El mito de la democracia griega

¿Demos contra Aristos?

Quizás el problema no sea tanto el modelo de democracia, sino el encumbramiento de una determinada minoría destinada a regir los destinos soberanos del pueblo.

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Ciertamente, estoy harto de leer tantas loas a la antigua democracia griega, insistencia machacona que, además de reflejar un estado de ánimo contra la insuficiente democracia liberal, no deja de ser un recurso platónico y romántico, falto de todo realismo político. Este bombardeo ha llegado a su máxima expresión, de la mano de la izquierda radical, con la celebración del último referéndum griego para escenificar un inútil enfrentamiento contra la Unión Europea, un plebiscito refrendario –con efecto
boomerang– con el que Syriza se ha pasado la soberanía popular por el arco dórico del Partenón.
La apelación a una idealizada y prístina democracia griega se ha convertido en uno de los mantras de los movimientos populistas. Esto, unido al método etimológico, consistente en creer que el mismo nombre de las cosas determina –o ha de determinar– por sí solo su naturaleza de manera unívoca –o sea, que la verdadera democracia no puede ser otra cosa que el gobierno directo, y cuanto más directo, mejor–, ha generado abundantes discursos afectos a un despreciable democratismo. Y por cierto, esto señala otra cuestión inquietante: la democracia no es una necesidad histórica. Ni la antigua ni, que sepamos, la moderna. Estos experimentos de “democracia total” acaban siempre en regímenes de monarquía absoluta, dictaduras militares o tiranías populares. Tiempo al tiempo.
Pero entonces, ¿de dónde surge tal mito? Durante la Revolución francesa y, posteriormente, durante el romanticismo, tanto los pensadores como los políticos, volvieron a menudo sus miradas sobre las “Repúblicas de la época grecorromana” (Atenas, Esparta y Roma), estableciendo incluso un debate en torno a las contraposiciones “Atenas contra Esparta” o “Esparta contra Atenas”. Debemos recordar que la reivindicación tardía de la sociedad espartana, en cuanto estructura militarizada y presuntamente racial, por los jacobinos y los nazis, quizá haya generado otro mito, en un sentido absolutamente opuesto al de Atenas.
Pero ¿qué hay de cierto en todo esto si lo observamos con una mentalidad posmoderna?
En el siglo V a.C. la civilización griega era muy democrática, sí, pero también muy aristocrática y esclavista, lo que significa que la mayoría de la población no pertenecía a la élite ciudadana y soberana, sino que todo un grupo de mujeres, trabajadores, esclavos y extranjeros (metecos) no era jurídicamente libre, ni políticamente activo. Porque es un hecho que la condición de hombres libres, con plenitud de derechos políticos, sólo se predicaba de los ciudadanos. En torno al año 430 a.C., la población para la región de Atenas era de unas 300.000 almas. Pues bien, sólo el 10% de esta población, unos 30.000 individuos –el demos– disfrutaba de derechos políticos y civiles.
Esto es que, en un primer nivel, la población se dividía, utilizando términos modernos, en nacionales y súbditos. Entre los nacionales –aquellos que nacían en Atenas de padre y madre atenienses (una hibridación del derecho de sangre y tierra)– se encontraban los varones, los únicos capacitados para ser ciudadanos, y no todos, porque podían perder esta condición por causas bélicas, morales o económicas; y también las mujeres y los niños, que no disfrutaban de las prerrogativas de la ciudadanía. Entre los súbditos, se encontraban algunos comerciantes, trabajadores y esclavos, fueran o no extranjeros (incluso de otras polis vecinas). Por descontado, éstos no tenían ningún derecho, y menos para participar en la vida de la res publica.
El poder legislativo estaba en manos de la Asamblea (Ekklesia) que tenía la función de aprobar las leyes, los impuestos y hacer la guerra: en ella participaban sólo unos 3.000 ciudadanos, o sea nunca la totalidad… –y ésta es, ni más ni menos, la famosa democracia directa o asamblearia con la que a algunos se les llena la boca. La dirección de la Asamblea recaía en un consejo (Boule) integrado por 500 ciudadanos elegidos por sorteo. En una traslación a nuestra época, sería lo que la Comisión europea representa respecto al Parlamento europeo, paradigma del conocido déficit democrático de la UE. Finalmente, el poder judicial estaba constituido por un tribunal (Helieo) que juzgaba los conflictos, las reclamaciones y las quejas de los ciudadanos (recuérdese, sólo del 10% de la población) y estaba formado por ciudadanos elegidos también por sorteo en la dinámica de la Asamblea. La isonomía (igualdad ante la ley) era una utopía.
Como en cualquier asamblea multitudinaria, una minoría hiperactiva e hiperparticipativa era, finalmente, la que determinaba la agenda, el proceso y las decisiones políticas. Creer, además, que los ciudadanos atenienses hablaban y votaban pensando en el bien común, en lugar de defender intereses personales o gremiales, como sus modernos equivalentes, pertenece al terreno de la ingenuidad más absoluta. El mito de la democracia ateniense, además, permite sostener la ficción de que el gobierno del pueblo puede llevarse a cabo mediante métodos puramente democráticos, participativos o deliberativos, cuando la realidad es que, entonces y ahora, el sostén político de los regímenes democráticos se ha fundamentado principalmente en procesos de carácter técnico o burocrático, ajenos a la ciudadanía y ejecutados por una minoría. Quizás, entonces, el problema no sea tanto el modelo de democracia, sino el encumbramiento de una determinada minoría (aristocrática, burocrática, tecnocrática, partidocrática) que deba regir los destinos soberanos del pueblo.
