Los beneficiarios últimos del delirio racista nazi

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Usted escucha las palabras “nazi” o “Alemania nazi”, ¿y qué otros términos sitúa en el campo semántico de las mismas? ¿Me equivoco si entre ellos están “judío” y “campo de concentración”? ¿Acaso yerro si afirmo que no ha pensado en cosas tales como defensa de la naturaleza y de los animales, vida natural y sano nudismo, alto nivel de exigencia, y cultivo de una estética grandiosa?
Los nazis les vinieron muy bien a los Aliados, y, más que a los Aliados, al posterior orden del mundo, cuya vacuidad, zafiedad y crisis económica estamos sufriendo con creces. Además, los creadores de los grandes mitos nunca se harán una idea de lo agradecidos que deben de estarle al nazismo, y en especial a Adolf Hitler y su Mein Kampf, por haber sido tan sinceros y no escudarse en eufemismos.
No hay duda de que a los nazis, por decirlo suavemente, no amaban la idiosincrasia judía, pero igual que les producía animadversión la presencia de este pueblo en Europa, experimentaban la lógica atracción de todo nacionalista ante un colectivo (o parte de él) que lucha para establecer una nación, combate por un territorio, o desea imponer una línea ideológica etnodiferenciada. De ahí la contradictoria y paradójica existencia del filosionismo nazi frente a su fobia multicultural. A lo largo de las últimas décadas, han aparecido jugosos estudios sobre esos vínculos entre líderes sionistas y nacional-socialistas: pactos secretos, envíos de capital económico a Palestina para financiar la compra de tierras, movimientos paramilitares sionistas operando en plena Alemania nazi, escuelas de formación para los futuros emigrantes hacia Palestina… Y, como colofón, el deseo del combatiente paramilitar y escritor Avraham Stern de establecer un Estado de Israel de corte fascista liberado del dominio británico.
Sin embargo, ese filosionismo nazi no interesa a nadie: ni a los judíos, pues ningún provecho sacarían para sus fines de airear esos “trapos sucios”; ni a la extrema derecha europea, a fin de no manchar el antisemitismo esencial de sus referentes, ni tampoco su buen rollito con el islam, que a tantos grupos y grupúsculos financia; ni a los neoliberales, pues aunque odien los nacionalismos no se pueden permitir la condena del israelí, sin duda uno de los más radicales y orgullosos de los hoy existentes; ni a la izquierda (caviar o no), pues tal vez consideraran que sería eximir a los nazis de sus crímenes o manchar la memoria de los judíos asesinados durante la II Guerra Mundial, y necesitan a sus “judíos buenos” y muertos para poder seguir atacando a los “judíos malos” y vivos; ni a los centro-reformistas, siempre con el temor de que en cualquier instante les digan que son de derechas, ergo, “fascistas”.
Sin embargo, en cuanto a política exterior de la Alemania nazi, no hay excepción judía, igual que no hay excepción bretona, ni vasca, ni estonia, ni lituana, ni armenia, ni rumana… Buena parte de loa regímenes y muchos de los intelectuales de tales países fueron filonazis, sus movimientos nacionalistas se aprovecharon de esta coyuntura, pero hoy es una página que se desea pasar, porque avergüenza. Los herederos de estos movimientos no son capaces de asumir sus contradicciones o de poner en su justo momento histórico lo que ocurrió: la movilización de los pueblos de Europa en una lucha que quería ir a las raíces de cuanto nos constituye como pueblo. Los judíos, además, pretendían poner su hogar nacional en la tierra milenaria de sus antepasados, fuera de Europa, de una Europa que sólo podía ser europea, con lo que esa lejanía todavía beneficiaba más a los líderes alemanes en su deseo de vaciar Europa de judíos.
