contra el islam y quienes se pusieron en cabeza para exigir la expulsión de los moriscos (cristianos “nuevos” que se habían rebelado contra la corona y emprendieron una guerra civil devastadora). Es decir, los ricos hicieron lo de siempre: “Quítame la fe y mi civilización, pero no me quites mi dinero”. Y continuaron siendo dueños en un reino que, en realidad, nunca dejaron de controlar. Esa es la verdad histórica y a ella me ciño en la novela. Por eso mismo trato de desarrollarla a partir del periplo existencial de una generación de personas normales, gente que vive de sus manos y su trabajo: el pueblo, que diríamos hoy día. La historia concebida como una intriga palatina donde los únicos actores son reyes y príncipes, hombres de armas, aventureros y princesas enamoradas, amén de ser una falsedad es un rollazo pasteloso que sólo interesa a las marujas.

P.- ¿Hay entonces una voluntad “beligerante” en La hermandad de la nieve?

R.-Hay una voluntad de contar las cosas como fueron. Ya conoce usted el célebre dicho: la novela es el arte de llegar a la verdad a partir de un montón de mentiras. Sobre la ficción de un gremio de neveros inexistente he pretendido (no sé si conseguido), contar cómo sucedieron realmente las cosas en aquel período decisivo para la historia de Granada, de España y occidente.

Se bautizaron grandísimos hombres y notabilísimas mujeres de la estirpe del rey Boabdil y sus antecesores, como fuera el caso de la princesa Cetti Meriem, sobrina del rey de Granada, y su esposo Sidi Yahya, quien fue  nombrado Alguacil Mayor de Granada, principal de la Caballería de Santiago, beneficiado de las salinas de La Malahá, señor de la tahá de Marchena y del marquesado de Campotéjar: recibieron los nombres cristianos de doña María y don Pedro de Granada Benegas y fueron cristianos de alcurnia para siempre, tanto ellos como sus herederos y los herederos de sus herederos. A su bautismo acudieron nobles de la corte, generales de la milicia, obispos y hasta un cardenal. Consiguieron lo que se proponían: seguir siendo ricos y que nadie arrebatase un cobre de su tesoro. Anhelo que, según se mire, es muy humano.

Muchas otras familias pudientes procedieron de la misma manera. Los descendientes de Nasr Al-Hamar El Magnífico, de El Zagal, de Mulay Hassán, de Muhammad Humeya y de Abu Zacary Al Nayar. Sucesores de reyes y príncipes que en otros tiempos se hicieron conocer como sultanes, defensores de la fe, guardianes de la palabra del Profeta; todos ellos, puestos a elegir entre la púrpura de este mundo y las galas del paraíso, se quedaron con la bolsa, de más peso que cualquier vestido por santo que sea.

He partido, pues, de un planteamiento sencillo: rechazar la impostura romanticista que tanto ha distorsionado el ideario colectivo sobre estos asuntos. Cuando Bobadil salió de Granada, teóricamente expulsado por los Reyes católicos, no fue al destierro ni a la miseria, sino a ocupar el cargo que le habían cedido sus majestades: Señor de las Alpujarras. El célebre episodio del Suspiro del Moro, el “Llora como una mujer... etc” que supuestamente le espetó su madre, la codiciosa e intrigante Aixa, es una bobada sin ningún fundamente histórico, inventada por cualquier poetiso romanticoide. La verdad es que los Reyes Católicos y la nobleza de Castilla y Aragón se repartieron el poder bastante ecuánimemente con las castas dirigentes de los nazaríes, y establecieron un férreo pacto histórico que tuvo vigencia durante muchos siglos. Concretamente hasta hoy, cuando ya no tiene sentido hablar de aquellos bandos. Hoy la cuestión se plantea en otros términos que, lógicamente, quedan fuera del alcance de la novela, aunque no de su intención didáctica.

P.-El poder cristiano la época no sale muy bien parado, pero tampoco la civilización anterior, ni la sociedad morisca.

Vera usted. El poder es el anhelo supremo de los humanos y siempre se comporta y funciona de manera algo enrevesada, por supuesto, y desde el punto de vista ético nadie queda demasiado bien parado. La cuestión, en el caso de Granada y en referencia al asunto morisco, es que hubo unas Capitulaciones entre Castilla y Aragón por una parte y el reino de Granada por otra, firmadas en 1491, según las cuales los antiguos habitantes de la ciudad tendrían derecho a continuar rigiéndose por sus propias leyes civiles, practicar su religión, proseguir con sus usanzas y tradiciones, etc. No parece que hubiese demasiada voluntad de cumplir aquel tratado por parte de los vencedores, pero la verdad es que los vencidos, quienes entregaban su reino a las armas cristianas, tampoco estaban dispuestos a cumplirlas.

