A vueltas con el multiculturalismo

¿Derechos culturales o deberes naturales?

Desde hace algunos años la teoría clásica de los derechos humanos ha sido desafiada por el empuje de las teorías denominadas comunitarias hasta tal punto que hoy no puede hablarse de una sociedad plural auténticamente democrática si ésta no es capaz de reconocer a los grupos étnicos o culturales minoritarios que la componen.

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Introducción
 
Desde hace algunos años la teoría clásica de los derechos humanos ha sido desafiada por el empuje de las teorías denominadas comunitarias hasta tal punto que hoy no puede hablarse de una sociedad plural auténticamente democrática si ésta no es capaz de reconocer a los grupos étnicos o culturales minoritarios que la componen. En este sentido, no han faltado teóricos, como Will Kymlicka, que han tratado de amoldar los derechos de grupo a las clásicas teorías de los derechos humanos, asumiendo previamente su compatibilidad y convergencia.
 
Empero, lejos de ser satisfactorio este intento, pensamos que los modelos liberales exclusivamente basados en teorías de derechos no lograrán alcanzar la síntesis con las libertades colectivas que sostendrían las vidas de las comunidades tradicionales en el mundo actual. Tal juicio se sustenta, básicamente, en el hecho de que muchos de los grupos que ahora se pretende defender, pertenecen normalmente a contextos culturales alejados de las sociedades modernas y occidentales. Es más, las sociedades tradicionales responden y actúan fundamentalmente en base a obligaciones naturales (no contractuales) y no a compromisos artificiales como ocurre con las sociedades modernas, siendo ésta una diferencia sustantiva.
 
Entonces, el intento del liberalismo por dotar de legalidad y de existencia a las identidades culturales (a través de derechos lingüísticos, de autogobierno etc.), sin que esto signifique sacrificar la individualidad y la autonomía moderna, resultará vano en la medida en que tampoco la libertad moderna será suficiente para alcanzar el reconocimiento cabal de los otros y porque, en el fondo, el liberalismo es paradójicamente un pensamiento intolerante y antitradicional. En este mismo sentido, aquí se propone sostener, además, la tesis de que el liberalismo, en cualquiera de sus facetas (léase la universal neutral o la basada en la defensa del pluralismo), estará incapacitado para mantener una sociedad pluricultural en una relación de armonía y que el mismo liberalismo, por más que se presente también como una ideología del pluralismo, siempre terminará sosteniendo posiciones monistas y cerradas contrarias, en último término, al modo de ser tradicional.
 
La Irrupción de lo Particular y Concreto en Medio de lo Universal
 
Cuando surgen las guerras religiosas en Occidente, durante los siglos XVI y XVII, se genera un escenario de confusión y de inseguridad. La violencia está a la vuelta de la esquina y, por ende, se entiende que se vive en un estado de guerra civil. Al respecto, se llega a considerar que la causa del conflicto radica básicamente en la pluralidad de cosmovisiones que han surgido tras la posibilidad de interpretar libremente la Biblia, y va a ser este hecho el que contribuya a acentuar la fragmentación de la sociedad que, además, ya venía estructurada como una sociedad estamental y diferenciada.
 
Las diferencias sociales, sumadas a las diferencias religiosas, precipitaban la salida violenta y entre muchos pensadores flotaba, entonces, la idea de hallar algún tipo de solución a este paradójico caos. Así pues, se recurrirá al invento del Estado-nación y a la idea de que la Ley general acabará con las diferencias y, por ende, con el conflicto. La aparición de este constitucionalismo igualitarista será entonces el remedio que servirá a para garantizar la protección de los derechos individuales y la autonomía, que fueron puestos en riesgo por la guerra y que, por aquel entonces, ya empezaban a consolidarse como los grandes paradigmas de la modernidad.
 
Tal coyuntura provocará, entonces, el nacimiento de lo que un destacado académico británico ha denominado recientemente como uno de los rostros del liberalismo, es decir, el de la tolerancia como una búsqueda de consenso racional que apunta a poseer la mejor forma de vida para todos, a procurar una vida ideal, pero que también tendrá que confrontarse con la otra forma de tolerancia, (u otro rostro del liberalismo), aquella que se sustenta en la idea de que los seres humanos pueden florecer de distintas maneras y, por ende, el hecho de que las instituciones liberales intentarían conseguir una coexistencia pacífica entre las múltiples posibilidades factibles.
 
