Respuesta a Adriano Erriguel

El sacrificio heroico y el sentir mayoritario

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La situación es curiosa: tengo que salir a defender el honor de Dominique Venner frente a alguien a quien aprecio tanto como él aprecia —lo reconoce al final de su artículo— la figura y el pensamiento de Dominique Venner; nada de todo lo cual le impide condenar —con moderadas, rebuscadas y bien elaboradas palabras, es cierto— la inmolación de Dominique Venner en Notre-Dame.
Hacen falta agallas —iba a decir otra cosa— para condenar a un suicida. Y aún hacen falta más agallas cuando eres la única voz condenatoria (Erriguel tiene la hombría de reconocerlo) que se alza en toda la corriente de pensamiento que compartes con aquel cuyo sacrificio denuncias. Es cierto, es cierto: palabras tan malsonantes como “condena” o “denuncia” no figuran —pero otras sí— en el artículo que publicamos encima de éste. Lo hacemos por dos razones: porque todo ello plantea importantes cuestiones de fondo que luego abordaré; y por lo curioso que resulta un ejercicio intelectual en el que alguien le quita sentido y grandeza al acto de quien se acaba de quitar  la vida por defender unas ideas que denunciante y denunciado comparten por completo. Y da igual que, al final del artículo, el denunciante se ponga magnánimo y le conceda al suicida “un respeto” (subrayo yo). Pero no dos.
¿Acaso no se pueden expresar reservas, criticar, denunciar incluso las implicaciones políticas de un suicidio tan eminentemente político como éste? Por supuesto que se puede. Sin ir más lejos, tales reservas o críticas las ha expresado aquí mismo Antonio Martínez en un artículo que sin embargo —ahí está toda la diferencia— empieza saludando la memoria de Dominique Venner, reconociendo toda la grandeza de su acto, para acabar, al final, expresando reservas o críticas acerca de las implicaciones políticas de dicho acto.
Porque hay dos planos en un suicidio como éste. Hay, por un lado, el acto en sí mismo y hay, por otro lado, sus implicaciones políticas. Dejemos éstas ahora de lado y centrémonos en un acto que despierta admiración (y dolor; pero cuando no eres hedonista vulgar sabes asumir lo que sufrir significa) en quienes como Alain de Benoist o yo mismo consideramos el suicidio un acto admirable. No todos, desde luego, lo consideran ni tienen por qué considerarlo así. Pero quienes, en nuestro campo, carecen de tal admiración no dudan ni han dudado en saludar con auténtica emoción y hondo respeto (no con un respetito dado con la boca chica) la valentía, la entereza y el honor que envuelven la acción de quien se inmola por tan altas razones.
El honor… Incluso cuando entreabre la boca chica para concederle “un respeto”, nuestro amigo duda de que el móvil de Dominique Venner haya sido el honor. En su lugar ve un acto… de amor. “No sé —escribe— si su suicidio estuvo dictado por el sentido del honor, como se ha dicho. Pero sí creo que fue, ante todo y sobre todo [el subrayado es suyo], un suicidio por amor.” ¡Cielos! Por amor y no por honor… ¡Cómo se habrán estremecido las cenizas, dispersadas en el bosque, de tan amoroso caballero! Nada hay más alejado del pensamiento y del talante de Dominique Venner que el fraterno, indiscriminado amor a nuestros semejantes: ese candor que, en cierto sentido, está en el origen más remoto de nuestros males. ¿Por amor a quiénes, por amor a qué se habrá suicidado nuestro hombre? ¿Por amor a esa cosa amorfa, a esa especie de mejunje plano que se llama “la Humanidad”? ¿Por amor a unos amigos y fieles que conocíamos de sobra la estima en la que nos tenía? ¿Por amor, tal vez, a nuestros enemigos? A los enemigos se les puede y debe respetar, es cierto  (al tiempo que se les combate). Pero ¿amarlos, poner la otra mejilla? ¡Por Dios, por los dioses todos!…
¿O me estoy equivocando y todo lo que quiere decir Erriguel es algo tan simple como que Dominique Venner se suicidó por amor a sus ideales? Ya, por supuesto. El problema es que el primero de estos ideales no es otro que el sentido del honor: ese honor que, por lo que a su suicidio se refiere, pone en duda quien le hace ascos a su inmolación.
