Hablando de las nuevas siete maravillas del mundo

Los misterios de Machu Picchu nos siguen tocando el corazón

En el actual certamen del que debe resultar la designación de las nuevas Siete Maravillas del mundo, la Alhambra de Granada es, por supuesto, un voto seguro y obligado para todos los españoles convencidos de que la Cultura está por encima de prejuicios ideológicos. Pero queremos llamar la atención sobre una maravilla que a los españoles no nos debería resultar indiferente, porque se trata de la manifestación monumental más importante del gran Imperio que pasó a formar parte de las Españas por obra de los conquistadores: Machu Picchu, la prodigiosa ciudad inca del Perú.

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RODOLFO VARGAS RUBIO 

En 1911, el profesor de la Universidad de Princeton, Hiram Bingham III, que buscaba Vilcabamba (donde se refugiaron los últimos representantes de la dinastía Inca después de la conquista española), se topó con una ciudad cubierta de vegetación, abandonada desde hacía siglos, aunque su memoria no se había olvidado completamente según consta en algunos registros notariales y parroquiales a lo largo de cuatrocientos años. A la sazón, el mundo arqueológico se hallaba en efervescencia debido a los por entonces recientes descubrimientos: de Troya por Heinrich Schliemann, del Palacio de Minos en Cnossos y su célebre Laberinto por Sir Arthur Evans y de Chichén-Itza y su cenote sagrado por Edward H. Thompson. La revelación del conjunto monumental de Machu Picchu no pudo, pues, sino causar una gran sensación y, desde entonces, ha constituido un foco de gran interés para exploradores, científicos, viajeros, turistas y románticos de todo el mundo. Es un milagro que surge entre las montañas colosales de la Cordillera de los Andes, columna vertebral de Sudamérica, semejante al de Petra, la antigua capital de los nabateos, que emerge esculpida en la roca en medio del desierto que circunda el Mar muerto. No es casualidad que Machu Picchu y Petra estén hermanadas oficialmente desde mayo del 2005.

Respecto de Machu Picchu, ante todo, hay que desmentir que el lugar fuera de un refugio o un último reducto defensivo incaico para protegerse de los españoles. En realidad, se trataba de un centro ceremonial y de recreo de tiempos del Sapay Inca Pachacútec Yupanqui, noveno monarca de la línea de soberanos del Cusco (cuarto de la dinastía de Hanan-Cusco) y primer emperador del Tahuantinsuyo o Imperio Incaico, que fuera por él formado mediante sus vastas conquistas y sabiamente organizado. A Pachacútec está también vinculada la gran transformación de la capital imperial de villorrio en gran metrópoli, a la que dotó de admirables monumentos como la ciclópea fortaleza de Sacsayhuamnán y el templo del Qorikancha, dedicado a la divinidad solar llamada Inti y que refulgía del oro en que estaban tapizaddos sus muros (sobre los cimientos de este templo se edificaría más tarde el Convento de Santo Domingo, expresión insigne de la transculturación). 

Las ruinas del antiguo poblado (llacta en quechua) que sirvió de retiro religioso y solaz al gran conquistador inca se hallan en un promontorio –el Picchu o cerro– en forma de cresta entre profundos y abruptos cañones formados por el río Urubamba y que une dos montañas: el Huayna Picchu o pico joven y el Machu Picchu o pico viejo (del cual toman el nombre que ha hecho a dichas ruinas mundialmente conocidas). Ambas elevaciones forman parte de las estribaciones del macizo nevado del Salcantay en la Cordillera de Vilcabamba de los Andes cusqueños. Están a una altura de unos 2.400 m. sobre el nivel del mar y 450 m. desde el nivel del valle del Vilcanota, a unos 120 kms. al norte del Cusco, ciudad 1.000 m. más elevada que Machu Picchu. Y es que el conjunto monumental está situado en la llamada “ceja de selva”, es decir en el límite entre las áridas montañas y la prorrumpente floresta amazónica (no nos olvidemos que el Amazonas, consideradas sus fuentes primigenias, supera en longitud al gran Nilo, pues nace en el Perú profundo, en los Andes de Arequipa, siendo el río Urubamba uno de sus tributarios). Ello hace que el clima de la región sea tropical, con abundantes lluvias, que han favorecido un entorno boscoso. El agua pluvial favorecía el cultivo, pero la accidentada geografía del lugar no, por lo cual los ingenieros de Pachacútec Inca idearon los andenes o terrazas agrícolas escalonadas, regadas por un sistema de canalizaciones que ya de por sí constituye un gran alarde de inventiva y de superación de las limitaciones aparentemente invencibles que ofrece el medio natural.

