Rusia: metapolítica del otro mundo (I)

Empezamos con este artículo una serie de ocho entregas que nuestro colaborador Adriano Erriguel ha escrito tanto sobre la historia de Rusia como sobre su actualidad. Iremos publicando dichos análisis a razón de una entrega semanal.

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“¡Vaya usted a Rusia! Es un viaje útil para todo extranjero; cualquiera que haya visto bien ese país estará contento de vivir en cualquier otro sitio”.Así se expresaba el cosmopolita Marqués de Custine en su célebre obra Rusia en 1839, hito de la literatura de viajes y de un género destinado a hacer fortuna: la demonización occidental de Rusia. Un argumento de actualidad recurrente.
“La civilización rusa está todavía tan cerca de sus orígenes que se confunde con la barbarie. Su fuerza no reside en el pensamiento, sino (…) en la astucia y la ferocidad”. “No reprocho a los rusos ser lo que son, sino su deseo de aparentar que son lo mismo que nosotros, los europeos”. “El estilo ruso de gobierno es una monarquía absoluta temperada por el asesinato”. “Rusia es una nación de sordomudos; algún mago ha transformado a sesenta millones de hombres en autómatas”. “Siempre es bueno saber que existe una sociedad donde ninguna felicidad es posible, porque el hombre no puede ser feliz sin libertad”. Las invectivas del aristócrata francés se suceden en cientos de páginas y constituyen una muestra sobresaliente – potenciada por el talento corrosivo de su autor – de una percepción occidental de testaruda vigencia: la de Rusia como “otro mundo” hecho de opresión y de sigilos, de arbitrariedad y de paranoia, de arcaísmo y de brutalidad; un universo engañoso donde el despotismo oriental viste los ropajes de la civilización – la famosa “adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma” que decía Churchill – y donde, más allá de las apariencias y de los decorados de cartón piedra  – el célebre “efecto Potemkim” – rige una lógica elemental y eterna: la ley de la fuerza.
 Un mundo reticente a nuestra “sociedad abierta”, a nuestra democracia y a nuestros derechos humanos. Para George F. Kennan – gurú norteamericano de la disuasión antisoviética – el libro del Marqués de Custine tenía, un siglo después, más vigencia que nunca. Para los “kremlinólogos” de la época de la guerra fría el Estado policial soviético no era un invento del comunismo, sino de los zares. Para los izquierdistas europeos la tiranía soviética no era una consecuencia del marxismo sino – según la explicación trotskista –  del atraso secular de la “Madre Rusia”. Y para todos ellos Lenin y Stalin eran herederos, no de Marx, sino de Iván el Terrible y Pedro el Grande.[1] Finalizada la guerra fría y desmembrada la URSS,  Zbigniew Brzezinski – ideólogo del “nuevo orden” americano – dictaminaba que el espacio postsoviético pasaba a ser un “agujero negro” que debía ser neutralizado para evitar que ponga en peligro la primacía global – de móviles siempre generosos y fuera de toda sospecha – de los Estados Unidos. 
Esta Vulgata de la “Rusia eterna” responde a una percepción esencialista de las identidades nacionales; a un determinismo cultural que, en todo lo que se refiere al país euroasiático, es muy persistente entre las élites occidentales. Lo cierto es que la rusofobia occidental – acompañada de un fenómeno inverso, la rusofilia – ha respondido a lo largo de dos siglos, más que a datos objetivos y realidades intrínsecas de Rusia, a “una percepción distorsionada por la evolución de las sociedades occidentales, por sus miedos, esperanzas y frustraciones”.[2] A estas alturas no tendría mayor sentido deconstruir de nuevo ese “gran relato” rusófobo, señalar sus inconsistencias u oponerle el inverso “gran relato” rusófilo. Todo eso ya se ha hecho en abundancia. Pero sí podría ser útil tratar de discernir si la incompatibilidad entre Occidente y el “mundo ruso” es accidental o de naturaleza;si hay alguna posibilidad de encuentro o si, por el contrario, ambos mundos están condenados a no entenderse nunca. 
