En torno a la renuncia de Benedicto XVI

¿Los héroes están cansados?

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Los artículos de esta nueva Sección sólo comprometen la opinión de su autor. No la de El Manifiesto
 
“¿Qué sabe hoy todo el mundo?, preguntó Zaratustra. ¿Acaso no vive ya el viejo Dios en quien todo el mundo creyó en otro tiempo?
“Tú lo has dicho”, respondió el anciano contristado. “Y yo he servido a ese viejo Dios hasta su última hora. Más ahora estoy jubilado.”
—Friedrich Nietzsche
Así habló Zaratustra
La dimisión de un Papa es un acontecimiento de vértigo, incluso para los no creyentes. El vértigo se produce cuando nos asomamos al vacío y sentimos que se desvanece todo asidero. ¿Que asidero espiritual más firme, en su perennidad rocosa, que el Trono de San Pedro? “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella.” La Iglesia católica y el Papado, con su continuidad milenaria, son una de esas fuerzas que modelan el orden del mundo y lo hacen reconocible. Y eso es así más allá de adhesiones o rechazos. La dimisión del Papa –un acontecimiento con sólo tres precedentes en dos mil años de historia– nos sitúa en terra incognita y adquiere el valor de símbolo de los tiempos que vivimos.
Nos habíamos acostumbrado a su aire de tímido ratón de biblioteca, musitando sus incomprensibles plegarias, suministrando sus cansinas admoniciones. Pensábamos que se moriría aburriéndonos. En realidad pensábamos que estaba casi tan muerto como su mensaje y que, al igual que sus predecesores, acabaría extinguiéndose amarrado a su Trono. Además, ni siquiera tenía la delicadeza de intentar caernos simpático, de quedar bien en las fotos, de proporcionarnos un show. No era más que un intelectual. Un intelectual incapaz de comunicar empatía. Frío como un témpano, carente del optimismo del polaco.
Porque Ratzinger sabía que no nos acercamos a una primavera de la Iglesia. Sabía que es más bien todo lo contrario: el cristianismo camina hacia sus orígenes, hacia las catacumbas. Y sabía que ese proceso es, posiblemente, irreversible. Como intelectual lúcido concibió su misión como una preparación para lo peor. Consciente de que el peor enemigo es siempre el interno, se empeñó en poner orden entre la cacofonía doctrinal resultante del Vaticano II. Barrendero de Dios, ultraconservador, gran inquisidor, panzercardenal, Ratzinger es una de esas figuras ante las que la cultura dominante considera de buen tono verter toda clase de displicencias
Pocos Pontífices han sido tan cuestionados como este alemán cuya única vocación –parece ser– era la de dedicar su vida al estudio. Precedido de su antipática reputación de inquisidor llegó al Trono de San Pedro, supuestamente como Papa de transición. Y se dedicó a sacar a la luz las miserias hasta entonces escondidas, al tiempo que continuaba la secular batalla de la Iglesia frente al mundo moderno. Una batalla perdida de antemano que hubiera necesitado de un titán en vez de un libresco anciano al borde de sus fuerzas. Y tras varios años de polémicas, de tormentas mediáticas y de traiciones, el anciano llegó al límite y dijo basta. Una decisión que casi nadie le ha criticado, pero que ha hecho que muchos de sus fieles se asomen, por primera vez, al vacío.
¿Qué se hizo del carisma divino? ¿Es posible renunciar a la infalibilidad? ¿Se equivocó el Espíritu Santo? ¿Funciona el Vaticano como una Junta de Accionistas? Y sobre todo: ¿es posible descender de la Cruz?
El contraste con su predecesor se hace demasiado evidente. Su predecesor, aquél amasijo de padecimientos aferrado a su misión, aquél testimonio del heroísmo entendido como sometimiento de la carne, como triunfo del espíritu. Juan Pablo II, el atleta de Cristo, el guerrero frente al mundo moderno.
