Tailandia: una rebelión popular... y "reaccionaria"

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“Estamos hartos de esta política, no queremos más elecciones. Sólo nosotros  estamos legitimados para escoger al próximo gobierno y someterlo a la aprobación de nuestro rey.” Así se expresaba un manifestante a un periodista de la agencia France Press, el pasado lunes 9 de diciembre, proclamado “Día del Juicio” por Suthep Thaugsuban, el tribuno que moviliza desde hace varias semanas en Bangkok a impresionantes muchedumbre en contra del poder tailandés surgido de las urnas.
En el sur, inmersos en lo que se debe considerar una insurrección civil, la gente no se andaba con estas sutilezas y la impresionante manifestación que invadía las calles de Phuket ya celebraba el “día de la victoria”.
Victoria o juicio, es lo que decidirá el futuro en un país acostumbrado a legendarios estallidos e imprevistos giros. Lo indudable es que la presidenta del Gobierno, Yingluck Shinawatra, se tambalea y, con ella, un sistema que, si acabara hundiéndose, provocaría un tsunami político que se sentiría mucho más allá de las fronteras del reino.
Contándose entre las naciones capitalistas más dinámicas, Tailandia constituye, en efecto, un caso aparte. Inmersa como casi todo el planeta en la globalización, ha conservado, sin embargo, sus instituciones y sus tradiciones, casi intactas desde el golpe de Estado de 1932 por el que se instauró una monarquía constitucional bajo la égida de un régimen nacionalista. Himno difundido por las ondas a horas fijas, uniforme generalizado desde los colegiales hasta los funcionarios, organización muy reglamentada del respeto debido a un monarca que, por lo demás, es sumamente venerado, clérigo budista y ejército omnipresentes en la sociedad, incluso en el propio nombre del país, adoptado en 1939 para hacer valer los derechos de una hegemonía “tai” sobre la región: todo simboliza aquí, aún hoy, la singularidad de una democracia establecida por el antiguo partido único que supo acomodarse sin dificultades al sufragio universal impuesto después de la guerra por los vencedores al aliado del último momento.
Este sutil equilibrio por el que se compaginan tradición y modernidad se encuentra socavado desde los años noventa por el oneroso clientelismo de un multimillonario autodidacta, Thaksin Shinawatra. Hermano de la actual presidenta del Gobierno, obtuvo en el año 2001 los votos de las grandes regiones campesinas del Nordeste, que lo impusieron al frente del país. Desde entonces, manifestaciones, golpe militar, condena y exilio del especulador: nada ha podido contra él. La corrupción a amplia escala le permite a su riquísima familia mantenerse en el timón de un Estado cuyas bases se dedica a minar concienzudamente.
Lejos de la interpretación que de la actual situación hacen los periodistas occidentales, a lo que estamos asistiendo actualmente es, pues, a la reacción masiva de un pueblo deseoso de preservar su marco de vida. Al engañar a unas poblaciones ingenuas a las que desorientan con el espejismo de un consumismo desenfrenado, los Shinawatra son percibidos aquí como la expresión local de unas finanzas internacionales carentes de escrúpulos y ajenas a los valores del reino. Como las elecciones son sistemáticamente favorables a tales fuerzas, Suthep Thaugsuban propone cambiar el antiguo principio democrático occidental de “un hombre, un voto” por el de una “democracia absoluta bajo la monarquía constitucional”, dirigida por un “Consejo del pueblo” no electo, de espíritu corporativista y basada verdaderamente en la historia de la nación.
Se comprende, pues, el nerviosismo de nuestros medios de comunicación a la hora de dar cuenta de la realidad de lo que sucede en Tailandia. Una rebelión a la vez popular y reaccionaria que rechaza el principio mayoritario de la democracia: son cosas que no figuran en su abecedario político.

© Boulevard Voltaire  

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