Lo cierto es que los desencuentros son demasiado recurrentes como para pensar que derivan de meras “construcciones culturales” destinadas a difuminarse sin más en la globalización. O dicho de otro modo: si bien los partidarios de la globalización – entendida como universalización del paradigma occidental, básicamente anglosajón y norteamericano – consideran que Rusia debe normalizarse y convertirse en “un país como los demás”, se hace difícil pensar que Rusia pueda plegarse fácilmente a ser “un país como los demás”, porque Rusia nunca ha sido “normal” y posiblemente nunca querrá serlo. A no ser, claro está, que deje de ser “Rusia” y se transforme en otra cosa.
El interés de asomarse hoy al “hecho diferencial” ruso reside en ver en qué medida éste plantea ideales éticos alternativos frente al modelo occidental de desarrollo social. Porque es innegable que ese “hecho diferencial” se presenta hoy como el gran “factor irritante”, como el enemigo a batir para la soft-ideología balsámica que la globalización enarbola a guisa de legitimación moral. Un enemigo a batir que pone al desnudo la contradicción inherente en esa ideología globalizadora: ésta se sustenta oficialmente  en la aceptación del “Otro”, en el culto al “Otro” – el “Otrismo” – como fetiche ideológico máximo. Pero ese culto sólo se refiere al “Otro” que se desarraiga para integrarse en el “Todo” occidental; es decir, al “Otro” que, a la larga, se convierte en lo “Mismo”. Pero cuando los “Otros” se quedan en su casa, cuando se consolidan en un bloque geopolítico con valores políticos, sociales y éticos alternativos… entonces comienzan los problemas.
Interrogarse sobre el “mundo ruso” equivale hoy, en suma, a interrogarse sobre un mundo todavía disidente frente al modelo único que nos propone la globalización. Una disidencia que no se queda en palabras, sino que se manifiesta en términos fácticos y geopolíticos, y que procede además del único país cultural y – en gran parte – étnicamente europeo al que el mundo anglosajón jamás ha podido sojuzgar. De ahí su carácter intolerable para los gestores de Occidente.

El último Estado tradicional de Europa
¿La “Rusia eterna”? Conviene ponerse en guardia contra una concepción esencialista y romántica de las identidades nacionales. Pero sí es preciso partir de una hipótesis realista: la de las comunidades culturales constituidas no como entidades estáticas, sino como constelaciones de valores que evolucionan a partir de sus propios presupuestos. ¿En qué se diferencian, pues, los valores rusos y los occidentales?
En estas líneas mantendremos que el mundo ruso se enfrenta a Occidente en cuanto éste encarna la modernidad en su forma más invasiva y excluyente, es decir, la modernidad que hace tabla rasa de todo aquello que le ha precedido o de todo aquello que le es ajeno. Se trata de una relación conflictiva – Rusia y la modernidad occidental – en la que se manifiesta una característica esencial de la identidad rusa: el sentido comunitario de la existencia. Esta característica – que podríamos denominar “la idea rusa” – entra en colisión directa con la filosofía individualista, con una filosofía que es el vector principal de la modernidad occidental y que en nuestros tiempos hipermodernos se plasma en unas sociedades atomizadas, desestructuradas por la ruptura del vínculo social. La idea rusa moldea una percepción diferente del hecho social, de la cultura y del hombre. Ahí reside, a nuestro juicio, el sentido profundo del desencuentro entre ambos mundos.
Algo, por otra parte, que dista de ser un caso excepcional; otras civilizaciones son también reacias a los valores de Occidente. Pero en el caso de Rusia la cuestión se complica, porque el núcleo rector de su civilización – núcleo cultural, geográfico y étnico – forma parte de la misma matriz europea que, en Occidente, engendró unos valores diametralmente opuestos.  “Rusia no es Occidente, pero tampoco es Oriente: es el inmenso Oriente occidental”.[3] O dicho con otras palabras: Rusia no es sólo Europa, pero también es Europa. Y no sólo eso.