No cabe en puridad objeción alguna, doctrinal o de derecho canónico, a la dimisión de un Papa. Y este Papa, en un ejercicio de responsabilidad, actuó en intelectual puro. Examinadas sus fuerzas, se reconoció incapaz de proseguir con su tarea y decidió evitarle a la Iglesia varios años de desgobierno. Y sin embargo…
Sin embargo, es como si algo se hubiese roto. Como si se hubiese dilapidado un capital simbólico celosamente preservado. Al fin y al cabo la institución del Papado –la última monarquía de origen divino en Occidente– deriva su autoridad no de la buena o mala gestión de su titular, sino de una esencia metafísica vinculada a un orden sobrenatural. Y así ha sobrevivido a todo tipo de tempestades y a algunos deleznables pontífices. Porque la Idea está por encima de la persona. Es la concepción –eminentemente premoderna– del pontífice como “hacedor de puentes” (pontifex), como mediador supremo entre el cielo y la tierra, como encarnación de una institución cuyos efectos benéficos emanan de su mera existencia. Pero con esta dimisión, el Papa parece acercarse bastante a la tierra y alejarse un poco del cielo.
El Papa es un supremo sacerdote. Y el sacerdocio es ante todo sacrificio ejemplarizante en aras de una misión que se percibe como la más alta, y que a su vez refleja el sacrificio de Cristo. Nadie pone en duda, en el caso de Benedicto XVI, la capacidad de sacrificio. Nadie discute que el Papa ha obrado en conciencia y que ha pensado, ante todo, en el bien de su Iglesia. Pero su dimisión se inscribe –de forma seguramente involuntaria– bajo el signo de la época antiheroica que vivimos.
El sacerdocio es aspiración a la santidad. Y la santidad es la forma religiosa del heroísmo. Pero en Europa hoy los seminarios están vacíos. Y en una curiosa ironía de la historia este Papa, al que todos reputaban como tradicional y ultraconservador, acaba su Pontificado con un gesto esencialmente moderno, con un gesto que adquiere una dimensión simbólica en cuanto expresa el agotamiento de la Iglesia ante un mundo sin fe. Una Iglesia que apenas recluta héroes. Que ya no genera mártires ni cruzados. Una iglesia cuyos héroes –los que quedan– parecen cansados.
El desierto crece
La idea de un Papa jubilado en una Europa post-cristiana evoca inevitablemente una de las imágenes de Así habló Zaratustra: la del viejo Papa errabundo que se ha quedado sin trabajo porque Dios ha muerto. Y él, que es quien mejor ha conocido al último Dios –al Dios del cristianismo– es el que también conoce mejor que nadie la situación creada tras su muerte.
Dios ha muerto, de eso no hay duda. Así lo anunció Nietzsche. Pero conviene rescatar al filósofo de Sils Maria de la torpeza de los que no le entienden. Nada puede morir que no haya existido antes. La expresión “Dios ha muerto” nada tiene que ver con el ateísmo vulgar, ni con la trivialidad banal de “los que no creen en Dios”.[1]  Lo que la muerte de Dios significa es que el mundo suprasensible carece de fuerza operante, ya no dispensa vida. Lo que la “muerte de Dios” significa –en la visión filosófica de Nietzsche–  es la culminación final del desenvolvimiento del nihilismo, un movimiento historial milenario de desvalorización de todos los valores, del que el propio cristianismo sería uno de los vectores. La incredulidad o el ateísmo no serían la causa o la esencia de ese nihilismo, sino más bien sus consecuencias.
Si ello es así, todo es bastante más complicado de lo que quisieran los que confían en una posible reevangelización. Porque no basta con un incremento del número de creyentes –con un revival cristiano o de otro tipo– para salir del nihilismo. Vivimos en el nihilismo como en el aire que respiramos. Nihilismo es la lógica interna de la historia misma de Occidente, la ley misma de esa historia. El nihilismo no es ni siquiera una decadencia. Es un gran vacío que se extiende. El nihilismo es un proceso arrollador de desacralización del mundo, de salida de la religión, de retirada o de ocultamiento de lo divino. Decía el filósofo Jean Beauffret que  “hoy todos somos ateos. No en el sentido del ateísmo como alternativa a la fe, o como un progreso científico que rivalizaría victoriosamente con ella, sino en el sentido que la mitología griega daba a la figura de Edipo, abandonado por lo divino y por los dioses”.[2]
Pero la sed de sacralidad permanece. Y en el lugar antaño ocupado por el cristianismo u otras creencias de la era religiosa se suceden doctrinas que tratan de encontrar un sentido, que prometen –cada una a su manera– la felicidad: las “religiones políticas” (comunismo, fascismos), el arte, el progreso, las espiritualidades de diseño. Hoy tenemos además un gran condensado ideológico residual: la religión de los derechos humanos, que en su versión dogmático-occidental trata de imponerse a toda la humanidad. Occidente es un gran vacío, un vacío que no cesa de exportarse y de reproducirse por todo el mundo.