Los “cristianos nuevos” tomaron aquel percance, la pérdida de su reino, como una situación transitoria, a la espera de que los reyes de las grandes ciudades del norte africano, los piratas de Berbería y, sobre todo, el sultán de Istambul, recuperasen el poder perdido en la zona, expulsando a los ejércitos cristianos y la civilización occidental del antiguo reino de Granada. Les faltó tiempo para empezar a conspirar, solicitar ayuda a aquellos monarcas de la otra orilla mediterránea, clamar por la intervención de los turcos en Granada y tomar nuevamente las tierras de su perdida Al-Andalus. Las razzias de los turcos eran tan frecuentes como la historia señala, y los nazaríes vencidos y teóricamente adeptos a los términos de las Capitulaciones daban cobertura logística a las mismas. Hubo cientos de incursiones, con miles de muertos y gente cautiva y esclavizada. Es decir, que la pugna por el poder no se acabó ni mucho menos con la entrega de Granada a los Reyes Católicos. Por otra parte, es de señalar que la pretensión de los monarcas musulmanes y del sultán de la Divina Puerta no era simplemente reconquistar Granada para el Islam, sino la supremacía en el Mediterráneo. Y quien ha controlado el Mediterráneo ha sido históricamente dueño de Europa. Por eso señalo que aquel tiempo y aquellos sucesos fueron decisivos para Granada, España y la civilización occidental. Cuando en 1568 los moriscos nombraron rey de Granada a Aben Humeya, lo hicieron contando con la promesa de Selim II de intervenir en la guerra y conquistar para el imperio otomano las tierras del antiguo reino granadino. De haberse hecho realidad aquella intención, Granada habría sufrido el cerco de los turcos igual que Viena; habría sido la frontera occidental en pugna con los turcos y sus aliados por prevalecer en Europa.

P.-¿No resultan los neveros de su novela un poco “mafiosos”? Lo digo por los métodos expeditivos con que se libran de sus adversarios y se quitan de encima a la competencia.

R.-Bueno... se trata de una exageración, un subrayado que al mismo tiempo intenta poner en evidencia una circunstancia nefasta para Granada: nunca hubo en aquella ciudad y sus dominios una auténtica burguesía con voluntad de ejercer como tal. El comercio de la seda, principal industria de la época, estaba en manos de artesanos moriscos, banqueros italianos y tratantes franceses; las demás industrias, igual. Incluso la mano de obra cualificada estaba compuesta en su inmensa mayoría por los moriscos. Fueron célebres los “alarifes” (albañiles) granadinos, llamados a todas partes de España por su pericia y fiabilidad. Pero Granada como tal nunca generó unas clases sociales industriosas que a su vez produjesen riqueza. Las clases dirigentes estaban compuestas por clérigos, nobles, soldados, funcionarios del imperio y algún que otro mandamás de la universidad. Y así le fue y así le ha ido a Granada, una ciudad ensimismada y situada por tradición en los últimos puestos de indicadores económicos de desarrollo. Tan ufanos siempre: antes pobres que herejes. No sé si en la Hermandad de la nieve eran un poco expeditivos para sacar adelante su negocio, pero no habría venido mal a la ciudad, nada mal, una burguesía con aquella implacable “voluntad de ser”.

P.-Según Álvaro Andrés de Bayos, patriarca de los neveros, la convivencia entre el cristianismo y el islam es imposible. ¿Está de acuerdo o es únicamente la opinión de un personaje de su novela?

R.-Es la opinión de un personaje en un momento de la novela en que, efectivamente, la convivencia entre cristianos y musulmanes es imposible porque se encuentran en plena guerra civil. Una guerra que fue cruel, espantosamente carnicera, sin piedad ni perdón. Era una guerra de religión, donde el paraíso de unos quería expulsar y aniquilar al paraíso del oponente. Las atrocidades que se cometieron no se diferencian mucho de las que muchos siglos más tarde conoceríamos en la guerra civil española, la  II Guerra Mundial o las guerras civiles habidas en antiguos países comunistas (pienso en Camboya, en Yugoslavia...). Fue una guerra civil con una determinación: el exterminio del oponente. En tales condiciones, comprenderá usted que hablar de convivencia entre una y otra fe era un absurdo.