Le hace ascos, ya lo dije antes, con palabras suaves y rebuscadas. Para que no hieran demasiado —y no se vuelvan contra él. Pero ahí están, entre las mil vueltas y revueltas de intelectuales razonamientos, las palabras que van dejando caer su hiel. Son palabras que Erriguel no atribuye directamente —todo está sopesado hasta sus más mínimos detalles— a la intención de Dominique Venner, sino a las connotaciones e implicaciones de su acto. Pero son palabras tan graves como: “fanatismo”, “irracionalidad”, “misticismo que tiñe por completo la política”, “parodia de vida religiosa”, “concepción mágica o mítica del hecho político”, “oficio de tinieblas al servicio del Mito”, “ridículo”, “patético” (pero hay que ver lo sutilmente que lo dice: “la línea que separa lo sublime de lo ridículo —o lo sublime de lo patético— es casi imperceptible”).
La conclusión se impone: huyamos de lo sublime, no fuera que los burgueses, pequeñoburgueses y proletarios que, enfundados en sus zapatillas, nos contemplan (es un decir), nos consideraran ridículos o patéticos. Y tuvieran miedo. Seamos racionalistas, utilitarios, pragmáticos. Reprimamos toda emoción, no busquemos en el espacio público sobrecogimiento alguno. Echemos por la borda todo lo que tenga que ver con héroes, mitos, ritos, símbolos… (grandes, nobles, egregios): no hay nada que la chusma contemporánea —el antiguo pueblo, no— odie tanto. No intentemos ni por asomo infundir aliento sagrado en la vida de la polis. Y digamos amén al “sentir mayoritario” de nuestra sociedad. “Conectemos con él”, dice exactamente nuestro autor.
El sentir mayoritario
El sentir mayoritario de nuestra amada sociedad… Ahí está el meollo de todo —y lo que nos permite abordar, por fin, cuestiones de mucho mayor calado que toda la discusión anterior.
Adriano Erriguel tiene una obsesión. Y esta obsesión es legítima. Es más, debemos estarle agradecidos —lo digo con total sinceridad y sin segundas— por las advertencias que de ella emanan. Pero esta obsesión, si se desborda, es, como todas, peligrosa. Es ella —estoy convencido— la que le ha llevado a cometer lo que ha cometido con la memoria de Dominique Venner. Con la mejor de las intenciones, no lo dudo un solo instante. ¿En qué consiste esta obsesión? Se trata de su temor —que comparto, pero sin considerarlo el peligro mayor— ante lo que podríamos denominar la fanatización de la “derecha radical”.[1] Una fanatización que, en el actual contexto de marginalidad absoluta, puede fácilmente llevar —y ha llevado— a una especie de “frikisación” cuando la estupidez y el sectarismo se conjugan para que, bajo los oropeles de quienes pretendían ser augustos guerreros, y bajo el ondear de lo que deberían ser gloriosas banderas, aparezcan, ¡ay!…, unos tristes y ridículos frikis.
Este riesgo existe. En realidad —pero en un contexto histórico totalmente distinto—, semejante fanatización dio incluso lugar al surgimiento no de unos grotescos pero bastante inofensivos frikis. Dio lugar, hace ya muchos años, al surgimiento de algo infinitamente más peligroso y cuyas consecuencias vamos a seguir pagando durante siglos (si a alguien le interesa, puede leer mi reciente novela El escritor que mató a Hitler).
Pero aunque nos van a seguir machacando durante siglos con la maldita momia de Hitler y con la Reductio ad Hitlerum, que decía Leo Strauss, la cuestión, hoy, no es ésta. La cuestión tampoco es la automarginalización de cuatro gatos que no pintan ni representan nada (aunque nos pueden hacer daño) y en cuyo caso, ahí sí, “lo sublime se convierte en patético”.