En este sentido, el modelo constitucional reflejará, en realidad, la tensión existente entre estos dos rostros del liberalismo. Así pues, si por un lado éste se basa en la defensa de la igualdad (como respuesta al pluralismo valorativo), que intenta también acabar con los privilegios y la discriminación, por el otro se lucha por la salvaguarda de la libertad y la autonomía individual, en este caso sustentadas por el derecho a la diferencia.
 
Sin embargo, es menester acotar que inicialmente se consideró que bastaba exclusivamente con las garantías de los derechos civiles y políticos libertades, como los de asociación, de pensamiento, de movimiento, para proteger las diferencias de los grupos, aunque también se percibió que tales derechos tradicionales no eran suficientes para defender las identidades culturales y la pertenencia a grupos diferenciados
 
Ahora bien, si es verdad que la dualidad del liberalismo se sustentaba en la universalidad y la particularidad, también ha sido una verdad de perogrullo el hecho de que la convergencia entre ambos principios no fue del todo posible, y lo que aconteció siempre fue el predominio de uno sobre el otro; en este caso, lo que marcó la pauta común por mucho tiempo fue el dominio de lo universal (derechos humanos), mientras todavía podía sostenerse el Estado-nación, pero como la misma teoría de los derechos individuales contribuyó a alimentar y propagar considerablemente las reivindicaciones de las colectividades minoritarias o mayoritarias, que provenían de grupos étnicos o culturales distantes a los grupos dominantes, entonces, la unidad artificial gestada por el Estado nacional y su constitución se caería en mil pedazos.
 
Así pues, en términos generales, vamos a tener ahora Estados que alberguen en su seno a una multiplicidad de naciones, los llamados Estados multinacionales que, fruto de la conquista, colonización, cesión o incluso de la fusión, no podrán ser definidos como Estados-nación. Por otro lado, también existirían los casos de los Estados que, si bien podrían en principio reivindicar una única nacionalidad (Japón o Alemania por ejemplo), sin embargo, han sido objeto, en los últimos años, de enormes migraciones individuales y colectivas normalmente desde países con culturas bastante alejadas de las propias y que han establecido entonces los denominados Estados poliétnicos.
 
En los casos de las minorías culturales (o también denominadas nacionales por el mismo profesor Kymlicka) ubicadas dentro de los Estados multiétnicos, lo que empezó a suceder fue que la tendencia del Estado liberal a estandarizar a todos los sujetos sobre la base de principios más bien cercanos a la tradición de los grupos dominantes, comenzó a ser rechazada y esto precipitó, entonces, el nacimiento de una "política de la diferencia" sustentada en la autoafirmación de los grupos y el afianzamiento de sus valores. Así, la también llamada "política del reconocimiento", precipitó una serie de problemas y de interrogantes, como por ejemplo el hecho de que la reivindicación de la diferencia podría generar una crisis de la soberanía estatal o que en el plano de la política exterior propiciaría un sin fin de conflictos, o también que los intentos por establecer derechos de minorías o derechos colectivos terminaría por incrementar los problemas existentes; o por último, el tema de las definiciones de los conceptos, como por ejemplo en el momento de definir lo étnico apelando a categorías como lo racial, lo religioso, lo lingüístico o por la auto-adscripción, todas ellas harto discutibles
 
En medio de este panorama las tesis "multiculturalistas" de los profesores Taylor y Kymlicka se harían bastante conocidas. La primera sustentada en el reconocimiento de todos los grupos étnicos o culturales y de un liberalismo que se sostuviese en función del reconocimiento de las identidades particulares; y la segunda basada en la idea de brindar derechos de índole colectivo (aunque el propio Kymlicka rechazará tal denominación) que sean, como dijimos, compatibles con los derechos universales.
 
Las Tesis del Reconocimiento y la Ciudadanía Multicultural
 
Charles Taylor, uno de los pioneros en la lucha moderna por el reconocimiento, identificó el derecho de pertenencia o identidad como una de las claves dentro del debate político contemporáneo; debate que, de alguna manera, había sido ocultado por la denominada "política del universalismo", que amparada en el principio de dignidad, negó la diferencia de los grupos y, por lo tanto, atentó contra la autonomía de quienes no pertenecían a una cultura occidental. En este sentido, Taylor estaba considerando que el liberalismo (el de la política del universalismo) sólo podía reflejar un pensamiento particular e histórico, es decir, el reflejo de una cultura y, por eso, abogaba por la materialización de una política del reconocimiento que tomara en serio a las otras culturas.
 
