La esencia del conflicto (y III)

Concluimos hoy la tercera entrega de este importante texto de Alain de Benoist. Versa la misma sobre la transformación de la guerra en "guerra justa": la más injusta y brutal de todas las guerras.

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Con la Revolución francesa, la guerra se convierte en una empresa a la que todos los ciudadanos en estado de llevar armas son asociados. La "leva en masa" y "la patria en peligro" encarnan la idea de guerra absoluta. En contrapartida, la guerra civil llega a ser más espantosa que nunca: "las deportaciones verticales" de Carrier (que no impiden la celebración de la "fiesta nacional") anuncian y sobrepasan ampliamente las de Oradour.
 
La noción teológica de "guerra justa" adquiere nuevo vigor en las ideologías democráticas; luego en las socialistas. Marx hace gran uso de ésta. Lenin, más concreto, desmantela sistemáticamente las prohibiciones tradicionales que limitaban las guerras. La Primera Guerra Mundial señala la entrada de Europa en la era de las destrucciones masivas y de la "movilización total". Como es lógico, se trata siempre de hacer la "última de las guerras" (en lenguaje bíblico: Armagedon; en lenguaje marxista: "la lucha final".) Si las democracias liberales declaran las guerras, es por una "buena causa", la causa de la humanidad, incluso la de los "derechos humanos". "Nada de libertad para los enemigos de la libertad", se grita en todas partes. "No puede haber ninguna tolerancia para quien no es tolerante", escribe Eric Weil ("Religion et politique", en Le temps de la réflexion, vol.2 Gallimard, 1981).
 
"Dadme un fusil para matar a los fascistas", declara el "apacible" Paul Eduard. Siendo la guerra inaceptable en una perspectiva antipolemológica, hace falta, para justificarla que el enemigo no sea ya más percibido como un combatiente, sino como un criminal. Entre las dos guerras, se abrió paso la idea de que ciertos actos de guerra son "crímenes", que dependen de tribunales internacionales o de tribunales de derecho común. La noción de "agresión" alcanza una dimensión moral desmesurada.
 
Paralelamente queda descalificado el principio de obediencia a las órdenes. Se vuelve a la opinión de Grotius, que fue uno de los primeros en dar al soldado el derecho a desobedecer las órdenes por objeción de conciencia (en contra del punto de vista de Pufendorf, que había prevalecido hasta principios de este siglo). Se razona como si la "conciencia individual" tuviese siempre la capacidad de juzgar una situación y de apreciar la elección de los medios. Se abre la vía para la profusión de todas las subjetividades. Procedimiento peligroso: cuando se comienza a identificar al soldado con el criminal, esto supone a veces santificar el crimen.
 
Esta criminalización de la guerra forma parte del proceso de justificación. Se trata de justificar el hecho de que se le hace la guerra al adversario —aun cuando se sostiene la tesis del carácter patológico del conflicto— y, si llega el caso, se emplean contra él los mismos medios —considerados criminales— cuyo empleo se le achaca a éste. Si el enemigo no fuese un criminal, la guerra ya no sería "justa". "La intención profunda de todos estos esfuerzos —subraya Carl Schmitt— (...) es construir un enemigo, con el fin de dar un sentido a una guerra que, sin éste, no tendría ninguno".
 