Una perspectiva sombría para las religiones, que parecen convocadas –en horizontes variables de tiempo– a un gran inventario antes de liquidación. No por una hipotética victoria del ateísmo –insisto en ello–. No porque la idea de Dios se haya convertido en algo increíble, sino porque, como decía Heidegger, los hombres han renunciado a toda posibilidad de creencia en la medida en que han perdido la capacidad de buscar a Dios; y han perdido la capacidad de buscarlo porque han perdido la capacidad de pensar.[3] Sólo un Dios puede salvarnos, decía Heidegger. Pero el Dios se retira…
El catolicismo es la última religión digna de tal nombre en Europa occidental. ¿Qué postura adoptar frente a él?  En las líneas que siguen mantendré la tesis de que es precisamente tras la muerte de Dios cuando la continuidad de la Iglesia católica se hace más relevante si cabe. Porque sólo la Iglesia católica, frente a la homogeneidad asfixiante de la post-historia, continúa representando la Otredad absoluta. Una perspectiva heroica que exige que la institución del Papado mantenga, como nunca, el tipo.
¿Debe la Iglesia “ponerse al día”?
¿Pesimismo? Ratzinger –hombre de fe y lúcido representante del viejo mundo– no parecía albergar muchas esperanzas en voluntaristas operaciones de marketing destinadas a frenar la desacralización del mundo. En esto era mucho menos “moderno” que Juan Pablo II y sus empeños espectacular-publicitarios. Para Ratzinger la clave no reside tanto en la “presentación” del mensaje como en el contenido del mismo: “la Iglesia sólo puede representar lo que tiene y lo que es. No se puede empezar por una representación, sino que hace falta ir a la raíz. Si no existen fuerzas dentro de la Iglesia que tengan algo que ofrecer a nuestro tiempo, la representación sirve de muy poco. No existen estrategias para fabricar la esperanza. Cristo es la esperanza”.[4]
Lo que Ratzinger viene a decirnos es: es preciso no hacerse ilusiones. La Iglesia no puede desvirtuar su mensaje para  hacerlo presentable, ni apostar por convertirse en un fenómeno de moda. Porque existe una barrera infranqueable entre la Iglesia y el mundo, y esta barrera resulta de la disolución del concepto de Verdad.
¿Quo est veritas?  La mera afirmación de que algo sea o pueda ser verdadero resulta, en nuestros tiempos “líquidos” y postmodernos, escandalosa y fundamentalista. Un atentado contra la “tolerancia”. Y es ahí donde se produce el desencuentro definitivo entre la Iglesia y el mundo. La falacia del principio de “tolerancia” consiste en que ya no se tolera nada que no sea la tolerancia misma. En vez de ser un continente destinado a albergar otros contenidos, la tolerancia se ha convertido en continente y en contenido. Es un valor formal que evacua cualquier atisbo de valores sustantivos. Un nuevo fundamentalismo.
En realidad tolerancia es el nombre “respetable” que recibe  el relativismo –todo equivale a todo, nada vale nada–  como fundamento último para una sociedad de individuos maleables, flotantes y narcisistas, para “una sociedad infantilizada donde todo deseo, toda posibilidad, trátese de estilos de vida, viajes, identidades sexuales, puede ser satisfecho enseguida”.[5] La “tolerancia” tolera ideas o creencias siempre y cuando éstas se conviertan en cómodos pintoresquismos que en el fondo a nada comprometen. Y cuando por ventura a algo sí comprometen –a algo que rompa el consenso liberal-libertario– entonces la tolerancia encuentra sus límites.
