Ruina

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Las últimas cúpulas Art Decó de Buenos Aires se pierden entre la niebla. Siempre hacia el Sur, donde estuvo el alma de la ciudad hasta la fiebre amarilla, nuestra más antigua arquitectura se convierte en carne de ocupas indocumentados. Pero a nadie importa.
Si Borges pudiera ver la calle Juan de Garay, ya no encontraría la casa de Beatriz Viterbo, en cuyo sótano Julio Argentino Daneri descubrió el Aleph. Fue quizá por ese mismo punto mágico por donde se evaporó nuestro universo.
Detrás del parque Lezama, se esconden las últimas casas señoriales no entregadas aún a la piqueta ni a los ocupas. La loba romana y Juan de Garay resisten silenciosos en sus pedestales. Gozan del desinterés del vulgo, seguramente por eso nadie se ha preocupado en quitarlos todavía, como le está por pasar al pobre Colón. Un templete romano no tiene tanta suerte y está rodeado de trapos y colchones, modernos instrumentos de asedio con los cuales la marginalidad anuncia su presencia y el inminente asalto a un determinado sitio.
El Museo Histórico Nacional permanece herméticamente cerrado. Allí pude ver un día una espada española rescatada de las nieves de la cordillera de los Andes; el sable vencido de Beresford el inglés y el primer boceto de la bandera del Perú hecho del puño del general San Martín. Quién sabe si todo aquello figurará todavía en el inventario. Es que los inventarios públicos son como la democracia, en teoría son de todos pero cuando alguien reclama verlos, por un motivo u otro nunca puede tener acceso a ellos.
Podría nombrar otros sitios de la ciudad pero no quiero perjudicarlos. Lo mejor es que nadie se acuerde de ellos para favorecer su permanencia.
La ciudad es tan inmensa que no puede ser ocupada ni destruida en un solo día. Por eso su destrucción se ha convertido en tarea cotidiana.
Las clases medias se trasladan desde el viejo corazón del Sur de la cuidad más hacia el norte, lugar donde el sistema les tiene preparadas para la venta a cambio de sus vidas unas cárceles apropiadas. En ellas creen estar seguros, encerrados con cierto confort siempre provisorio del que salen solamente a servir a sus amos en el confort de sus autos, aunque no sin cierto miedo por cierto, ya que las máquinas más perfectas pueden fallar y dejarnos en medio de la incipiente oscuridad de Sudamérica

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