En realidad Rusia ha sido el último Estado tradicional europeo, el último que reproducía con nitidez – casi hasta 1914 – ese esquema trifuncional por el que Georges Dumézil identificaba a las sociedades indoeuropeas y que situaba a las funciones religiosa y guerrera en la cúspide de la jerarquía social. “El Zar de Rusia – decía el Marqués de Custine – es un jefe militar, y cada día con él es un día de batalla”. Al retener muchos de los elementos de esa cosmovisión premoderna, Rusia retuvo algo que Europa ya había perdido. Es por ello por lo que la cuestión de la identidad rusa – de su revuelta contra el mundo moderno –  reproduce la lucha que durante siglos se libró en Europa entre dos tipos diferentes de cultura: la de la civilización industrial burguesa y la de los rebeldes frente a la misma; la de la modernidad liberal e ilustrada y la de un romanticismo antiilustrado y antiburgués que desembocó en una modernidad alternativa. La “idea rusa” es en ese sentido una cuestión que atañe a todos los buenos europeos. 

En busca de un Absoluto
Una relación conflictiva con la modernidad. Frente las pautas de la modernidad europea – Renacimiento, Reforma protestante, revolución industrial, capitalismo, globalización –  Rusia siguió durante siglos su propio camino. Por ello no se trata tanto de un país como de una civilización: el “mundo ruso” (Ruskiy mir). Larevuelta rusa contra el mundo moderno es una historia tortuosa. Y una historia que atañe especialmente a la cultura y a la batalla de las ideas: a la metapolítica. Porque sus auténticos protagonistas fueron los intelectuales. En contra de lo que suele pensarse la identidad rusa nunca fue una creación de los poderes públicos; los zares – apegados a la concepción premoderna de Imperio – nunca hicieron del nacionalismo ruso una ideología de Estado. El surgimiento de Rusia como idea – como Logos – fue sobre todo “obra de escritores, poetas, artistas, periodistas, músicos e historiadores”.[4] Decía Solzhenitsyn que en Rusia “los escritores forman un gobierno paralelo”. En ningún otro país del mundo – con la excepción tal vez de Francia – han tenido los intelectuales un papel tan relevante en la vida pública; en ningún otro país del mundo han tenido los escritores ese valor de profetas, de iconos o símbolos de la conciencia nacional.
 La “Madre Rusia” como tierra de místicos, de profetas e iluminados: un estereotipo que, como todos, contiene algo de verdad. Suele decirse que la nota definitoria de la “intelligentsia” rusa consiste en la sed de Absoluto, en la exageración patológica, en la tendencia a llevar las ideas y los conceptos a sus conclusiones más extremas y absurdas, en la idea de que “detenerse ante las últimas consecuencias de lo que uno piensa equivale a cobardía moral, a falta de compromiso con la verdad”.[5]Dios te guarde de ser un tibio”, decía Dostoyevski. Las batallas ideológicas libradas en Europa alcanzaron en Rusia un paroxismo pseudo-religioso. Y ese mesianismo de los extremos hizo posible que ideologías de sofá nacidas en París, Londres o Colonia pudieran aplicarse en Rusia con consecuencias trágicas para millones.
Pero la nota auténticamente definitoria del mejor pensamiento ruso – de aquel que se desarrolla desde mediados del siglo XIX hasta el primer tercio del XX –  es su carácter de rebelión cultural antimoderna. Una rebelión contra la modernidad occidental y sus corolarios: la disgregación social, la pérdida de vínculos comunitarios y orgánicos, la instauración de una sociedad de mercado, el auge de una clase media consumista, el individualismo y el materialismo. La identidad de Rusia se formuló por contraposición a Occidente y constituyó la cuestión dominante del pensamiento histórico y social de ese país a lo largo de dos siglos. Lo más enigmático y paradójico de todo ello – lo más específicamente ruso – es que esa gran rebelión antimoderna adoptó, a partir de 1917, una fórmula que se presentaba como la más materialista, igualitarista y ultramoderna de la historia: la dictadura del proletariado. El marxismo-leninismo, o la cruel astucia de la historia para preservar los últimos restos de un mundo tradicional bajo una carcasa de incompetencia, de opresión y de dogmatismo.
Una astucia de la historia que – tras un siglo turbulento – deja un incómodo legado para todos aquellos que anunciaban el fin de la misma y la parusía de la globalización anglosajona. Pero conviene situarse en perspectiva, en las batallas ideológicas que comenzaron a librarse en pleno siglo XIX.