De todas formas estoy convencido de que si el “experimento” de convivencia entre civilizaciones pactado en las Capitulaciones del 25 de noviembre de 1491 hubiese tenido éxito, hoy conoceríamos un islam muy distinto al que, por desgracia, estamos acostumbrados. Sería una religión más, como ser budista, mormón, hinduista o zoroástrico. Pero el asunto no funcionó, lamentablemente. Hoy, tal como afirma Houellbeqc, el islam es una religión y una forma de vida que implica en su cuerpo doctrinal la eliminación de cualquier otra fe y civilización que no sea la suya. A menudo se señala que el problema del islam es su mal avenencia con los derechos humanos y el trato hacia las mujeres, pero esto, con ser nefasto, no es lo peor. Lo peor es que tenemos que convivir con un islam cuyo objetivo sagrado, irrenunciable, es que todos seamos musulmanes y todos vivamos como tales: orando hacia La Meca, pegando con una vara a las mujeres que se atrevan a replicar, lapidando a las adúlteras y ahorcando a los homosexuales. El islam pudo haber sido una religión de tolerancia, una creencia-puente entre el cristianismo y el judaísmo. Pero las circunstancias históricas, el continuo fracaso de lo que algunos políticos creen haber inventado hace dos días y que llaman “alianza de civilizaciones”, ha conducido al islam a un callejón sin salida: o existen en contra de los demás o no tienen sentido en este mundo. ¿Cómo va a tener sentido una religión que determina el pulso común de una sociedad anclada en el siglo XV? Sólo hay una salida: el estado bélico o pre-bélico permanente.

P.-Según usted, en tal caso, ¿qué alternativas hay a este conflicto?

R.- El imperio de la ley emanada de constituciones democráticas, que dicha ley se cumpla y que todos estén obligados en las mismas condiciones. Cada vez que subo al metro en Londres o en París y veo mujeres tapadas de los pies a la cabeza, embutidas en el burka, aparte de lo vejatorio que para ellas puede resultar me disturba enormemente comprobar cómo hay una “ley propia”, una exención de la ley para una “minoría” (¿?) En una sociedad democrática y sujeta a leyes emanadas de la soberanía nacional, nadie puede deambular con la cara cubierta, disfrazado, en espacios públicos videovigilados en aras de la seguridad de los ciudadanos (y buena falta que hace, para qué vamos a poner ejemplos). Nadie puede hacerlo salvo los musulmanes, claro está. Y si denuncias esta situación te llaman islamófobo, racista y todas las lindezas que se les ocurran a los buenrollistas. Una mujer, en París o en Bruselas, tiene derecho a pasear en minifalda o vestida como le dé la gana sin que la llamen puta y poco menos la arrojen a pedradas del lugar. Pero hay barrios parisinos, de Bruselas y otras ciudades europeas, como usted bien sabe, donde antes de entrar hay que mirar cómo se va vestido. El Islam con el que compartimos espacio en Europa no es que se haya radicalizado, es que ha vuelto a sus esencias. Ellos determinan cuál es el grado de “tolerancia” que permiten a nuestras costumbres y hasta dónde podemos nosotros criticarles sin que se sientan ofendidos. Son jueces y árbitros de su conducta y de la conducta de los demás. Son ellos quienes fijan las fronteras de nuestras libertades, con especial celo en la de expresión. Ellos ponen los límites y si no aceptas que sean ellos quienes impongan esos límites, entonces eres un intolerante y mereces que te corten un pie, por lo menos. Con gente así, convivir resulta imposible.

P.- Parece que hay un elemento “femenino misterioso” en su novela. ¿Es un efecto buscado o un imponderable del argumento?

Hay dos clases de lugares, o mejor dicho, de ciudades: las que son una imposición de poder (pondría el ejemplo de la Atenas contemporánea, de Viena o Madrid), y las que surgen como una emanación natural de la tierra y de la historia. Granada sin ir más lejos. La Alhambra no está ahí, en lo alto de la colina roja, como exhibición del poder de nadie sino como resultado de un poso lógico de los siglos. Estos lugares, y perdone la redundancia, necesariamente tienen un “espíritu del lugar”, un latido que se mantiene en el tiempo y que impregna el sentido y alcance de cuanto vemos en su entorno. Es como un mensaje imborrable, siempre en silencio y en perpetua manifestación de su potestad, en espera de que algo en nuestro interior despierte y sepa escuchar lo que ese espíritu del lugar tiene que decirnos. Es algo semejante a la “leonina fuerza inaplicada” de la que hablaba Aleixandre cuando se refería al “fondo indiferenciado” de lo real, sea o no manifestado. Esas mujeres a las que usted se refiere, la que No Dice Su Nombre, Albia Doménica de la Santísima Trinidad y la pequeña niña-viuda Adina (Isabel de Santa María), encarnan en la novela ese espíritu, el “eterno granadino” que, en este caso, se funde con el “eterno femenino”. Porque Granada, no le quepa duda, es una ciudad con alma, y ese alma es la de una mujer. No se admiten disensiones en esta última afirmación, por peregrina que le parezca.

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