Pero en el caso de Dominique Venner y de sus ceremonias de homenaje —admirables y sobrias al extremo—, ¡por favor!… O si consideras, amigo Erriguel, que tanto el sacrificio de Dominique como dichas ceremonias se han visto contaminadas por la deriva que te obsesiona; si consideras de verdad tal cosa, entonces, amigo…
Es cierto, basta que alguien sea capaz de jugarse la vida en un acto heroico para que ello choque profundamente a la chusma amorfa que nos rodea (esa chusma que nada tiene que ver, recordaba antes, con el pueblo que, cuando aún existía, se inclinaba ante los héroes). Pero hoy no. Hoy lo que más detesta el hombre-masa (el de arriba, el de abajo y el de en medio) es todo lo que pueda oler, así sea de lejos, a grandeza y heroicidad. De modo que tienes razón, amigo Erriguel: el suicidio de Notre-Dame sólo habrá servido para dar testimonio simbólico; pero no nos habrá acercado para nada al “sentir mayoritario” al que convendría, es cierto, acercarnos. Pero no a cualquier precio. Más bien nos habrá alejado de él. Habremos ganado, sin duda, algunos adeptos; pero habremos perdido otros… que tampoco, sin embargo, habrían venido nunca a nosotros. Salvo uno, que ya estaba ahí, que era y es muy valioso, y que quizá —sería una pena, espero que no— lo estemos perdiendo en medio de tanta discusión.
Dejemos, sin embargo, esta contabilidad imposible sobre lo ganado y lo perdido. La cuestión que se plantea debajo de todo ello es otra —y es la esencial. Tienes razón, amigo: no hay más remedio que conectar con el sentir mayoritario de la sociedad. Lo contrario lleva inevitablemente al gueto de los frikis (o al ensimismamiento de los carcas que se regodean mirándose el ombligo). Pero ¿cómo conectar con ese sentir sin caer en sus redes, sin plegarse a él? ¿Cómo conectar, cómo hacerse con el sentir mayoritario de una sociedad, cuando este sentir —que aborrecemos— es, precisamente, lo que se trata de transformar de arriba abajo?
La cuestión se las trae, vaya si se las trae. Sólo se puede abordar con dosis ingentes de inteligencia y habilidad, de coraje y paciencia. En ningún caso se puede abordar directamente, de frente, a las bravas. Hay que hacerlo lateralmente, recurriendo, entre otras cosas, a las enseñanzas de los clásicos (un diplomático y tratadista florentino, de nombre Nicolás y de apellido mal visto, alguien que vivió a caballo de los siglos XV y XVI —un autor que Dominique Venner admiraba en alto grado— puede ser particularmente útil al respecto). Habida cuenta del estado del enfermo, que es grave, todo ello obliga a efectuar, es evidente, importantes concesiones. Pero estas concesiones —bastantes hemos hecho y estamos haciendo— han de tener un límite, no pueden ser nunca absolutas.
Si no, ¿para qué?… Si fuera para quedarnos en la racionalidad en la que se complacen burgueses, pequeñoburgueses y proletarios; si fuera para chapotear en su pragmatismo triste y gris; si  fuera para ignorar todo mito, todo espíritu de grandeza y heroicidad; si fuera para borrar definitivamente todo rastro de lo sublime; si fuera para hacerle ascos al maestro que, ofreciendo su vida, nos dice que ahora no es desde luego el caso, ahora no se plantea en lo más mínimo, pero si algún día acaso se planteara, también nosotros deberíamos ser capaces de sacrificar nuestra vida (y no, no es en el suicidio en lo que estoy pensando); si fuera para tales cosas, si fuera para alcanzar semejante estado de espíritu para lo que estamos hablando y discutiendo, escribiendo y combatiendo, no, francamente, yo abandono. Semejante estado de espíritu está ya más que alcanzado. Todo esto otros lo llevan haciendo desde hace ya mucho tiempo —como dos siglos. Es lo suyo, es su Sistema, son sus valores, es su mundo. Siempre ellos lo harán infinitamente mejor.
 
 [1] Odio el término, odio cualquier término en el que aparezca la palabra “derecha”. Odio incluso el término “Nueva Derecha”. Nunca me cansaré de repetir que no es ni puede ser de derechas quien no puede definirse ni como liberal, ni como conservador, ni como tradicionalista, ni como fascista (y no hay más derechas). Tampoco como izquierdista, por supuesto. Pero como no tenemos a nuestro alcance  (y es nuestra desgracia) ningún otro término…

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