Apocalípticos y nihilistas
Suele pensarse que Rusia es un país sin cultura política. Sin “pensadores” ni “filósofos” en el sentido académico y occidental del término. Lo cierto es que el pensamiento ruso propiamente dicho nace partir de las intuiciones de sus grandes escritores. Y se expresa sobre todo en la literatura.
La gran literatura rusa es ante todo una literatura de ideas, y sus grandes autores son tan pensadores como literatos. Se trata de una literatura en la que la indagación estética es totalmente secundaria: nada más lejos de los grandes escritores rusos – los del siglo XIX – que la literatura como oficio y como tramoya, como técnica o como primorosa ebanistería de la pluma. Todo lo contrario. Los grandes escritores rusos – Dostoyevski a la cabeza de todos – conciben la escritura como una misión cuasi sacerdotal en la que la intensidad de las ideas y la necesidad de expresarlas estallan a borbotones por encima de cualquier consideración formal, como si el escritor fuera un medium que se viera impelido a transmitir un mensaje. En contraste con el pensamiento occidental – más orientado hacia la especulación abstracta – la preocupación casi exclusiva de estos escritores es el hombre, su dimensión espiritual y las condiciones para su desenvolvimiento social. Unas preocupaciones que pasarían de generación en generación.
Las ideas más importantes surgidas del ámbito cultural ruso nacen a partir de una polémica que, en el siglo XIX, dividió a la elite intelectual en dos bandos: por un lado los radicales, revolucionarios y nihilistas – la “intelligentsia” propiamente dicha –, y por el otro los que, desde diversas posiciones ideológicas, les dieron la réplica. En el primer grupo figura la abigarrada tradición revolucionaria que culmina en Lenin, Trotsky y Stalin. El segundo grupo constituye lo que se podría llamar la contra-intelligentsia y alcanza su máxima cumbre en  escritores como Fedor Dostoyevski, Lev Tolstoi y Anton Chéjov.[6] Pero en Rusia las divisiones ideológicas no responden a la lógica de Occidente,  sino que discurren por cauces más intuitivos, menos proclives al razonamiento cartesiano. Casi todos los bandos en disputa compartían una sensibilidad común en aspectos como el rechazo al modelo burgués occidental y la identificación con el pueblo más humilde, todo ello aderezado con una seriedad cuasi religiosa a la hora de defender sus ideas. La transversalidad entre la derecha y la izquierda era en Rusia mucho mayor que en Europa. 
Un país de paradojas. Por un lado los radicales se proclamaban materialistas y partidarios de la ciencia, pero entendían “la ciencia” como una fe y un dogma de redención; se proclamaban igualitaristas, pero de facto practicaban un mesianismo de la minoría rectora;  exaltaban la fraternidad, pero al mismo tiempo desarrollaban una mística de la violencia y la destrucción. Y por otro lado los supuestamente conservadores rechazaban la revolución, pero su sentido identitario les llevaba a  exaltar la vida comunal campesina (la obshina) como una especie de comunismo autóctono; respetaban el orden establecido, pero compartían con los radicales la exaltación idealizada del pueblo (populismo)  como depositario de una forma de vida igualitaria y auténtica. Y tanto para los unos como para los otros el auténtico pueblo ruso (ruski narod) eran los campesinos.
Otra gran división, que se superponía en parte a la anterior, era la de los eslavófilos y los occidentalistas. Los primeros eran los tradicionalistas que, influidos por el idealismo germánico y por la teoría del Volkgeist, elaboraron un nacionalismo pan-ruso. Entre los segundos se incluían los partidarios de un modelo europeo de organización social, ilustrado y liberal. Los nihilistas y los revolucionarios eran también occidentalistas, pero a su manera: partidarios de una vía rusa hacia la revolución, compartían sin embargo con los eslavófilos un sentido comunitario de la vida y un igualitarismo instintivo que se remontaba a un milenarismo de raíz religiosa y premoderna.