Pero aquí caemos en la trampa que se nos ha querido tender. Los nazis eran judeófobos, es cierto (pero no antisionistas…); sin embargo, ¿es éste un rasgo significativo? ¿Había una “excepción nazi” en Europa? ¿O acaso no se miraba a los judíos en Francia, en Rusia, en España (donde no había desde hacía cinco siglos), en Austria, en Hungría, e incluso en los Estados Unidos, como al “Otro” por antonomasia, calificándolos con los mismos epítetos con los que los estigmatizó el nazismo?
No se odiaba más a los judíos en Alemania de lo que se les podía odiar en el resto de países; ésa es la realidad. Cargar las tintas contra el nacional-socialismo, convertir esa ideología en algo extremo y extraño en el conjunto de pueblos europeos no es sino una postura política consistente en pretender purgar en otro las propias culpas. El pensador israelí Gustavo Daniel Perednik, en su obra La naturaleza de la judeofobia, cita unas reveladoras líneas de Dennis Prager y Joseph Telushkin: “elementos esenciales del pensar cristiano, socialista, nacionalista y postilustrado habían considerado intolerable la existencia de los judíos. En un análisis final, todos se habrían opuesto a lo que Hitler hizo, pero, sin ellos, Hitler no podría haberlo hecho” (evidentemente, que “se habrían opuesto” es mera especulación…). ¿Por qué entonces esa amnesia de una judeofobia que era moneda corriente en todo el pensamiento europeo desde hacía siglos y milenios? ¿Por qué se continúa aireando la gran patraña de que los nazis eran los únicos antisemitas de Europa en esas décadas, y el resto de ciudadanos europeos eran profundos amantes de los judíos, si tal cosa no es verdad?
Convertirla ideología nacional-socialista en una suerte de estercolero, de único lugar donde anidaban la irracionalidad, los crímenes y el antisemitismo, era la mejor forma de que los vencedores pudieran seguir fomentando los suyos, como han hecho. Ahí tenemos las invasiones soviéticas de diferentes zonas de Europa, los campos de concentración donde se internó a la población estadounidense de origen japonés, la política de xterminio de los indígenas de América del Norte y de los aborígenes australianos, la segregación racial oficial en Estados Unidos hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, el saqueo y destrucción de la naturaleza por parte del capitalismo mundial, el uso en la URSS y en los EEUU de su propia población como cobayas en experimentos médicos, los bombardeos anglo-americanos sobre Italia y Alemania (con Dresde a la cabeza), el crimen de guerra que fue el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y, por no hacer la lista muy larga, las persecuciones contra los judíos a lo largo y ancho de la URSS, y el vaciado de ese pueblo en la mayor parte del mundo árabe (aliado de Estados Unidos, a todo esto)… Cuando se cae en la cuenta de tales hechos, la policía del pensamiento contrapone la imagen de un campo de concentración nazi, y las mentes se quedan sosegadas, pues aquello ocurrió, y ya no ocurrirá más ni está ocurriendo. Han encontrado la papelera de reciclaje ideal, y la mayor de las ignominias: cualquier hecho posterior no podrá igualar a aquél, porque los “malos” fueron vencidos. Dicho esto, es evidente, con independencia de los crímenes aberrantes que los nazis cometieron, por el mero hecho de que odiaban a los judíos y tuvieron el poder para humillarlos y masacrarlos.
Pero hay algo profundo en esa inquina contra Europa (la Resistencia contra los nazis fue un fenómeno cuantitativamente despreciable). ¿No será lo “nazi” una metonimia que viene muy bien para desactivar cualquier voluntad nacionalista europea, cualquier orgullo de ser lo que somos? Varios libros hay ya sobre el origen nazi del europeísmo, y cualquier mención nacional de Europa como cuna de un pueblo único es “sospechosa”. Tal vez sea hora de empezar a colegir cuándo se empezó a fraguar el genocidio cultural y demográfico que vive nuestro pueblo, por qué se nos ha querido anular, y a quién beneficia.
Artículos relacionados: "Para acabar con el fascismo".  y "Contra las falsas rebeldías". Ambos de Rodrigo Agulló

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