Hace hoy 25 años caía el Muro. Caía el comunismo

¡Qué emoción, qué júbilo, aquel 9 de noviembre de 1989! ¡Cómo llorábamos de gozo viendo a los pueblos de Europa derribar las estatuas de Lenin, pisotear la bandera roja del oprobio! Sea lo que sea lo que ha venido después en el conjunto del mundo, era imperativo acabar con aquel horror.

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Caía el comunismo… en Europa solamente, pues es imposible olvidar en un día como hoy que, por residual que sea, el comunismo aún mantiene sus zarpas en dos extremos del mundo: en Cuba y Corea del Norte.
 
¡Qué emoción, qué júbilo, aquel 9 de noviembre de 1989! ¡Qué esperanzas se abrían! ¡Cómo llorábamos de gozo viendo a los pueblos de Europa derribar las estatuas de Lenin, pisotear la bandera roja del oprobio! Teníamos toda la razón: sea lo que sea lo que ha venido después en el conjunto del mundo, era imperativo acabar con aquel horror (nadie acabó con él, por cierto: se hundió por sí solo). Era imprescindible que llegara a su fin el Sistema que más hambre, más desolación, más millones de muertos ha engendrado desde que el hombre es hombre.
 
Y lo peor: los ha engendrado en nombre de ideas tales como la libertad, la justicia, la igualdad… —“la generosidad”, dice el camarada Verstrynge (de él se trató aquí el otro día), hablando en un video con el camarada Iglesias. Y la gente se lo cree. Da igual que el engaño ya no funcione con el comunismo propiamente dicho. Basta cambiarle el nombre. Evitando términos que el marketing desaconseja, basta recurrir al presente de indicativo del verbo Poder para que el Proyecto siga gozando del aura de su presunta generosidad.
 
El aura… Pero ¿el Proyecto? No, aquí ya no hay ningún Proyecto. Ésta es la diferencia. Nadie tiene hoy un Proyecto, una Concepción del mundo que defender. Ni comunista ni capitalista, pues tampoco hay Proyecto alguno en los pragmatismos utilitaristas con los que el liberal-capitalismo navega hoy a ojo. El Proyecto comunista sí era toda una Concepción del mundo, pero se hizo añicos al rodar, junto con las estatuas de Lenin, por los suelos. Lo que de él queda, lo que intentan algunos poner en su lugar (pero sólo en desventurados países como Venezuela, Grecia o España) ya no es ningún Proyecto. Sólo son retazos, acomodados al gusto del día, de lo que fue. Lo que empuja a esa gente a la acción ya no es “el sentido marxista-leninista de la Historia”, ya no es aquella Cosmovisión basada en el exterminio de las clases sociales, en la dictadura del proletariado (¿quién se acuerda de éste?), en la aniquilación de todo tipo de mercado y de propiedad, en la aplicación de la doctrina marxista-leninista o en las lecciones  del pensamiento del presidente Mao-Tse-Tung. También los camaradas se han hecho pragmáticos. En lugar de prometer el cielo que se convertía en infierno, ya sólo intentan mejorar —dicen— el andar de los hombres (“y mujeres”…) por la tierra.
 
Pretenden mejorarlo con medidas que, por lo que a algunas se refiere, no dejan de ser positivas, necesarias incluso (otras, en cambio…). Sí, es necesario combatir los desafueros de un Sistema económico (y social, y cultural, y espiritual) que lo asfixia todo. Pero no seamos incautos. ¿Qué renacer económico, cultural, espiritual se puede esperar de quienes arrastran el tufo de lo que perdieron hace veinticinco años? ¿Cómo fiarse de quienes, en un día como hoy, van a callarse como muertos?
 
*
 
Volvamos a lo que se celebra en semejante día. También el otro Sistema —el que, caído el comunismo, lo ha engullido, “globalizado” todo— se rige, es cierto, por una hipocresía parecida a la de su enemigo —y antiguo aliado. También el capitalismo diezma al mundo —destruye nada menos que el sentido mismo de las cosas— en nombre de principios tales como la libertad y la democracia, la productividad y el bienestar… Pero tiene al menos una ventaja: si no te sometes, nadie te encierra en un campo de concentración. Si te conviertes en disidente, hasta te pueden dejar publicar un periódico como El Manifiesto. La astucia es de una sutileza extrema: habría hecho las delicias de Maquiavelo. Sin arriesgar casi nada, consiguen reforzar la Gran Coartada: esa que consiste en entonar la cantinela de “¡Libertad! ¡Libertad!” con que tratan de tapar sus vergüenzas quienes zahieren de hecho la libertad.
 
La Gran Coartada… También en una coartada es en lo que ha acabado convirtiéndoseel comunismo: ese espantapájaros que el Sistema agita con el fin de asustar y aguantar el tipo. “¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!”,grita con grandes aspavientos cuando ya no tiene nada que proponer ni nada a qué agarrarse.
 
Es curioso, pero esa gente tienen la manía (no: la habilidad) de convertir a sus enemigos en su mejor coartada. Con Hitler pasa tres cuartos de lo mismo. “¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo nazi!” gritan mientras practican la reductio ad Hitlerum. Algo tan burdo (pero funciona a la perfección) como lo siguiente. Puesto que los nazis se llenaron la boca con cosas como la comunidad popular, el destino de la patria o el arraigo de la nación en la Historia, basta que alguien —así sea el escritor francés de origen judío Éric Zemmour— pretenda defender cualquier idea relacionada con arraigos,  patria o identidad, para que el sambenito le caiga sobre la cabeza.
 
Volvamos al comunismo. Hay que reconocerlo: nuestra alegría de hace veinticinco años está hoy empañada. Sigue intacto, eso sí, el júbilo por el fin de la pesadilla que sufrieron aquellos países. Pero su liberación ha acarreado otra consecuencia. Y ésta es nefasta: de los dos Sistemas que se enfrentaban en el planeta, sólo ha quedado uno en pie. Y ya nada le coarta.
 
Pero de lo ocurrido hace un cuarto de siglo se deriva también otra consecuencia, y ésta sí que es alentadora. Nos trae una prueba irrefutable: contrariamente a lo que afirmaban los Hegel, los Marx y todos los que pretendían encerrarnos en la jaula de la Historia, a la Historia no la guía, no la rige, no la determina nada. Lo que, plasmándose en aquel noviembre de 1989, irrumpió con la fuerza de un torrente, fue esta constatación: si algo mueve a la Historia, al devenir del mundo, es “lo imprevisible, lo indeterminable”, como años después Dominique Venner calificaría el fenómeno.
 
Hombres de la desesperanza, hombres heridos por la descomposición de nuestro mundo: cuando la zozobra os embargue, cuando el desaliento os llene el alma, cuando creáis que no hay ni habrá nunca salvación, recordad siempre eso: a comienzos del verano de 1989 nadie, ni una sola persona en el mundo —ni los amos del comunismo ni sus súbditos— hubiera podido imaginar un solo instante que, en el otoño del mismo año, derrumbándose de pronto, el coloso rodaría por los suelos como un castillo de naipes.

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