¿Debería la Iglesia católica, a su vez, hacerse más “tolerante”? ¿Debería modernizarse, ponerse al día? La dialéctica conservadores/progresistas es una polémica endosada a la Iglesia desde los sectores más ajenos a ella. Algo que el Cardenal Ratzinger veía perfectamente: “las estadísticas nos dicen, por un lado, que cuanto más se adaptan las Iglesias a los patrones de la secularización, tantos más seguidores pierden y, por el otro, que se vuelven más atractivas cuando ofrecen un punto de referencia sólido y una orientación igualmente clara”.[6] En otras palabras: la pérdida de fe nunca se traduce en ganancia de votos. Que se lo digan sino a las iglesias protestantes o anglicana en sus esfuerzos por aliñarse al gusto del día. Como si por ordenar más o menos obispos gay fueran a aumentar el tamaño de su parroquia.
En realidad las exigencias para que la Iglesia se “modernice”, se “democratice” y se someta a las exigencias de la igualdad y las políticas de género son un requerimiento cuasi-policial para que la Iglesia se normalice conforme a los moldes de la ideología dominante. Muy significativamente, las polémicas casi siempre se refieren a las cuestiones doctrinales que suponen un freno al desenvolvimiento de la civilización del tittytainment y a sus intereses mercantiles. Quintaesencia y destilación suprema de los valores occidentales: el derecho a gozar sin cortapisas. Anticonceptivos, aborto, coros y danzas gays. Fuera de eso lo demás poco importa, porque Homo Festivus tampoco está para profundidades dogmático-filosóficas
Cristianismo burgués
El Cardenal Ratzinger se refería a un cierto “cristianismo burgués” para referirse a ese cristianismo de diseño que se deshace de todo lo que la fe pueda tener de incómodo.
Y aquí el bisturí del futuro Papa llegaba al hueso. Porque es esa universalización de la actitud burguesa ante la vida la que ha rematado al cristianismo, la que ha jalonado el definitivo abandono de lo divino. Ironía de la historia: el verdadero enemigo no era el “comunismo materialista y ateo”. Bajo una mohosa carcasa de incompetencia y de falta de libertad, los regímenes del “socialismo real” albergaban sociedades más bien tradicionales, todavía religiosas, sobre las que el ateísmo por decreto hacía poca mella. Es algo sobre lo que ya alertó en su día el disidente soviético Solzhenitsyn. El verdadero enemigo era el capitalismo. Hasta el mismo Wojtyla pareció comprenderlo, ya al final. El propio Marx lo decía bien claro: la principal fuerza revolucionaria no es el socialismo, sino la burguesía. Es la burguesía la que la que “ha despojado de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piedad. Todo lo que antes se creía permanente y venerable se esfuma, lo santo es profanado (…) y no queda en pié otro vínculo que el interés escueto del dinero”.[7]
La “muerte de Dios” ha llegado sin tragedias ni Apocalipsis. Ha llegado en el momento histórico en el que el consumo de masas y sus valores hedonistas destruyen todo freno que se oponga a la emancipación individual; ha llegado cuando el campo social no es más que la prolongación de la esfera privada. En esa tesitura, a las religiones no les queda otra salida que alinearse a las exigencias del mercado. No les queda otro remedio que “sustituir el ascetismo  por el hedonismo y por el amor a la fiesta, primando los valores de solidaridad y de amor por encima de los de recogimiento y contrición”.[8]  La religión como menú a la carta, como bricolaje espiritual, como producto de autoservicio al que sólo se le pide que nos ayude a “sentirnos bien”, como si de una sesión de talasoterapia se tratase.  La moda del budismo de pacotilla, de la chamarilería new age y de los reciclados esotéricos y sincretistas no son sino manifestaciones de ese “materialismo religioso” – Spengler lo llamaba “religiosidad de segundo orden” – que certifica la muerte de Dios.
Lo que más se rechaza hoy de una religión es que pueda tener un contenido normativo. Y en eso el catolicismo va sobrado. La Iglesia católica, en su vertiente teológico-doctrinal, hunde sus raíces en la filosofía griega; y en su vertiente organizativo/jerárquica en el Imperio Romano. Y son  precisamente sus valores normativos “duros” –coherencia, disciplina, organización, jerarquía– y no los valores “blandos” –solidaridad, amor, humildad, libertad de conciencia– los que han asegurado, tras dos milenios de historia, la supervivencia del catolicismo como principal Iglesia cristiana. El elitismo de sus dirigentes, el espíritu de milicia de sus órdenes religiosas, la autoexigencia de sus sacerdotes, el sacrificio de sus misioneros, el énfasis en la formación de los fieles, el esfuerzo en la educación, la apuesta por la belleza y el gran arte, la importancia del rito, la fidelidad a la tradición, la sumisión al magisterio de Roma.