Este aserto de Taylor no tardaría en ser criticado, por ejemplo, por aquellos que rechazan su concepción filosófica del liberalismo como fenómeno histórico, asumiendo entonces que el liberalismo es ajeno a la historia ya la cultura y  que no está interesado en el florecimiento de la vida humana, o en el reconocimiento de grupos:
 
"a este respecto el liberalismo es indiferente a los grupos a los cuales se puede pertenecer. Los individuos, en una sociedad liberal, son libres de formar asociaciones, o continuar en las asociaciones a las que ya pertenecen o en las cuales nacieron. El liberalismo no se interesa por estos asuntos que pueden ser de interés de las personas –léase culturales, religiosos, étnicos, lingüísticos o de otra naturaleza–. No se interesa por las características o identidades de las personas, ni se compromete a buscar el florecimiento de las personas: no tiene metas colectivas, no expresa preferencias grupales, no promueve intereses particulares o individuales. Solamente se interesa en sostener una estructura legal en la cual lo individuos o los grupos puedan vivir pacíficamente".
 
Es más, siguiendo con esta crítica del profesor Kukathas, podríamos señalar que los grupos no son necesariamente entidades fijas o naturales y que más bien son mutables como lo es el tiempo y las circunstancias; además, los grupos no siempre demandan un reconocimiento, pues de pronto ya lo poseen y a veces, incluso, la misma "política del reconocimiento" puede crear identidades allí donde no existen. Por último, en los lugares en los que no se manifiestan grandes problemas, la política del reconocimiento puede ser peligrosa, pues puede actuar a favor o en contra de determinado grupo, produciendo ganadores y perdedores, lo que servirá para activar o crear conflictos antes inexistentes.
 
Con este tipo de argumentos se empieza a demostrar que tampoco el liberalismo del segundo rostro, aquél del pluralismo, puede ser del todo coherente y que el liberalismo en ninguna de sus facetas podría ser considerado como compatible con la defensa de las comunidades tradicionales. Empero, no podemos dejar de mencionar que el liberalismo, en todo caso, si podría ser capaz de sostener libertades o derechos de asociación.
 
Will Kymlicka, a su vez autor liberal y defensor de una "ciudadanía multicultural", consideraba que sí era posible la existencia de ciertas libertades que permitiesen la supervivencia de las colectividades allí donde fuese necesario emplearlas. En tal situación, proponía las llamadas "protecciones externas", que estarían constituidas por los derechos de autogobierno (delegación de poderes a las minorías nacionales, quizá a través de un federalismo), derechos poliétnicos (garantías y apoyos para determinadas prácticas de grupos religiosos o étnicos) y los derechos especiales de representación (por ejemplo escaños garantizados para grupos nacionales).
 
El propósito de tales protecciones, basadas en derechos diferenciados, no sería otro que el de reducir la debilidad, y también la vulnerabilidad, de los grupos minoritarios ante las decisiones de las mayorías. Se entiende también que aquí no habría inconvenientes en relación a los derechos individuales de los grupos minoritarios pues las protecciones externas no tienen que ver con las relaciones en el interior de los grupos.
 
No obstante ello, existirían grupos que, además de las protecciones externas, estarían también interesados en lidiar con el problema del disenso interno, lo cual los facultaría para implementar ciertas restricciones dentro del grupo con el objeto de evitar que la división se acreciente y termine por liquidar al grupo. Esto llevaría, entonces, el nombre de “restricciones internas”. Así pues, se podrían citar como ejemplos de estas restricciones internas, el tener que contraer matrimonio entre personas dentro del mismo grupo o que los miembros del grupo no puedan salirse de la iglesia que los sostiene, entre otras. Claro está que desde una óptica liberal (que es la que defiende Kymlicka, por cierto) las restricciones internas no podrían ser aceptadas dentro de una teoría de ciudadanía multicultural, debido a que estarían vulnerando de manera directa los derechos individuales y esto sería inaceptable. Incluso el mismo Kymlicka sostenía que existe también el peligro de que algunas de las protecciones externas podrían transformarse en restricciones internas.
 
Así pues, a primera vista la tesis de Kymlicka parece sumamente ingeniosa y razonable; de hecho, el permitir que distintos grupos étnicos o religiosos puedan "bloquear" preferencias externas que sean contrarias a sus tradiciones o que puedan a su vez gozar de cierta autonomía, parece suficiente para garantizar su existencia. Al mismo tiempo, la teoría liberal de Kymlicka cumple con uno de los grandes principios del liberalismo, que es el de garantizar una pluralidad de elecciones posibles en la medida en que, cuanto más culturas existan, mayor será la riqueza de nuestra autonomía individual.
 
