"¿Qué dicen de nosotros en Madrit?"

Entonces la sorpresa se mudó en estupor. Fue como un mazazo. Acababan de enterarse de algo que constituía para ellos la ofensa última, la más dolorosa: la indiferencia de España.

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Escribo rápido, a vuelapluma. Impresionado aún por lo que me acaba de contar Leddys de vuelta de Barcelona. Estaba mi mujer hablando el otro día con un grupo de gente de lo más normal y corriente. Gente buena, gente sencilla, pero que lleva, como cientos de miles, la serpiente independentista anudada en el corazón.
Repetían mil veces una pregunta en la que latía una sorda, como angustiosa inquietud:
—¿Qué dicen de nosotros en Madrit? ¿Qué piensa esa gente que odia tanto a Cataluña?
—¿Odiar?… Pues no, la verdad —les respondió Leddys—. Ni en Madrid ni en el resto de España (“ni en el Estado”, habrían dicho ellos) la gente se pasa la vida pensando en Cataluña. Y aún menos odiándola.
Se hizo el silencio. Tenso. La sorpresa se marcaba en las caras —en esas tan luminosas, tan mediterráneas caras catalanas.
—Sin ir más lejos —añadió mi mujer—, el otro día. la víspera del referéndum, se convocó en Madrid una manifestación en favor de la unidad de España. Sólo acudieron un centenar de personas…
Entonces la sorpresa se mudó en estupor. Fue como un mazazo. Acababan de enterarse de algo que constituía para ellos la ofensa última, la más dolorosa: la indiferencia de España. ¡Ah, cómo les gustaría vernos revolcar rabiosos por los suelos! Aunque ello acarreara una reacción furibunda que les impidiera hacerse con el botín. No con el botín económico —no es lo que más les importa—, sino con el botín sentimental.
Son sentimientos, es toda una pasión lo que, con sus furias y sus cuitas, bulle en el fondo oscuro del alma de cualquiera de esos pueblos que buscan afirmar su ser en la confrontación con el Otro. La cosa tiene un nombre: patrioterismo. El que, hoy y aquí, anida en la confrontación que promueven Cataluña y el País Vasco. El que ayer, hace sobre todo un siglo, anida en Europa más o menos por todas partes.
*
Y frente a las furias de la pasión… la indiferencia pasotista. Frente al sectarismo de una creencia tan falaz como “En España nos odian”, la Nada que, engulléndolo todo, no permite ni afirmar ni creer en nada. “Aquí, tío, pasamos de todo”, dicen o deberían de decir los españolitos de hoy. Pasamos de identidad, de patria, de linaje, de antepasados, de descendientes… En España, aún más que en otros sitios; pero es la Nada la que en toda Europa nadea más o menos por igual.
¿Por qué en España aún más? Sin duda porque ese vacío es a lo que conduce, en lo más hondo de su proyecto, la modernidad. Esa modernidad en la que, después de haberla combatido durante siglos, creemos ahora en España con la fe del converso: la fe de los últimos en subirnos al último vagón de su último tren: ese que parte ya rumbo a la posmodernidad.
Por eso el otro día, saliendo de la manifestación cuya escasa concurrencia tanto desilusionó a aquellos catalanes, me decía con sorna que “me iba a hacer separatista”. Por una sencilla razón: porque al menos esa gente aún creen en algo; porque, pese a todo, aún es menos nocivo creer en embustes y falacias que en la Nada.
No se trata, por supuesto, ni de lo uno ni de lo otro: ni de envolverse en falacias y odios patrioteros, ni de carecer de patria, pasado e identidad. No se trata de esto. El problema —el drama— es que tal parece como si sólo de eso se tratara; como si no hubiera otra alternativa para nuestros pueblos, tanto en España como en Europa entera.
Para los pueblos… Para la gente común y corriente, quiero decir. Porque, en sí mismo, claro está que hay otra alternativa, claro está que es posible creer en algo infinitamente más rico, más complejo: en algo —resumámoslo así— como amar vigorosamente a la patria y detestar con igual vigor el patrioterismo.
El problema es que a los pueblos —a la gente— no les gusta nada todo lo que no sea simple, lineal, unívoco. En realidad, lo detestan con toda el alma. Pero lo que de ahí se deriva implica tantas cosas que mejor será dejarlo para otro día.

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