Evidentemente la práctica ha estado siempre por debajo del ideal, muy frecuentemente de forma clamorosa. Pero el ideal estaba claro, y el resultado está a la vista. ¿Qué representan, frente a la Iglesia Católica, toda esa retahíla de iglesitas de funcionarios, de confesiones cristianas reformadas, de capillas, de sectas y de charlatanes de teletienda multiplicados como amebas? Digámoslo sin ambages: dentro del cristianismo, el catolicismo es la aristocracia.[9] 
Con la salida del catolicismo aristocrático y con la entrada en el catolicismo burgués la Iglesia ajustará su reloj a la hora de la muerte de Dios.
¿Sumo Pontífice o sumo libertario? 
“Ama y haz lo que quieras”, decía san Agustín. O lo que es lo mismo: ánclate en una fe y libérate del mundo. “No tengáis miedo” decía Juan Pablo II. O lo que es decir: la fe os hará invencibles. Es el espíritu de la Iglesia más tradicional, el de las viejas órdenes religiosas y guerreras, un espíritu en el que raramente se advierte –en el contexto del mundo moderno– su fortísima  carga libertaria.
No se puede ser libertario y al mismo tiempo ser cómplice del poder. ¿Es hoy la Iglesia católica un poder hegemónico? Sabido es que la cultura contemporánea, que ha hecho de la “transgresión” el canon de la nueva ortodoxia, casi siempre se refiere a la Iglesia para atacarla, alimentando así la mitología de las fuerzas del progreso en heroica lucha contra las poderosísimas fuerzas del pasado. Nada más falso, porque el establishment son los otros. Son los “transgresores” –los agentes de una “transgresión” institucionalizada, teledirigida al servicio del mercado– quienes navegan viento en popa. Y es la Iglesia la que ha sido expulsada, a partir del advenimiento de la modernidad, del puente de mando.
Quien quizá mejor ha expresado mejor esta realidad es el escritor francés Philippe Muray. “La Iglesia ha sido expulsada de la Historia, y con esa privación de su poder secular se transforma su lugar en la sociedad, de forma que ya no es cómplice de los poderes, sino un nuevo contrapoder que da lecciones de libertad a los librepensadores.”[10] El que la Iglesia ya no tenga el poder es lo que hace que sea interesante, porque sólo quien carece del poder es capaz, muy frecuentemente, de decir la verdad. La Iglesia como contrapoder, como francotirador marginal, como agente subversivo     frente al discurso de valores dominante, como caballero del lado oscuro frente al dominio implacable de las fuerzas del Bien. ¿Cuál es, si no, la única fuerza social que es todavía capaz de decir ¡No!?  Un rotundo, tozudo y antipático ¡No! frente al parque temático de los tiempos hiperfestivos; ¡No! frente a la deconstrucción de la naturaleza humana; ¡No! frente a la reducción del hombre a flujo de deseo “deleuziano”. ¡No! frente al “eterno presente” del jardín de infancia; ¡No! frente a la mercantilización ultraliberal. ¡No! frente a la tiranía balsámica del sistema.
¿Cuál es la misión actual de la Iglesia católica? Proporcionar un punto de vista exterior sobre las cosas; mantener viva la contradicción en el seno de lo real; alimentar la llama de la negatividad; actuar como revulsivo dialéctico y hegeliano; resistir con todas las fuerzas al fin de la historia.  No es cuestión, para verlo, de ser o no creyente. Basta con no ser un progre o un zoquete, valga la redundancia.