Empero, parece también razonable y legítimo el interrogarnos en torno a las limitaciones del enfoque, y en este sentido, cabría preguntarse si las protecciones externas serían suficientes para asegurar la existencia de una cultura o de una religión, o si es que, en realidad, requeriríamos de las restricciones internas para cumplir con este objetivo. Si nuestra primera respuesta es negativa y la segunda afirmativa, entonces tendríamos que afirmar también que ya no se trata de una teoría liberal y que, por ende, la síntesis entre los derechos individuales y los colectivos sería inviable.
 
Pero no todo concluye aquí. La tesis de Kymlicka sigue lastrada por los enfoques neutrales dentro del pensamiento liberal y eso significa que no sería viable el discernimiento en torno a la naturaleza de la colectividad que deseamos preservar, es decir, ¿toda cultura o toda religión debería tener el mismo valor? y ¿todas deberían recibir el mismo apoyo para su supervivencia?, ¿no sería preferible proponer, como lo harían los liberales perfeccionistas, que habría que apreciar qué valores –de determinada cultura por ejemplo– promueven o reducen la autonomía?, ¿es lo mismo un culto religioso destructivo que una religión tradicional?
 
En fin, no queremos seguir exponiendo las limitaciones de estos enfoques, pues las mismas tesis sostenidas contra "la política del reconocimiento" de Taylor podrían igualmente ser sugeridas contra Kymlicka, por ejemplo, ¿por qué habría que pensar que el Estado debe estimular la supervivencia de grupos étnicos o lingüísticos, si es que su propia desidia o negligencia los ha llevado a esa situación de precariedad?, ¿acaso no es natural que las culturas más adecuadas sean las que subsistan por sus cualidades innatas?.
 
Todas estas interrogantes completan entonces nuestra mirada escéptica frente a las posibilidades del liberalismo (en todos sus rostros) para enfrentarse el problema del multiculturalismo.
 
De los Derechos Subjetivos a las Obligaciones Naturales
 
Nuestra posición, hasta este punto, ha sido la del escepticismo manifiesto con respecto a las convergencia entre derechos individuales y colectivos: También esbozamos nuestras dudas con respecto al relativismo que podría emanar de teorías comunitarias como las de Taylor y, por último, mostramos cierta simpatía con respecto al ideal de autonomía y pluralismo del perfeccionismo de Joseph Raz o John Gray, por citar dos importantes representantes de esta corriente, quienes efectivamente consideraban que el ideal del florecimiento humano solamente podía darse dentro de una comunidad y, por eso, es preciso que las comunidades existan como una pluralidad de opciones, a fin de que se pueda optar por diferentes caminos.
 
Ciertamente, toda comunidad tradicional se constituye como una pluralidad de vías o caminos (basta pensar en torno a lo que significa, por ejemplo, un modelo orgánico que fue seguido por todas estas colectividades tradicionales y donde lo determinante era la variedad de funciones que realizaba la corporación); empero, dicho perfeccionismo seguiría privilegiando la posibilidad de elección del sujeto como un rasgo determinante de la condición humana y de su capacidad de generar su felicidad. El privilegio de la voluntad humana y su estatus preponderante han sido las características de todo el desarrollo de la modernidad y es inherente al pensamiento liberal. Por ello, a pesar de que este perfeccionismo identifique buenas y malas posibilidades de elección (dejando de ser neutral) y, por ende, destaque la importancia del pluralismo, no puede superar el problema de la autonomía.
 
Toda auténtica comunidad tradicional no podía sino descansar en un principio de libertad subjetiva, pues los principios que guiaban sus acciones eran impersonales y trascendentes, ora ubicados en la naturaleza, ora en la divinidad, pero en cualquier caso la libertad humana se plasmaba en la fusión entre nuestra voluntad y estos principios impersonales. La comunidad tradicional igualmente proveía de todo lo necesario para poder alcanzar la buena vida y la felicidad, pues se trataba de colectividades funcionales en donde el talento y la tradición ubicaban a cada uno dentro del espacio de sus capacidades y aptitudes. Por último, toda colectividad tradicional era siempre una pluralidad constituida en una unidad y la unidad, a su vez, era conseguida al compartir estos principios (que ahora podrían ser llamados morales o éticos) El desarrollo del pensamiento moderno (sustentado en el ideal de autonomía como venimos repitiendo), que se ha decantado por todos los rincones del planeta, no ha hecho sino alentar la expansión del individualismo, el egoísmo y el materialismo. Paradójicamente, esto ha contribuido a cercenar la libertad y, también, a eliminar las diferencias en función de la “estandarización hacia abajo” que lleva adelante el proyecto moderno desde hace mucho tiempo atrás.
 