Pero en lo que casi todos los grupos coincidían era en la aversión a las zonas tibias de la vida espiritual. “Apocalípticos o nihilistas” – decía el filósofo Nikolay Berdiaev.  Porque el espíritu ruso, cuando más claramente expresa los rasgos de su pueblo, se precipita hacia el fin y el límite, no puede permanecer en el punto medio de la cultura. “La polaridad antinómica del alma rusa compagina el nihilismo con la aspiración religiosa hacia el fin del mundo, hacia la nueva revelación, hacia la tierra y el cielo nuevos. El nihilismo ruso es el apocaliptismo ruso distorsionado. Un pueblo así difícilmente puede ser feliz en su historia”.[7] Las virtudes burguesas no interesaban a los apocalípticos ni a los nihilistas. Tampoco la felicidad. Sólo así se explica que el más estridente grito de protesta contra la felicidad que desde la literatura se haya lanzado jamás se encuentre en las páginas del mayor escritor ruso de todos los tiempos.[8]

El virus de la utopía
“Un mundo feliz”: la ensoñación progresista que está en la raíz de los totalitarismos modernos. Una utopía frente a la cual el pensamiento ruso fue el primero en dar la voz de alerta. Porque en ninguna otra parte como en Rusia brilló con tanta fuerza ese espejismo, la fe en el poder transformador de la teoría, la creencia en que una ideología podría imponerse por la fuerza, la aspiración a edificar una sociedad perfecta. Y para ello, el revolucionario como demiurgo, la destrucción como espasmo metafísico: éstas eran las señas de identidad del nihilismo ruso, de la intelligentsia radical a la que los principales escritores rusos – Dostoyevski y Tolstoi a la cabeza – dieron la réplica. Y lo hicieron en un sentido antiutópico, para señalar que quien trata de convertir la tierra en un paraíso la convierte, de hecho, en un infierno.
La gran literatura rusa es eminentemente anti-ideológica en cuanto en ella se denuncian los límites de la teoría, la pretensión de moldear la realidad a partir de apriorismos doctrinarios. En sus novelas Tolstoi expresaba la futilidad de cualquier intento por descubrir un sentido de la historia, por reducir la heterogeneidad del hecho social a un conjunto de fórmulas. Para el autor de Guerra y Paz la historia no es una ciencia, y la sociología, en cuanto pretende serlo, es un fraude; y si algún día la pretensión científica de descubrir “las leyes de la historia” se viera satisfecha y admitiéramos que la vida humana puede determinarse por la razón, entonces la posibilidad misma de la vida – entendida como conciencia y como libre albedrío – se vería destruida.[9] Dostoyevski, por su parte, afirmaba la futilidad de las medidas sociales y políticas dirigidas a eliminar el Mal, porque el Mal anida en el interior del hombre y su derrota depende, en último término, no de la reforma de las instituciones sino de la responsabilidad personal y los esfuerzos microscópicos de cada uno. Y Chéjov desarrollaba en su obra una sociología de lo prosaico que ponía el énfasis, no en el gran drama y en las ensoñaciones utópicas, sino en los empeños cotidianos y en la decencia ordinaria. Como señala el crítico literario Gary Saul Morson, “la exploración de lo prosaico constituye la principal aportación de la contra-intelligentsia rusa”[10]
Una paradoja muy rusa: cuando estos grandes escritores denunciaban el utopismo sabían muy bien de lo que hablaban, porque ellos también estaban infectados por este virus. Son bien conocidas las exhortaciones mesiánicas de Dostoyevski sobre la misión universal de Rusia. Como también lo es el “tolstoismo”, ese peculiar cristianismo anarquista que llegó a alcanzar ribetes de secta. No parece sino que todas las grandes corrientes de pensamiento ruso – tanto las occidentalistas como las eslavófilas, tanto las revolucionarias como las conservadoras – estaban permeadas, aún a su pesar, por un común impulso escatológico cuyo origen podría rastrearse en una tradición ortodoxa distorsionada.
De esta tradición intelectual, barroca, tortuosa y divergente, surge el desencuentro entre la “idea rusa” y el discurso de valores occidental. La “idea rusa”  apenas transitó por los cauces del pensamiento burgués. Le faltó para ello el sustrato sociológico – una clase media ilustrada –, las condiciones políticas – la democracia liberal – y la base económica – una transición gradual al capitalismo. Le faltó fundamentalmente la tradición intelectual racionalista de Occidente. La consecuencia final es que Rusia se ha mantenido al margen de un modelo cultural que, al cabo de dos siglos, ha venido a cristalizar en el “pensamiento único” de la globalización: la ideología postmoderna que pretende remodelar un orden mundial a la medida de Occidente.