Pero sí que hay que ser un visionario de los quilates de Philippe Muray para identificar –en una boutade tan aparente como corrosiva– al más auténtico, radical e irreductible libertario del siglo XIX, al más genuino espíritu anarquista de todos los tiempos: el Papa Pio IX. ¿Cuál es el dogma de los tiempos modernos? La fe en el pensamiento racional y científico como vía hacia un progreso indefinido; la confianza en el libre examen y en la libertad de conciencia, de forma que cada cuál deviene, a sus propios ojos, infalible, al tiempo que en cierto modo reconoce la infalibilidad de los demás. Pero al rechazar reconocer la infalibilidad de nadie que no fuera él mismo, al proclamar –y además estar convencido de ello– que sólo él y nadie más que él podía tener razón,  el Papa Pio IX, con el dogma de la infalibilidad pontificia en materia de fe, oponía un sonoro non serviam! a las supersticiones del siglo, se desenganchaba de una caravana en ruta hacia el abismo y propinaba al mundo moderno un majestuoso corte de mangas.
Centro de gravedad permanente
La obligación para un católico de creer en la infalibilidad pontificia –escribe Muray–  permite a cada cual cuestionar su propia infalibilidad, y eso algo para lo que mucha gente –cuestionar la infalibilidad propia– hoy paga a un psicoanalista. El individuo abandonado a sí mismo –el individuo narcisista, egocéntrico, cuyos caprichos han de ser atendidos al instante– es también el más frágil. Mal del siglo: la depresión. La falta de un punto de referencia exterior conduce a una soledad cósmica, intolerable, en la que el individuo debe aferrarse a cualquier cosa. Paradójicamente es en los tiempos de descreimiento cuando florecen las creencias en las mayores extravagancias. Es la conocida frase de Chesterton: “cuando se deja de creer en Dios se pasa a creer en cualquier cosa.” La función de la religión católica consistía precisamente en proporcionar, a través de un cuerpo organizado de creencias, ese punto de referencia exterior. Un centro de gravedad permanente.  De esa forma “la creencia en Dios agotaba la mayor parte de la capacidad de creer, y permitía una cierta incredulidad en todo lo demás.”[11] No es extraño que sean los hombres de fe los que, muy frecuentemente, se presentan como los más desconfiados y escépticos. No es extraño tampoco que sean los más sólidos y los más inmunes a depresiones.
La doctrina del pecado original desempeñaba un papel concurrente. Todos somos culpables desde nuestro nacimiento. El hombre es por eso falible, perfectible, y debe esforzarse  –a través de un combate agónico y dialéctico– en perfeccionarse y encontrar la salvación. Es la intuición –esencial en el cristianismo– de que el hombre está en un registro completamente diferente al de la animalidad. Cada hombre es un proyecto que puede cumplirse o malograrse. “Llega a ser el que eres” decía Nietzsche, recogiendo la sabiduría antigua. Por el contrario el mundo moderno nos dice que todos somos inocentes (los culpables son los que vivieron antes) y por ello podemos liberarnos de toda obligación hacia nosotros mismos y centrarnos en complacer, dentro de un gigantesco parque de atracciones, nuestra animalidad inmaculada. Una invitación al conformismo. La privación de un punto de referencia exterior supone el encadenamiento al mundo. Y el mantenimiento de un punto de referencia exterior es la apuesta libertaria por excelencia.
Aquí se levanta una objeción: ¿representa el catolicismo, en toda su integridad, un punto de vista exterior a la ideología moderna? ¿Acaso el catolicismo –mejor dicho, el cristianismo– no sería artífice, aunque sea en parte, de la modernidad y de sus derivas? La respuesta no es simple. El cristianismo, como fenómeno extremadamente complejo, no se deja encerrar en fórmulas sumarias. Podríamos decir, en una simplificación extrema, que en el catolicismo conviven dos polos en perpetua tensión. Y en la intersección entre ambos se sitúa la institución del Papado. 
La última religión de Europa
El cristianismo no es ajeno al advenimiento de la modernidad. Como portador de un mensaje universalista e igualitario ha engendrado muchas de las formas sociales que se han opuesto a su autoridad, sobre las bases de su propia inspiración. Podría decirse que no se trata hoy tanto de la desaparición del cristianismo como de su “culminación”, en cuanto determinados valores cristianos, totalmente secularizados, se han extendido al conjunto de la humanidad y no necesitan ya de una tutela religiosa.[12] En ese sentido podemos afirmar que vivimos tiempos esencialmente cristianos, por mucho que el cristianismo esté en retroceso en buena parte del mundo.