Como al enemigo ya no se le puede estimar, , no hay tampoco rendición honorable. La derrota de un enemigo absoluto no puede ser más que absoluta. La capitulación sin condiciones se convierte en la regla —mientras que Clausewitz, en su modelo de "guerra absoluta", la ignora todavía. (La guerra, para él, culmina en la "batalla decisiva", pero se atenúa después. El deseo de cada beligerante de imponer su voluntad al adversario desemboca en el examen político de las cosas y en la firma de un tratado). "Capitulación sin condiciones: tal es el equivalente de la guerra total", señala Jünger (Journal IV, 21 de julio 1945). Los combates llegan a ser más feroces: desde el momento en que el enemigo es el mal absoluto, y éste también considera a su enemigo como tal, no se rinde sino exangüe —pues sabe que el adversario ha extinguido en él toda consideración frente al que se enfrenta.
Desde este momento, todas las distinciones polemológicas tradicionales desaparecen una tras otra. La establecida por el derecho de guerra y el derecho de gentes, entre combatientes y no combatientes, es la primera en derrumbarse. A raíz del ascenso de los "nacionalismos democráticos", las poblaciones civiles son consideradas solidarias de la acción de los militares. La evolución de las técnicas de destrucción, que no es, como se cree muy a menudo, la causa directa del carácter cada vez más mortífero de la guerra, sino la consecuencia lógica del advenimiento de una ideología que implica la agravación de la guerra, hace todo lo demás: potencia acrecentada de la artillería, bombardeos aéreos sobre poblaciones civiles (Dresde, Hiroshima), represalias ciegas contra los partisanos, amenaza nuclear anticiudades.
 
La distinción entre guerra civil y guerra exterior queda igualmente borrada. Uno de los grandes méritos del Estado clásico europeo había sido intentar suprimir la guerra civil, dirigiendo hacia la guerra exterior la voluntad de hostilidad que se manifestaba en la comunidad nacional. Esto no era posible más que a través de la designación política de un enemigo público que sustituyese a los enemigos privados. La guerra civil era percibida entonces, con razón, como la peor de las guerras, ya que dividía y deshacía la sociedad, al contrario que la guerra exterior que la unificaba y la determinaba a la acción. Junto a estos dos grandes modelos de guerra había aparecido una tercera: la guerra de religiones, forma particular de guerra "civil", que se extendía más allá de las fronteras nacionales. Ahora bien, es esta forma de guerra laicizada en "guerra ideológica" la que tiende actualmente a sustituir a todas las demás formas de conflicto (que no constituyen más que prolongaciones de ésta). La guerra ideológica, heredera de las guerras de religión, es en efecto aquella cuyas motivaciones son exteriores al propio acto guerrero.
 
Al atacar de frente a la política, el igualitarismo poco a poco ha sofocado la guerra exterior, que por esencia era una guerra limitada. Por el contrario, le ha proporcionado una extensión prodigiosa a la guerra ideológica y "moral", que tiene el doble efecto de instalar en el propio interior de cada nación las conductas y métodos característicos de la guerra exterior, y crear en el exterior y en todas partes del mundo las condiciones para una guerra civil permanente y total.
Liberalismo y socialismo tienden a la desaparición de las identidades colectivas intermedias entre el individuo y la humanidad. Provocan tanto la una como la otra el desmoronamiento de la noción de patria. Por ello, contribuyen en mayor medida que otras ideologías a borrar la distinción entre la guerra exterior y la guerra civil: si ya no hay más pueblos, sino únicamente la "humanidad", todas las formas de enfrentamiento dependen de la guerra civil.
 
Invocar la "humanidad" al hacer la guerra no es, en efecto, más que una absurdidad. La humanidad no puede hacer la guerra a otros hombres, puesto que reúne a todos los hombres. La humanidad, en cuanto tal, no puede por lo tanto tener enemigos. Y es porque no puede tener enemigos por lo que no es un concepto político, sino un concepto zoológico o "moral". No le puede corresponder ninguna unidad, ninguna comunidad política, ningún "estatus" —de aquí la inconsistencia de la idea del "Estado mundial". (La instauración de tal Estado no pondría fin a las guerras: las transformaría únicamente en "revueltas"). Hay una correlación obligatoria entre la difusión del estado de guerra civil y la negación civil de la (posibilidad de) guerra entre Estados. La no-unanimidad en el concierto de las naciones es la condición misma del consenso y del estado de paz en el interior de las naciones.
 
Finalmente, se borra la última distinción, la que diferencia la guerra y la paz. Ciertamente, en el pasado, ha habido estadios intermedios entre la guerra y la paz. Pero en la actualidad, es la desaparición misma de las nociones de guerra y de paz de lo que se trata. Más exactamente, ya no es la guerra la que es una no-paz, sino que es la paz la que ve prolongarse la guerra por otros medios. "El advenimiento histórico del bolchevismo —señala Jules Monnerot— inaugura el estado de guerra (larvada) en la paz). Digamos más exactamente que la acentúa. Desde 1945, el mundo está en situación de guerra en la paz.
 