Apuesta por lo trágico
“¡Dios, qué triste es nuestra Rusia!” exclamaba Alexander Pushkin, el poeta nacional ruso cuya obra es, sin embargo, la más alta expresión del júbilo de vivir. Porque la melancolía puede ser también alegre. Y lo trágico tampoco debería confundirse con lo triste. Éste es otro gran mensaje de la “idea rusa”, la contradicción suprema que los personajes de Dostoyevski – exultantes en su sufrimiento – encarnaron como nadie. Fenómeno histórico inédito: la Europa actual es la  primera civilización que ha pretendido eliminar lo trágico de la historia. Y con ello se condena a la esquizofrenia social, a la felicidad como obsesión y como deber, al eterno divorcio entre los deseos y la realidad. El irracionalismo ruso, por el contrario, al asumir lo trágico como revulsivo vital se muestra paradójicamente mucho más razonable, puesto que con ello dice sí a lo problemático, a lo terrible, a lo dionisíaco.
No se puede entender a Rusia – ni entender la Rusia actual sin tener en cuenta esta apuesta por lo trágico que está incardinada en el fondo de su cultura, y que dota al pueblo ruso de una correosa capacidad de resistencia. Ningún otro pueblo ha padecido una historia tan dramática durante el siglo XX. Ningún otro país ha conocido un totalitarismo tan brutal. Ninguna otra zona del mundo ha ofrecido un mayor tributo en vidas humanas – en conflictos civiles, purgas, represiones, hambrunas, holocausto, guerras y deportaciones – que esas tierras de sangre comprendidas entre Ucrania, Bielorrusia, el Báltico y la Rusia Occidental. Y sin embargo no existe en la Rusia actual esa culpabilización del pasado, ese examen de conciencia permanente, esa tiranía de la penitencia que ha hundido a las sociedades europeas en una parálisis de la voluntad. El pueblo ruso asume su pasado y no lo convierte en pasto de autoinculpaciones masoquistas. Porque para los rusos la historia es tragedia y asumir la tragedia es asumir la propia historia.
Por el contrario, Europa aborrece la tragedia: ergo se esfuerza en salir de la Historia. Entregada a un espejismo de “dulce comercio” y de gobernanza, convertida en dócil protectorado, aferrada a sus pequeños dogmatismos, Europa delega sus responsabilidades, abdica de su soberanía. Europa se somete. Decía el Marqués de Custine que Rusia es un país de autómatas, temerosos y obedientes. Si en el mundo de la globalización pudiera alzar la vista, tal vez se sorprendería al ver donde están los auténticos rebeldes.


[1] Los historiadores norteamericanos Richard Pipes y Robert C. Tucker, especialistas de referencia sobre la revolución de 1917 y el período soviético, son ejemplos característicos de este punto de vista.
[2] Martin Malia, Russia under western eyes. Belknap Harvard 1999, p.. 8
[3] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski. Nuevoinicio 2008, p. 202.
[4] Vera Tolz, Russia, inventing the nation. Oxford University Press 2001, p. 8.
[5] Aileen Kelly, Introducción a Russian Thinkers, de Isaiah Berlin. Penguin Classics 2013, p.. XXVIII.
[6] Así lo explica Gay Saul Morson en Tradition and counter-tradition: the radical intelligentsia and classical Russian literature, en A History of Russian Thought, Cambridge University Press 2010, p. 141.
[7] Nikolay Berdiaev, Obra citada, p. 11
[8] Adriano Erriguel, "El grito desde el subsuelo, Fiodor Dostoyevski contra el Homo Festivus". El Manifiesto (artículo 1) y (artículo 2). 
[9] Isaiah Berlin, The hedgehog and the fox, en Russian thinkers,  Penguin 2013, p. 39.
[10] Gary Saul Morson, Tradition and counter-tradition:the radical intelligentsia and classical russian literature, en A history of russian thought, Cambridge University Press 2010, p. 153.

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