Por ello, si bien es verdad que resulta muy importante el aporte de teóricos comunitarios y perfeccionistas al intentar reivindicar, antes que los tradicionales derechos civiles o políticos, derechos anteriormente ignorados, como podría ser, por ejemplo, el derecho de pertenencia al grupo, no podemos por ello soslayar que todos estos enfoques se enmarcan dentro de la misma tradición liberal y moderna, es decir, reivindican como sustantiva la autonomía individual y como accesoria la identidad colectiva y la defensa de los valores colectivos. Quizás, muchas de estas teorías que apuestan, pues, por la defensa de lo colectivo frente a lo individual y al Estado neutral, o que intentan llevar a buen puerto la relación entre los derechos individuales y los derechos culturales, puedan ser muy bien intencionadas en sus propuestas, pero siendo defensoras del gran proyecto de la Ilustración, necesariamente impulsarán formas de vida y cosmovisiones ajenas a los valores de las colectividades tradicionales y también de los pueblos no occidentales.
 
En este sentido, un observador sagaz de la modernidad occidental como lo fue Alexis de Tocqueville, destacaría el peligro que llevaba consigo esta tendencia igualitaria de Occidente, que no era sino el reflejo del individualismo y que, más adelante, se transformaría en egoísmo. Así pues, la pasión por la igualdad significaba, en realidad, un interés por gozar por igual de los bienes y de la riqueza que estaba generando la sociedad capitalista, y esto se traducía en demandas y exigencias para que todos participasen y disfrutasen por igual del confort y la abundancia. Tal situación significaba entonces un desafío, pues se requería producir más y también hacer más eficaz la distribución de los bienes. Ahora bien, para materializar este interés se tenía que racionalizar la producción y, por ende también, centralizar más el poder, con lo cual se verificaba más bien el surgimiento de una sociedad controlada, regulada y estandarizada. Tocqueville, planteaba así una prognosis que se caracterizaría por el desarrollo de sociedades que, reivindicando la libertad, acabarían convirtiéndose en totalitarias. La explicación de este fenómeno teníamos que hallarla en el individualismo que alejaba al hombre de su comunidad y lo hacía presa del egoísmo (amor a uno mismo), que desembocaría en el materialismo y la persecución de todo tipo de riqueza.
 
Para remediar tal problema, Tocqueville invocaba la fuerza de la vida social corporativa, las asociaciones voluntarias, municipios, las organizaciones religiosas etc.; todas ellas contribuían, de gran manera, a fin de neutralizar el individualismo (atomismo) y, por consiguiente, también el egoísmo. Sin embargo, más importantes que las asociaciones voluntarias, estaban las asociaciones naturales que se identificaban con colectividades religiosas o corporaciones étnicas. La ventaja de ellas radicaba en que podían resistir los embates del individualismo y del egoísmo, en vista de que las asociaciones voluntarias, finalmente, caían dentro del supuesto de la elección y entonces podía darse el caso de que surgieran cambios constantes de organizaciones, lo cual no facilitaba la estabilidad.
 
Las apuestas modernas por reivindicar o incorporar lo colectivo dentro del discurso de los derechos humanos puede resultar, en apariencia, importante; sin embargo, no hay que olvidar que tal intento resulta problemático pues, al final, en este tipo de síntesis, obtendremos siempre una parte esencial (los derechos individuales) y una parte accesoria (los derechos étnicos o culturales), con lo cual esa síntesis se transforma, de hecho, en el predominio de la primera (individualismo) sobre la segunda (comunitarismo). En segundo lugar, si el discurso liberal se concentra en la autonomía individual, consideramos que ésta no debe ser interpretada como mera libertad de elección, sino como autorrealización dentro de una comunidad.
 
La libertad como elección (o como libertad negativa) simplemente generará conductas egoístas y por lo tanto la confianza indispensable para el sostenimiento de cualquier comunidad terminará por quebrarse. La libertad como elección sólo generará una sociedad estandarizada y, bajo ningún punto de vista, plural o diversa. En cualquier caso, cualquier intento de las teorías del reconocimiento que parten de las distintas versiones del liberalismo, acabará defraudando ese gran esfuerzo por reivindicar las colectividades tradicionales.

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