La guerra, en otras palabras, se ha convertido en total. La guerra-acción, circunscrita en el tiempo, ha sido sustituida por una guerra-estado que no tiene ni principio ni fin, pues implica la existencia de un enemigo que, más allá del cese de las hostilidades inmediatas y violentas, siempre. Que se esté en periodo de conflicto armado o en periodo de conflicto no-armado, la hostilidad es general y permanente. La guerra no se desarrolla únicamente en el plano militar, sino también en el plano económico, espiritual, ideológico, religioso, cultural, etc. Al mismo tiempo, la noción de "agresión", de la que se hace abundante uso, se pierde en el interminable encadenamiento de causas y efectos. Las guerras se declaran y las paces se firman cada vez menos. El "diktat" del tratado de Versalles puede ser considerado como una "declaración de guerra", de la misma manera que el alza brutal de los precios del petróleo.
 
Semejante guerra no se puede terminar mediante un tratado. Exige para acabarse la supresión del adversario. Durante la última guerra, las convenciones de Ginebra relativas a los combatientes regulares fueron en la mayoría de las ocasiones respetadas. Actualmente, tales convenciones, no tienen ni siquiera razón de ser... La "tregua de Dios" medieval, heredera de una costumbre antigua, ha llegado a ser impensable, precisamente porque supone "algo común entre los combatientes" (Monnerot).
 
El terrorista, forma de acción privilegiada en las épocas de guerra civil, se desarrolla ineluctablemente. Su auge es simultáneo al desmoronamiento de la noción de legalidad, a la que los teóricos de la "guerra justa" oponen la de legitimidad. Los terroristas, por otra parte, recogen todas las consideraciones del derecho religioso de base canónica (Tomás de Aquino) sobre el "derecho al tiranicidio" y el "derecho a la insurrección", contentándose con añadirle más brutalidad y subjetividad en la apreciación.
 
A causa de la carencia de instancias políticas tradicionales, el terrorista asume por su cuenta la función de designación del enemigo. Denegándole al gobierno legal el derecho a decidir quién es el enemigo contra el que hay que batirse, sale deliberadamente fuera del cuadro de la legalidad, que hasta el siglo XVIII había constituido el modo de funcionamiento normal de la intervención armada. Al igual que el objetor de conciencia o el soldado que rehúsa obedecer las órdenes, pretende por sí mismo decir dónde está la legitimidad. Para éste se trata de una necesidad: le hace falta una legitimación para mantenerse en la esfera política, sin cuya existencia se hunde en el derecho común. Bajo la ocupación, la Resistencia, que como ha señalado Monnerot representaba ya una mezcla de guerra civil y de guerra exterior, recurrió a tal esquema de legitimación, al igual que anteriormente lo habían hecho, en España y Prusia, los partisanos antinapoleónicos.
 
No es el que rompe deliberadamente con la moral bíblica del bien y del mal el que se arriesga más a desencadenar en la guerra un proceso de "extremización". Aquél que extermina, aquél que está obligado a exterminar, a aniquilar a su adversario, es aquél que se bate en nombre de un absoluto.
 
Reconocer la existencia del conflicto como algo que forma parte de lo real es, con toda seguridad, darse también los medios para prevenirlo, y si estalla, encerrarlo en los límites de lo "humano". Negar la realidad del conflicto, aspirar a un estado de equilibrio "estable", cuyo advenimiento es efectivamente imposible, es condenarse a sufrir la guerra y a transformarla en un enfrentamiento universal espantoso. Que no haya habido nunca tantas tensiones y guerras como hoy en día, en el momento en que la ideología dominante sostiene permanentemente el "discurso de la paz", es perfectamente lógico. La gran diferencia entre nosotros y nuestros adversarios, es que, para nosotros, el diablo no existe.
Para las anteriores entregas;
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II - Aquí

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