Ciudad sagrada 

El conjunto monumental está formado por dos zonas bien determinadas: una zona de morada y la otra agrícola, rodeando ésta a aquélla. El núcleo urbano consta de palacios y templos, así como de edificios administrativos y de habitación, pero predomina el carácter sagrado de la ciudadela, como queda de manifiesto por el foso que rodea el santuario, separándolo netamente del terreno profano, algo así como el pomoerium romano, lo cual sugiere un íntimo parentesco de las civilizaciones antiguas, constituidas en torno a la religión (de acuerdo con Fustel de Coulanges). Todas las construcciones se hallan comunicadas entre sí por una red de calles escalonadas que son un alarde de ingeniería edilicia. Machu Picchu repite el esquema cusqueño de la ciudad alta (hanan) y la ciudad baja (hurin), correspondiente a la dualidad de la cosmovisión andina, que, combinada con la cuatripartición determinada por los puntos cardinales (y manifestada aquí a través del Intihuatana o losa sagrada central, que fungía, además, como reloj solar), constituía la base de la organización social del Incario.

Con el Huayna Picchu de fondo, el perfil de la ciudad descubierta por Bingham es inconfundible y constituye una estampa familiar para cualquier moderno itinerante. Pero a Machu Picchu hay que imaginárselo en su esplendor, con sus altas techumbres a dos aguas hechas de capas de la paja llamada ichu, sus hornacinas ocupadas por ídolos y momias venerables, sus muros con lujosos recubrimientos y sus recintos repletos de valiosos utensilios en los que el oro y la plata campeaban. 

Machu Picchu es un ejemplo de perfecta integración de una construcción humana en el paisaje natural sin agredirlo ni violentarlo. Las edificaciones parecen emerger de la tierra, como parte del entorno montañoso. Es una buena expresión de la íntima comunión del hombre andino con la pachamama o madre tierra (equivalente a la natura genitrix de los Antiguos), relación telúrica, inspiradora de un temor religioso –que no servil–, favorecida por la grandeza inconmensurable del panorama, con sus imponentes cerros sagrados que albergan héroes fundadores, su firmamento con vocación de techo del mundo, sus valles abismales de laderas esculpidas por las divinidades fluviales… Todo ello acariciado por los rayos bienhechores del gran Inti (el Sol), que el supremo Viracocha, autor providente del mundo, dispuso para dar vida a sus criaturas.

La obra del hombre en Machu Picchu no desafía a la creación divina, sino que se incorpora a ella –confesando la propia contingencia– y la adorna como tributo de piedad y de agradecimiento. La moderna Arquitectura ha intentado –sin mucho éxito– lo que lograron los constructores de Machu Picchu con menos teorías y más sentido práctico. Hay que llegar hasta el profesor Enrico del Debbio (1891-1973), autor del admirable Foro Itálico de Roma, para encontrar un serio y estudiado intento de que el paisaje cultural se halle inserto en el marco natural sin ruptura ni solución abrupta de continuidad. 

Misterios de Machu Picchu

Otro aspecto importante a considerar para calificar de maravilla a Machu Picchu es el técnico. Recordemos que en el antiguo mundo andino no se conoció la rueda, utilísimo invento que facilitó a la Humanidad el transporte y está en el origen de los más importantes mecanismos (como los de hidráulica y relojería). Tampoco se utilizó el hierro (que en Europa produjo la gran expansión celta por el adelanto que significó el empleo de este metal en la fabricación de armas y utensilios). En el Antiguo Perú reinaba el bronce, metal más blando y de escasa capacidad de manipulación para la talla de materiales duros. Ahora bien, ¿cómo pudieron cortar la piedra y, además, con tanta perfección que podían hacer encajar unos bloques con otros, sin apenas utilizar argamasa o mortero, de manera que produjeron construcciones sólidas y que desafiaban a la violencia de los frecuentes terremotos? Es más, ¿cómo pudieron trasladar esos bloques a través de la accidentada orografía de Machu Picchu sin utilizar la tracción rodante?