Pero si el cristianismo tiene una vocación universal, la Iglesia católica es una creación europea. Y la Iglesia oscila entre ambos polos sin poder identificarse completamente con ninguno de ellos: ahí reside su debilidad y también su fuerza. Por un lado está su historia europea, una historia que explica su estructura organizativa, su utillaje filosófico y doctrinal, las formas de vida religiosa que heredó del paganismo y el carácter guerrero y militante que fue la clave de su éxito. Y por otro lado está el mensaje universalista que facilitó su expansión a todo el orbe, y que en nuestros días enlaza con derivaciones de la modernidad tales como la ideología de los derechos humanos, la globalización, el mestizaje universal y la disolución de la política e incluso de la propia religión en un hipermoralismo políticamente correcto.  
Mientras duró la modernidad el cristianismo pudo resistir los ataques de quienes trataron de extirparlo por la fuerza. Pero en la postmodernidad el riesgo que afrontan las iglesias cristianas es otro: el de su conversión en una especie de gestoras de “buenos sentimientos” a través de la erosión de sus aspectos más incómodos y de su transformación en “religiones a la carta.” De sumarse a esa dinámica, la Iglesia católica entraría en una fase propiamente nihilista, en cuanto una de las formas del nihilismo es precisamente la disolución  de todas las diferencias portadoras de sentido en provecho de un individualismo igualitario.
¿Debería sorprendernos? Nietzsche decía que el cristianismo era portador del nihilismo.  Y para el filósofo Marcel Gauchet el cristianismo es la “religión de salida de la religión”.[13]
Pero si el cristianismo es portador del virus nihilista, la historia de los últimos dos milenios nos muestra también que la Iglesia católica ha desarrollado un cierto número de anticuerpos. Algo que explicaría “el carácter complejo y proteico del cristianismo como complexio oppositorum que de hecho legitimó durante un milenio y medio un orden social pre-moderno y tradicional que constituyó la gran línea de resistencia frente al advenimiento de la modernidad”.[14]
La gran cuestión es ¿qué función atribuir hoy al cristianismo desde una óptica no necesariamente religiosa que, a la vez, considere que la desacralización del mundo es uno de los desastres mayores de la historia humana, una catástrofe a la que no es posible ni deseable resignarse?
No faltan llamadas a “reencantar el mundo”, si bien éstas suelen dar la espalda al cristianismo. Algunos lanzan propuestas de contenido filosófico, social, ecológico. Otros se aferran a la religión del arte. Otros apelan a un “neopaganismo” intelectual, sin la fe en los dioses del paganismo auténtico. ¿Es todo eso posible? La salida de la era religiosa es como la pérdida de la virginidad, ya no se recompone… Sin embargo la búsqueda persiste, porque ninguna construcción intelectual tendrá jamás la fuerza de una mitología viviente. Hasta un heraldo de la racionalidad moral laica como Jürgen Habermas se ha visto obligado a reconocer, en sus últimas obras, la necesidad de un parapeto religioso.[15] Algo en lo que concurre con el Cardenal Ratzinger, en un diálogo entre los dos últimos grandes intelectuales europeos dignos de ese nombre.
Lo cierto es que, hoy por hoy, la Iglesia católica es prácticamente la última religión de Europa. Ya no tiene mayor estatuto que el de ser una opinión entre otras muchas, y no tendría ningún sentido pretender la vuelta a una hipotética “era religiosa”. Pero por eso mismo nadie debería tampoco escandalizarse de que, contra viento y marea, una Iglesia continúe afirmando que está en posesión de la Verdad. Precisamente en eso consiste una religión. Como tampoco hace falta profesar una fe concreta para considerar que la desaparición de todo atisbo religioso –tal y como hoy sucede en Europa– equivale a una pérdida de humanidad. Porque con la pérdida definitiva de esa capacidad de buscar a Dios de la que hablaba Heidegger habremos perdido el contacto con una de las fuerzas invisibles que aseguran la armonía del mundo.
Vivimos en la “tierra baldía” de la que hablaba T.S. Eliot, una tierra en la que ya no hay santuarios donde dirigirse, en donde reina el hastío y el desarraigo, en la que los héroes están cansados, y en la que éstos son más necesarios que nunca.  