Antes del siglo V a.C. el poder político en Atenas residía en una aristocracia guerrera y terrateniente, descendiente de los antiguos invasores indoeuropeos. Se trataba de individuos suficientemente equipados y preparados como para acudir a la guerra con un caballo, su equipo y toda la panoplia armamentística. La guerra, entonces, no era como en nuestra época, un evento desgraciado para la humanidad, sino una natural actividad de carácter casi permanente y decisiva para la libertad y prosperidad de la polis, pues de ella se obtenían nuevas tierras, esclavos y botín. En consecuencia, la influencia política de los que decidían en la batalla era concluyente. Sin embargo, el aumento de la importancia de la actividad comercial propició el nacimiento y desarrollo de una nueva clase media mercantil, que comenzó a militar en la infantería pesada, pues también podía costearse el equipo de combate; en consecuencia, su participación en la relación de fuerzas políticas se hizo decisiva. Así que los democráticos atenienses decidieron otorgar también la ciudadanía a ciertos individuos en función de sus méritos militares o, lo que ya nos gusta menos, de su patrimonio económico. El demos se abría así a los mercaderes, pero no al resto de la población.
Los varones griegos, liberados del trabajo productivo o doméstico por los comerciantes, trabajadores, esclavos y mujeres, dedicaban su tiempo al gimnasio, a las competiciones atléticas, a escuchar a los filósofos y oradores en los espacios públicos, a las tareas políticas de las asambleas, tribunales y magistraturas, así como a la guerra cuando se aburrían o era menester. Vamos, que vivían como reyes. Y como la asistencia a la Asamblea era bastante deficitaria, los democráticos y participativos atenienses decidieron remunerar la práctica de la función política. Por cierto, esto me suena… Pero realmente el objetivo era otro: impedir que ciudadanos con pocos recursos pudieran participar en las decisiones asamblearias. La incipiente burguesía griega se iba imponiendo a la antigua aristocracia guerrera. Esto también me suena. Así que en Atenas se despreciaba a los humildes, mientras en Esparta se rechazaba a los discapacitados. ¡Viva la ciudadanía universal!
La memoria de esta mítica democracia ateniense es uno de los relatos modernos, inherentes a todo mesianismo político, que hacen del liberalismo el punto final de la Historia. Se nos cuenta que había una vez una democracia de verdad, pero perdimos el rumbo por la traición al pueblo real por culpa de una burguesía, aliada a los poderes financieros y entregada a los mercados. El problema es que, probablemente no haya un régimen menos susceptible de ser tomado como modelo para la democracia contemporánea que la democracia griega, y quienes la reivindican con tanta insistencia seguramente lo hacen a través de los deformantes espejos de una falacia, muy común en política, que consiste en juzgar a la democracia moderna por lo que es en realidad (una farsa electoral) y a la antigua por lo imaginaria y erradamente se cree que fue (un edén participativo). En realidad, los indignados helenófilos continúan con la corriente de la tradición política occidental que, desde la Edad Moderna, se pretende heredera de la Antigüedad clásica, olvidando, por ejemplo, la filosofía de los pueblos paganos prerromanos y de las instituciones medievales europeas.
Y ahora hagamos un ejercicio de especulación histórica, trasladando el modelo de democracia griega a nuestra época. Tomemos, por ejemplo, un país estándar de 40 millones de habitantes. De estos, sólo el 10% tendrían la condición de ciudadanos, esto es, unos 4 millones con derecho a participar políticamente en la Asamblea ciudadana. De repente, ya tenemos que prescindir de 36 millones de voces y votos. ¿Con qué criterios seleccionar, entonces, a los ciudadanos? Hoy, no podemos adoptar criterios de élite guerrera, por antiguos, ni criterios de casta económica, por demasiado modernos, ni de aristocracia espiritual, por demasiado difusos. Ni podemos discriminar por género (sexo) u origen (extranjería). Y, por supuesto, no hay esclavos (sí que los hay, pero están felices, como dice Portella). Así que es necesario adoptar una serie de criterios que nunca serán objetivos ni conformes con la generalidad. Pero ahí van algunos: 1) tener la nacionalidad por nacimiento o paternidad/maternidad; 2) tener cierta formación académica, por ejemplo universitaria; 3) ejercer una actividad laboral, comercial, profesional o empresarial; 4) estar al corriente de las obligaciones fiscales y sociales; 5) no haber sido condenado penalmente por delitos o faltas; y 6) tener entre 21 y 71 años (en defecto por inmadurez, en exceso por sobremadurez). A este paso, si aplicásemos todos estos criterios simultáneamente, no llegaríamos ni a ese minoritario 10% de ciudadanos políticos. De esos 4 millones de ciudadanos, pongamos que sólo medio millón, elegidos por sorteo, participaría activamente en la adopción de las decisiones políticas, serían los poliburócratas actuales. ¿Es esto lo que quieren los fans de la democracia antigua? ¿Demos con aristos?

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