Encontrarse a Olivia de Havilland en París

Compartir en:

En una ocasión, en París, estando de noche con mi esposa y unos amigos por las calles del Marais, reconocí al actor Ethan Hawke, el cual evidentemente no me reconoció a mí (no se sorprendan). Cuenta, por otra parte, Enrique Vila Matas en su novela “París no se acaba nunca” cómo vivió sus años de juventud en una buhardilla alquilada a Marguerite Duras.
Catherine Deneuve habita en un ático de la plaza Saint-Sulpice, en Saint Germain-des-Près, algo que aprovechamos un grupo de genios potenciales (¡!) y  en un momento de excentricidad para dedicarle a “capella” una canción de Gainsbourg, “L’eau à la bouche”, desde el portal de su casa y en una fría tarde de invierno.
En el Café de Flore, Truman Capote o Hemingway pasaban sus ratos.
Pero hoy he leído, debido al fallecimiento de Joan Fontaine, que su hermana Olivia de Havilland, la Melania de Lo que el viento se llevó sigue viva, y lo hace en París. Es cierto que mi abuela extremeña también lo hace, con ciento cuatro años, aunque en Barcelona, y la pobre después de hartarse de trabajar en el campo no consiguió tener el glamour de la actriz hollywoodiense.
En la vida, uno, un buen día puede estar paseando por París y encontrarse con la de Havilland, acompañada por una asistenta, comprando en el supermercado del barrio.
—Señora. Olivia, ¿qué recuerdos tiene de Clark Gable? ¿Y cómo se llevaba usted con Vivien Leigh?
Y la de Havilland, entre meliflua y altiva, se retiraría con una leve sonrisa en los labios sin hacer más caso que el de quien ya se sabe alejado del mundo.
Por las calles de París transcurre un nivel de la existencia no apto para todas las almas, pero requiere salir de la postal y encontrarse con otra dimensión del espíritu considerablemente distinta, superior si me lo aceptan. El “canalleo” mundanal no está reñido con la mística o con la fe; al contrario, muchos de los que se lo permiten, y su razón se flexibiliza para experimentarlo, suelen ser personas con una visión trascendente de la vida.
Llueve, acabo de salir de un oficio religioso, y la plaza está vacía. Apenas nadie en todo ese mundo de bohemios errantes y yo  busco un café en el que pedir una copa de buen Burdeos. Reparo en mi pasado, en los tiempos en los que la torre Eiffel me fascinaba, tanto como hoy, y recuerdo esa primera vez en la que, con veinte años, se me cayeron las lágrimas al contemplarla, - un chico de barrio descubriendo el mundo y aspirando a pertenecerle-. Siento, caminante sin sentido, que la ciudad se hace eterna a través de cada uno de mis pasos y que, si algún día muero, me perdonará no volverla a visitar porque nuestra historia de amor valió la pena. Yo seré efímero en la misma medida que ella pertenecerá a mi alma de forma infinita.
Y sumergido en el recuerdo deambulo y, repentinamente, veo a  una vieja  caminando sola, apoyada en un bastón. No llego a distinguirla pero me acerco, temo que el suelo húmedo no sea suficientemente válido para sostenerla. -¿Me permite?-
— ¿Y usted quién es? Me responde.
Le pido que se apoye en mí. – Camine conmigo.
Me parece reconocerla.
Yo soy de su familia, quizás nunca me ha visto pero he trabajado mucho toda mi vida con el único propósito de acompañarla y que ella no me rechace. Como todos aquellos que aspiran a elevarse, domesticando su parte animal, refinando el espíritu, echando horas, leyendo hasta que se te nublan los ojos y renunciando a lo inmediato para conquistar el futuro.
Y no somos tantos pero los que somos podemos, vengamos de donde sea, conseguir que un día lluvioso, en París, te encuentres con Olivia de Havilland y ella no te considere un extraño.
Señora, un placer haberla conocido.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar