Un 90% de franceses aprueban la eutanasia

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La aprueban exactamente, según un reciente sondeo publicado por Le Parisien, el 89% de las personas interrogadas, porcentaje que entre los mayores de 65 años —cuando ya se empieza a atisbar la nariz de la Parca…— asciende a nada menos que al 98%.
Las cifras son impresionantes y hablan por sí solas. Pero es cierto, amigos cristianos: por mayoritario que sea el sentir de las masas, el mismo no justifica nada. Pasemos, pues, a justificar… no la buena muerte (en griego se llama eu‑tanasia) que nadie pretende imponer a nadie. Pasemos a justificar lo ilegítimo que es  imponer la mala muerte a quien la rechaza categóricamente.
Lo haré en el marco del caso Vincent Lambert, un tetraplégico cuyo cuerpo lleva cinco años reducido al más puro estado vegetativo. El asunto ha despertado un gran revuelo entre nuestros vecinos franceses. Por una sencilla razón: aunque durante su vida el bueno de Vincent Lambert había declarado claramente estar a favor de la eutanasia, había omitido lo que nadie debería omitir: efectuar un testamento vital en tal sentido. Consecuencia: tanto su mujer (su viuda, más exactamente), como sus hermanos desean que se acabe con el suplicio al que está sometido. Pero sus padres, fervientes católicos, se oponen a ello. Después de varias peripecias judiciales, el Conseil d’État acaba de dar la razón a la esposa y a los hermanos; pero los padres han apelado ante el Tribunal Europeo de Estrasburgo…
Las siguientes reflexiones —publicadas en Boulevard Voltaire— se ciñen, pues, a los casos en que, desvanecido el espíritu, un ser humano queda transformado en materia vegetativa. Es obvio, sin embargo, que tales consideraciones podrían extenderse a cualquier tipo de buena muerte: ya sea pasiva o activa. Siempre, ni que decir tiene, que sea inequívocamente consentida.

¿Se nos puede obligar a convertirnos en un cadáver que respira?
¿Qué es la vida cuando el espíritu se va de ella? Porque hace ya cinco años que el espíritu ha abandonado el cuerpo del pobre Vincent Lambert. Tal es el fondo de la cuestión que se plantea cada vez que alguien se encarniza en mantener el funcionamiento vegetativo del cuerpo que perteneció a lo que fue un ser humano.
¿Está todavía en vida alguien en quien, desde hace años, todo pensamiento, toda palabra, todo sentimiento ha dejado de brotar y ya nunca más brotará? “Claro que sí: los aparatos así lo certifican”, pretenden algunos (aunque no el 89% de los franceses). Pero ¿qué es entonces la vida, qué es lo humano para ellos? Si una materia corporal reducida a su simple materialidad es aún vida, es aún humanidad, ello nos aboca al más pavoroso de los materialismos.
Un materialismo que nos aboca también a la más abracadabrante de las paradojas. Resulta que, en el debate de sociedad que así se abre, dicho materialismo es defendido las más de las veces… en nombre de la espiritualidad de la religión aún dominante. En cambio, quienes pretenden que es legítimo (¡siempre, por supuesto, que haya consentimiento!) acabar con el simulacro de una vida privada de espíritu, son generalmente los más insignes depredadores del espíritu: gente que chapotea en el hedonismo vulgar de un mundo sin alma que ellos son los primeros en aplaudir o en crear.
La paradoja es inmensa y nos obliga a abandonar tan pantanoso terreno. Volvamos a la cuestión esencial. Sólo la visión más burdamente materialista puede dar el nombre de “vida” al conjunto de funciones que permiten —digámoslo crudamente— que aún no haya fallecido el animal vegetativo en que se ha convertido el pobre Vincent Lambert.
Se alzan, sin embargo, dos objeciones. “Pero ¿quién le asegura, señor asesino, que tales seres no sienten realmente nada de nada?” Hagamos un esfuerzo y supongámoslo. ¡Sería lo más abominable de todo! ¿Habría algún suplicio más cruel, más refinado que el de estar más o menos “consciente” de semejante degradación, de semejante impotencia, de semejante silencio?
Segunda objeción. “¡Olvida, señor criminal, que siempre queda una esperanza, por ínfima que sea! ¡Siempre cabe que Dios, en su infinita misericordia, obre un milagro!” Tales milagros, en efecto, se han producido… un número ínfimo de veces. En la mayoría de los casos todo se limita a que el desventurado llega a esbozar un pequeño gesto, o a pronunciar una palabra o dos.
Quien quiera agarrarse a tal posibilidad (¿qué porcentaje representa?, ¿un 0,000000000001%?) que se agarre a ella. Todos tenemos derecho a pedir que, en caso de ocurrir tal desgracia, nuestros familiares (si no nos apiadamos de su suerte) nos sacrifiquen su vida y mantengan durante años y años nuestro cuerpo reducido al estado de materia.
¡Nadie pretende imponer la eutanasia! Sólo se pretende una cosa. Cuando no se teme a la muerte sin la cual no habría vida; cuando se considera que sólo vale la pena vivir una vida intensa, poderosa, grande; cuando se piensa y se vive así, sólo se pretende una cosa: que nadie te imponga la mayor afrenta a la vida. La consistente en convertirte durante años en un cadáver que, aún no descompuesto, respira todavía.

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