Algunas explicaciones –siguiendo al imaginativo autor suizo Erich Von Daniken– recurren al argumento más socorrido en estos casos y que denota un ingrato escepticismo en la capacidad humana de superación: los extraterrestres. Machu Picchu habría sido obra de los alienígenas venidos del espacio exterior… Como si hubiera faltado ingenio a hombres que fueron capaces de expandirse desde un humilde núcleo y formar un inmenso imperio en América Meridional desde Pasto (Colombia) hasta el río Maule (Chile), tocando la Selva Amazónica (origen de la fabulosa tradición del Gran Paititi) y proyectándose incluso hasta Oceanía, descubierta –como ha sostenido recientemente, con sugestivos e importantes indicios, el Dr. del Busto Duthurburu– por el Inca Túpac Yupanqui, sucesor del gran Pachacútec. Si esto no es maravilla, que venga Dios y lo vea. 

En fin, Machu Picchu da pie a tomar en cuenta una aportación originalísima de los arquitectos peruanos al arte edificatoria: el diseño trapezoidal de las puertas y ventanas de las construcciones andinas, que les otorgó solidez y flexibilidad al mismo tiempo ante los embates telúricos. Recordemos que el Perú es tierra sísmica (por su proximidad al llamado Cinturón de fuego del Pacífico y por estar su costa sobre el borde de la falla tectónica de Nazca) y los terremotos han menudeado, marcando su historia al ritmo de sus remezones. El trapezoide, en efecto, es una forma geométrica deducida por los quechuas de la posición de una persona de pie con las piernas separadas, que se mantiene más fácilmente que una persona erguida con las piernas juntas en caso de ser sacudida por otro. Aplicado este principio a la Arquitectura, los quechuas minimizaron los posibles efectos desastrosos de los temblores de tierra y fueron así precursores de los modernos métodos antisísmicos. ¿No es verdaderamente admirable? Sin duda, como lo es, para terminar, el excelente y eficaz sistema de drenaje del agua de lluvia, que impidió el socavamiento por filtraciones del suelo y el consiguiente desmoronamiento de las construcciones.

En su obsesión europeísta de nuevo cuño (pues olvida que en el pasado fue forjadora y primera potencia de la Cristiandad o Europa), España ha descuidado las relaciones con los países que conformaron su antiguo Imperio de Ultramar, el más vasto que hayan visto los siglos. Imperio que no era colonial, sino que integraba la Corona de las Españas en pie de igualdad con la Península, como lo prueba el hecho de haber sido gobernado según el modelo de virreinato (institución originariamente aragonesa, que hacía del virrey un alter ego del Rey). Los vínculos de España con la América de habla española se han relajado notablemente, además, por una especie de complejo de culpabilidad cultivado por ciertas corrientes de pensamiento pseudoprogresista que reproduce los tópicos de la leyenda negra y no ve otra cosa que brutalidad y codicia en la gran epopeya indiana. Flaco favor hacen aquéllas a la causa americanista, ya que de ellas se deduciría que los grandes imperios prehispánicos no eran sino sociedades endebles, apocadas e indolentes, cuando la realidad es que en ellos simplemente se cumplió la inexorable ley histórica común a todos los estados hegemónicos: el ciclo de auge y decadencia. Pasó con Asiria y Babilonia; con Media y Persia, con el Imperio de Alejandro Magno y el de los Césares. Aztecas e Incas no tenían por qué ser una excepción y no hay ninguna necesidad de recurrir a argumentos tendenciosos de una supuesta crueldad especialmente característica de los españoles. 

Machu Picchu se yergue como una prueba de la elevación espiritual, cultural y técnica a la que llegó el Antiguo Perú, país cuyo solo nombre evoca la idea de opulencia y esplendor plasmada en la célebre expresión “vale un Perú”. Votar por Machu Picchu como una de las nuevas Siete Maravillas del mundo es una buena manera de enterrar viejos malentendidos y torpes prejuicios y estrechar esos lazos que nunca debieron aflojarse.

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