El heroísmo tiene su gran trampa en la desmesura, en la Hubris. Por el contrario las formas de vida religiosa son los ejemplos más frágiles y transparentes del heroísmo. Su función es dar testimonio. Testimonio del triunfo del espíritu.
Y si ya no queda nadie que pueda recoger ese testimonio, o incluso si ese testimonio, en último término, no testimonia nada, ¿Qué importa?
Como decía el escritor Jean Varenne, cuando un león ruge en el desierto ¿quién sabe dónde y cómo llegará el eco? Es un rugido de victoria, y eso es lo que importa.


[1] Heidegger, Chemins qui ne mènent nulle part, Tel, Gallimard 2006, pag. 264
[2] Jean Beauffret, Dialogue avec Heidegger 4. Les Editions de Minuit, 1985
[3] Heidegger, Chemins qui ne mènent nulle part,Tel, Gallimard, 2006, pág. 322.
Los “progresistas” suelen alertar sobre el peligrosísimo auge de los “integrismos” en el mundo actual. Pero se trata más bien de lo contrario. “El auge de los integrismos no contradice, sino que confirma la situación general: es la difusión creciente del indiferentismo religioso la que conduce a  pequeñas minorías a reafirmar de manera dogmática o convulsiva aquello que les parece más esencial de su fe” (Alain de Benoist, “L’ère de Jean-Paul II; un bilan”, en Jesus et ses frères, 2006, pág. 143).
[4]Joseph Ratzinger. Ser cristiano en la era neopagana. Ediciones Encuentro, 1995, pág. 131.
[5] J. G. Ballard, Crash, Minotauro 1996, pag 11. Citado en: Fernando Castro Flórez, Contra el Bienalismo. Akal 2012, pag 11.
[6]Joseph Ratzinger. Ser cristiano en la era neopagana. Ediciones Encuentro 1995, pag. 115
[7] Marx-Engels, Manifiesto comunista.
[8] Gilles Lipovetsky, Les Temps hypermodernes,  Grasset 2006, pág. 33.
[9]Salvamos de la quema a la Iglesia Ortodoxa, templada en décadas de persecución e identificada hasta la médula con la historia y con la identidad rusa. Algo plenamente asumido por los actuales dirigentes del Kremlin. El Presidente Putin encomendaba recientemente a la Iglesia Ortodoxa el “estímulo del patriotismo en las Fuerzas Armadas”. Una posmoderna reedición de la alianza entre el Trono y el Altar, para consternación de las Pussy Riot, de Madonna y de Lady Gagá.
[10]Jean-Baptiste Amadieu,  Pie IX libertaire. L´eglise juge de la dixneuviémité dans “Le XIX siècle à travers les áges”. En Philippe Muray, CERF 2011, pág. 96. 
[11] Cyril de Pins, « La barbe altière et riante de Philippe Muray », en Philippe Muray, CERF ,2011, pág. 499.
[12] Alain de Benoist, Où en est l´Eglise aujourd´hui?, en C´est à dire, pag 350. AAAB 2006
[13] Para Nietzsche (y para su intérprete Heidegger) la metafísica cristiana y el humanismo ateo serían fases consecutivas del desenvolvimiento del nihilismo: al llamar a la Razón en su auxilio, el cristianismo habría sentado las bases del racionalismo que acabaría expulsando a la fe de su Trono. Un proceso circular: “extinción de lo sagrado por la metafísica, muerte de la metafísica por esa muerte de lo sagrado que la metafísica había provocado.” (Alain de Benoist).  Resultado, el nihilismo. Un largo recorrido de dos milenios en el que el judeo-cristianismo habría sido víctima de sí mismo.
Una síntesis crítica de esa polémica se encuentra en el libro de Rodrigo Agulló: Disidencia perfecta. La Nueva derecha y la batalla de las ideas, págs. 113-137 (¿Qué religión para Europa? La polémica del neopaganismo). Áltera 2011.
[14]Rodrigo Agulló: Disidencia perfecta, pag 124.

[15] Jürgen Habermas; L´avenir de la nature humaine. Vers un eugénisme liberal (Gallimard 2002) y Entre naturalisme et religión. Les défis de la démocratie (Gallimard 200(). Citado en Raphaël Liogier,  La mondialisation du  religieux. Revista Krisis nº 37, abril 2012, pág. 90. 

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